Por: Luisa María Ahumada
Era una tarde cualquiera y estábamos con alguien tomando un helados. Nos conocíamos desde hacía unos años y teníamos la idea de empezar juntas un proyecto laboral. El helado estaba delicioso y las dos disfrutábamos en silencio hasta que de repente -porque así suceden los hechos importantes-, inesperadamente, me dijo que pusiera especial atención en mi hijo, que podría estar dentro del espectro autista.
Yo nunca había escuchado esos términos hasta ese día. Después, me volví una experta. O ese alguien fue la señorita de la guardería a la que iba mi hijo mayor que un mediodía cualquiera me pidió hablar un momento conmigo cuando fui a buscarlo con la alegría de siempre.
O fue la maestra en el jardín ¿pero si antes nunca me lo habían dicho? O ese alguien fue un neurólogo al que lo llevé porque me insistían en que notaban comportamientos extraños y con un checklist en mano del doctor anunció un diagnóstico cerrado. Cualquiera puede ser esa persona.
Desde el momento en que alguien, quien sea con la autoridad que tenga, le dice a una madre que su hijo puede tener algo distinto, el mundo cobra otro sentido.El mundo deja de ser ese lugar común para todos, por más diferente que sea. Pasa a ser un espacio con definiciones que ya no son las mismas: sus peligros, las amenazas del exterior, la manera de vincularse con los otros, el futuro, las dudas, los miedos. Todo cobra otro sentido.
Y aquel nuevo sentido incomoda o lastima, la vida se nos vuelve una tormenta. Somos un pájaro asustado que no puede volar en libertad, o que vuela a medias, con un dolor adentro que no lo deja elevarse.
Me he pasado la vida escribiendo historias que me tocaba actuar entre una lucha de autores, la que me dictaba el oído que quizás con la planificación alcanzaba y la voz de aliento avisándome que hay una posibilidad de habitar el momento presente como si fuese la última gota de aire que nos quedara, sin tantos planes.
Así, entre los dictados de un régimen obsesivo por mantener el control y el pleno registro de sentirme entregada al azar, fui construyendo una vida que mas o menos cabía bien. Pero el levantamiento de la maternidad, con su gran obra arquitectónica que son los hijos, puede encajar en el barrio que hemos diseñado, puede ser igual o parecida a todas las otras casitas, o puede ser totalmente disruptivas, más de lo que ya de por sí lo es.
En medio de esa oscilación permanente entre lo que soy, el deseo propio y el ajeno, me cayó como un misil un probable diagnóstico sobre mi hijo mayor. A su año y poquísimos meses de vida, cuando yo andaba por ahí, estrenando feliz y coqueta mi maternidad y la gloria de haberla hecho posible, me anunciaron de forma precoz y equivocada, un diagnóstico.
Demasiado pequeño él para tremenda idea que se le asignaba y que se hizo un gigante cada vez más poderoso que lo pisó a él cuando me derribó a mí. Por eso, las madres somos tan importantes. O deberíamos serlo, pero a veces, al menos yo, soy mi peor versión de madre, incapaz de todo lo que es necesario para no caer en esa categoría abrumadora de ser tan mala mamá.
Y esa idea es una tormenta arrasadora. Una tormenta en la que cuesta remontar vuelo, como el pájaro que sabe que el caos terminó y que la vida sigue ahí, del otro lado del dolor o del temor a un fuerte temporal pero aún así, no puede volar.
Una definición sobre un hijo, o sobre una madre , es una estampa en medio del corazón, bien pegada.
¿Y cuál es la etiqueta que condena? La que no te deja ser quien quieras ser. Creo que alguna vez, en mi propia historia, me pasé los días enteros reclamando rótulos para saber si era hija, hermana, novia, mujer, profesional, profesora, empleada, jefa, madre. En ese momento no sabía, claro lo peligrosas que pueden ser las categorías o las clasificaciones cuando en vez de ordenar y contribuir a un destino mejor, lo que hacen es bombardear un vuelo afable y ascendente. Ahora lo entiendo un poco mejor.
La etiqueta que te cosen en un pedazo de la libertad sin darte permiso para experimentarla, es la más peligrosa de las clasificaciones que conozco.
Es casarse en una etiqueta, si tener una enfermedad es una etiqueta, si pertenecer a un determinado nivel social es una etiqueta, si ser mujer es una etiqueta, si ser gay es una etiqueta, si ser gordo es una etiqueta y ese rótulo -o el que sea- asigna significados y sentidos que suprimen o reprimen una parte del ser, entonces hay un peligro. Si por ser mujer, gay, enfermo, negro, blanco, gordo flaco, niño, anciano o lo que sea que seamos en la etiqueta, la misma persona es privada por otro o por si mismo a no ser algo que desea ser, el riesgo termina siendo similar a la alienación.
El desafío es ser lo que somos más allá de la etiqueta que nos han puesto, porque vivimos en un mundo clasificado que califica permanentemente. Y en el caso de las madres con niños etiquetados, la responsabilidad de sacarle es rótulo empieza por una misma, no estoy en contra de la etiqueta, estoy en contra de lo que hacemos con ella. Todos. La sociedad entera, las instituciones, los Gobiernos, la escuela, los grupos de pertenencia, las familia, la persona etiquetada.
Ese alguien, que vaya a disparar con su boca un conjunto de palabras, una sigla, una opinión, debería saber que puede convertirse en el villano que destruya a la heroína que una madre debe ser para su hijo.
Cuando aquel alguien, no importa quien es realmente, me dijo que mi hijo mayor tenía algo, me sentí como el pájaro que está mareado, asustado, que no puede volar como él sabe, naturalmente. Entonces en uno de esos días que salí a buscar comida para los que había dejado en el nido, choqué, me caí, quedé golpeada.
No hubo nadie que pudiera ayudarme, o yo no sabía cómo dejarme ayudar. La soledad y el miedo forman una combinación angustiante que duele cada centímetro de la existencia.
Fui volando como pude hasta que encontré quien me cura de manera correcta, con palabras más fuertes que las de aquella etiqueta. Eran palabras suaves pero potentes, sonaban como una brisa, pero si estaba en silencio, podía escucharlas claro como para que fueran un viento arrasador de esas creencias que se me han anclado.
Con las palabras justas, dichas de la manera adecuada, fui recuperando mi vuelo para mi mejor versión de madre. Pero es un proceso que exige paciencia, mucho amor y confianza. Es necesario tener fe y saber perdonarse, esa oscuridad de la peor versión existe porque brilla el sol y esa luz es la que miré de frente para salir adelante.
Sobre la escritora
La autora de este escrito nació en Cruz del Eje, Córdoba. Estudió Comunicación Institucional en la capital serrana y sigue formándose en el área. Se desempeña como asesora y profesora. Escribió novelas, cuentos y participó en diferentes antologías, revistas y medios gráficos.