Vestida de blanco y celeste claro, como sus ojos, la hermana Berta Schrameier (68) semeja a una figura angelical. Es de carácter alegre pero decidida y enérgica, cualidades que la ayudaron a comprometerse con las comunidades aborígenes de la zona de San Ignacio y a buscar soluciones ante las situaciones más adversas, durante casi 30 años, a pesar de las precarias condiciones y de las críticas.
Nació en Bella Vista, Paraguay, a unos seis kilómetros del pueblo. “Éramos pobres, pero teníamos de todo. Los alimentos no faltaban porque hacíamos todos los cultivos. Trabajaba en la chacra con mis padres -Félix y Francisca Lezcano, y mi hermano Carlos-, pero para mí no era un trabajo, más bien, era un juego”, manifestó desde el Hogar de Ancianos y Abandonados “Don Vicente”, que administra junto a un equipo de colaboradores.
La escuela primaria les quedaba a tres kilómetros, pero la zona carecía de secundario. De manera ocasional, religiosas “Siervas del Espíritu Santo” llegaron para misionar en los alrededores, y una de ellas quedó en su casa, lo que causó cierta curiosidad en Berta niña. La relación continuó y a la hora de ir al colegio, fue pupila junto a chicas de la colonia.
“Estudiábamos en otro colegio y hacíamos los quehaceres de la casa, que era la manera de contribuir a la paga. Los fines de semana, acompañábamos a misionar. Venía con una hermana hasta Puerto Cantera, frente a, lo que luego supe, era San Ignacio. Un día estaba plantando lechugas en la huerta y cuando una hermana que había venido de Austria me dijo, te veo tan entusiasmada con la misión, ¿te gustaría ser religiosa? Y puede ser, le contesté”. Volvió a casa y contó a los suyos. Su mamá se entusiasmó y su papá le dijo: “andate, probá, vas a ver que en una semana vas a volver”.
Estando en el colegio, apareció la hermana Mariblanca Barón -originaria de Olegario V. Andrade, Misiones- que trabajaba en Alto Paraná, Paraguay, cerca del desaparecido y majestuoso Salto del Guayrá. “Ella empezaba a trabajar con los aborígenes y propuso una misión junto a otros jóvenes, 17 en total. En un camión íbamos nosotros; en otro, las carpas y, en el restante, los alimentos. Viajé con Mirna Bogado, una chica de Hohenau, y percibía que nacía en mí, esa alma aventurera. Mandamos a hacer mochilas de cuero y llevamos pava, olla, de todo. Llegamos a una selva impenetrable donde no se escuchaba nada”. La estadía se prolongó por 27 días, pasaron Navidad y Año Nuevo, junto a los aborígenes.
“Me entusiasmé con los aborígenes a pesar que mi mamá no quería que fuera y que me había advertido que los indígenas tienen un encanto, una especie de hechizo, que hace que no quieras dejarlos más. Me decía, ellos tienen un encanto, vos no vas a querer dejarlos. Y papá decía, dejala que se vaya, a ella le gusta. Y mamá me repetía, viste lo que te dije. Y nunca más los dejé”, explicó, entre risas.
Estando en la selva, había pedido el ingreso al convento, y recibió un documento de aprobación por parte de la Provincial de Posadas. Pero, “cuando volví a casa, me pasaron las ganas. Estuve así dos años, y en 1977 vine a Fátima, donde estaba la hermana Gemia, una alemana que fundó la aldea de Fracrán y que, gracias a los bienhechores de Alemania, compró varias hectáreas para esa comunidad”. Esta religiosa entrada en años se enteró que Berta y Ana habían estado en la misión aborigen, y las “adoptó”.
Iba en taxi hasta Fracrán, en medio de la selva y caminos de tierra roja, y “nos empezó a llevar, aunque a las superioras no les gustaba mucho”.
“Nos empezamos a entusiasmar de vuelta. Ana estudió Profesorado de Filosofía, en el colegio Santa María. Yo me quedé en Fátima y como me gustaba enfermería desde niña, cuando operaba a mis muñecas, estuve con las ancianas mayores que habían llegado de Austria, de Alemania, y me contaban sobre la Primera y Segunda Guerra Mundial. Fui a estudiar enfermería a la escuela del Hospital Madariaga. Después de unos meses, regresé a Fátima porque hacía falta chicas que realizaran las tareas habituales con las ancianas, pero me buscaban todos los días para continuar con el cursado de la carrera”.
Al finalizar, cada egresado se anotó para trabajar en algún pueblo del interior. El destino de Berta fue Gobernador Roca, adonde llegó en 1982. Recuerda la fecha porque en el colectivo escuchaban la radio y hablaban de la Guerra de Malvinas.
Cuando llegó al colegio de Fátima se dio cuenta que la mayoría de los pobladores eran de origen polaco, y “decía que nunca iba a aprender esos apellidos dificilísimos: Lukoski, Tarnowski, Revinski”.
Vida ajetreada
Enseguida se empezó a formar lo que luego sería la Dirección de Asuntos Guaraníes. “Carmen y María estaban ahí y traían y llevaban enfermos del hospital. Y me puse en contacto con los aborígenes del Chapá. Allí, había un enfermero Castillo, y yo iba con el doctor (David) Rebatta Ovalla, que cuando se enteró que yo hablaba guaraní, no me dejó más. Estuve en Roca durante cinco años, hasta que viajé a Rafael Calzada (Buenos Aires), a hacer un curso para los votos perpetuos. Duró un año, pero fue el peor. Subía al último piso para ver si veía un árbol, pero no los divisaba. Lloraba todo el día porque no me hallaba. Lo divertido era ver aterrizar los aviones de todas partes del mundo porque estaba cerca de Ezeiza”, relató.
Al regresar a Gobernador Roca, la superiora le encomendó que fuera a limpiar “mi nueva casa”. Luego supo que, a pedido del padre José Marx, la congregación había alquilado una vivienda en San Ignacio para trabajar con los aborígenes, que “deambulaban por la localidad y morían de tuberculosis. No sabían y no querían vacunarse. Cuando era gobernador, Julio Humada, se ocupó de ellos. Les compró tierras en San Ignacio para las comunidades de Andresito y Katupyry, y empezaron a gestionarles DNI”. Pero los nativos se oponían a tener documentación.
“Los quemaron y tuvieron que volver a imprimir en varias ocasiones. Y como no entendían mucho, se peleaban entre ellos. Con la llegada de la democracia, nos empezamos a organizar. Y empezaron a pedir la construcción de escuelas”.
Pero “se morían de tuberculosis en San Ignacio” por lo que la hermana Berta empezó a trabajar “fuertemente en el tema”. Lo hacía día y noche.
“A veces pienso que no sé cómo aguantaba. Tenía un director que no los quería, y no me dejaba verlos. Yo estaba nombrada en Salud Pública entonces pedía guardias por la noche, para poder ir a verlos durante el día. Volvía a casa, desayunaba, agarraba el auto de las religiosas, y me iba. Así también, en dos o tres oportunidades, despisté con el auto y entré al monte porque me dormí en el volante”, narró.
En esa época, Berta dormía muy poco. Es que por la noche la llamaban para que fuera a atender algún parto o traer enfermos con la camionetita, en ocasiones acompañada, pero la mayoría de las veces, sola. Así, recorría los caminos hacia Domingo Savio, Isolina, y salía en Colonia Alberdi.
En ese recorrido “había todavía hermosos montes y a la madrugada se veían venados, osos hormigueros, y no tenía miedo a nada. De ellos nunca tuve miedo, sino que me sentía segura. No había ese peligro que hoy existe. Dejé de ir por la noche, con la aparición de los secuestros exprés. Le aconsejé que llamaran a la policía y que, en todo caso, yo acompañaría a los efectivos. Pero, sola ya no. Hasta ese momento iba de madrugada, de noche, de día, en cualquier momento”.
Cuando podía, acudía al Ministerio de Salud Pública y “mendigaba ayuda para ellos. Pedía varias cosas, pero me daban tres o cuatro cajas de leche y algo de remedios y ya regresaba contenta. En ese trajín, conocí a muchas autoridades, pero no había un plan definido para ellos”.
A base de remedio y comida
Un médico le dijo: “usted que lucha con ellos, ¿sabe cómo vamos a vencer a la tuberculosis?, con pocos remedios y muchos alimentos. El padre Marx abrió una cuenta corriente en un mercado, y todos los sábados llevaba la camioneta repleta de mercaderías para los enfermos, que comían lo producido en la chacra y lo obtenido del monte, pero era poco. Y la tuberculosis estaba avanzada. Luchando, salvamos muchas vidas. La tuberculosis se vence con leche y muchos medicamentos. El remedio que se les suministraba, les dejaba los músculos duros. Sólo con medicamentos, no tenían progreso”.
Pero los mbya “no querían saber nada de las vacunas. Hicimos cursos y cursos, les enseñábamos, íbamos a la casa, juntábamos a dos o tres comunidades para explicarles, vacuna por vacuna, para que servía, como actúa, para que permitan que los vacunemos. Me costó seis años para que diga, bueno, están vacunados contra el sarampión, la tos convulsa, tuberculosis”.
Para ese entonces había pasado lo de la poliomielitis. Cuando había llegado a Gobernador Roca, “era terrible la poliomielitis. En dos días conocí toda la zona porque salíamos a vacunar, la polio estaba fuertísima, como ahora el COVID, y dejó muchos discapacitados”.
Después, permitieron que se los vacunara, pero no querían tomar la medicación. “Decían que tenían que llevarlo a la casa de oración, tenerla ahí y hacer oraciones y ayuno, cuando el ayuno era contrario a todo esto. Decían que era como un bicho que les atacaba el pecho y los pulmones. Hasta que un día se murió un muchacho de 20 años, muy querido por la comunidad. Ellos sintieron mucho, y parece que los sacudió. Les dije, ¿ven que esto mata?, hay que tomar remedios, hay que vacunarse. Y ahí me empezaron a pedir para hacer el tratamiento. Y aprovechamos”.
Según la religiosa, los llevaban al Madariaga “vomitando sangre, porque eso revienta las venas del pulmón. Cuando llegábamos no querían bajarse del auto, no querían quedar internados. Le pedíamos ayuda a la policía. Y después, se escapaban. A los dos días estaban todos sentados al lado de mi casa. Otras veces los encontrábamos al costado de la ruta cuando volvían caminando desde Posadas. Costó mucho. Cuando se murió el muchacho parece que se dieron cuenta que, de verdad, es una enfermedad. Se dejaron curar y ponerse la vacuna. Hasta que eso no pasó, no pudimos hacer mucho. La vacuna era muy importante, como ahora, por el COVID”.
Contó que el nosocomio de San Ignacio “se llenaba de aborígenes porque yo los traía. Le decía al director, hasta que no tengamos un médico en las comunidades, el hospital va a estar lleno de aborígenes enfermos. Hay que llevamos a los médicos para hacer la prevención”.
El Dr. Alan Pigerl se recibió de médico y ayudó muchísimo en esta iniciativa. “Era joven y tenía entusiasmo. A las 6 ya salíamos a recorrer las comunidades. Después le prohibieron la actividad, pero él quería continuar yendo. Le dije, vamos a luchar para que puedas ser el médico de ellos. Cuando el Dr. Telmo Albrecht era Ministro de Salud, pedimos y nos permitió. La resolución decía que Pigerl podía ir tres veces a la semana a atender a las comunidades aborígenes. Como se hacía la prevención, disminuyó la internación en el hospital”. La Dra. Cristina Tuzinkiewcz y el Dr. Carlos Villanueva, también eran de la partida.
“Mis colegas eran buenas y me ayudaban muchísimo. Cuando las mujeres venían a tener al bebé, no querían subir a la camilla, querían tenerlo en el piso. Entonces le preparábamos en el piso y tenían en cuclillas. El Dr. Rebatta Ovalle decía que de cuclillas, el bebe hacía peso y podía salir mejor, que con la madre acostada, no hacía la misma fuerza. Eso les daba confianza. Un día Pigerl le dijo a una mujer, Teresa, este bebé va a nacer en la camilla ¿te animás? Y después le contarás a todas tus amigas como fue. Llegó el momento y tuvo bien, fue, contó y generó más confianza”.
Así, transcurrieron 28 años de la vida de Berta al lado de los aborígenes. Ella cree que después fue todo más fácil porque empezaron a funcionar las escuelas y la educación “fue fundamental para que ellos se salven. Para que resistan. Y fue a pedido de ellos”. Pero en la salud, en la educación, en todo ese trabajo, “siempre teníamos contras. A veces los mismos políticos, a veces entidades que decían ser indigenistas. Yo no hacía caso, y seguía con lo mío. Me denunciaban, pero nunca tuve miedo. Me llamaba al silencio. Para hacer el lío como ellos hacían, tenía que tener dinero, abogado y tiempo para andar por los juzgados, y ese tiempo invertía en los aborígenes. A los de Salud Pública les cantaba las 40 en la cara. Para mí no era beneficioso hacer denuncias, porque es una pérdida de tiempo. En lugar de atender a un bebé o a un enfermo, tenía que andar por Posadas, haciendo manifestaciones. Si ahora no tengo tiempo, antes menos. No es mi sistema”, aseguró.
Así, pasaron médicos y ministros. El entonces ministro de Salud Pública, José “Pepe” Guccione “me decía no me rete más porque le decía las cosas en la cara. Después fue mejorando, cuando me estaba alejando de mis tareas ya habían hecho la salita en cada comunidad, repartíamos alimentos, porque el Gobierno se iba involucrando y ayudando. Tenían más asistencia en la parte de salud, que los blancos. Ya empezaron a tener celular, llamaban cuando tenían necesidad, y se mandaba la ambulancia. Ahora son maestros, profesores, médicos, pero se empezó con mucho sacrificio”. Para lograr todos estos objetivos, había que ganarse la confianza.
“Yo entré en el corazón de la comunidad porque de lo contrario no haría todo lo que hice. Capaz porque nunca me vieron con una cámara o no buscaba un rédito. Ellos captaron eso. Me sentaba en el suelo a comer con ellos, a compartir sus oraciones, y eso les encantaba. Uno de los médicos me retaba, me decía ¡te vas a contagiar de tuberculosis! Pero para eso andaba en una camioneta que tenía capacidad para dos y yo llevaba a tres tuberculosos conmigo, tosiendo. Y nunca me enfermé”, comentó quien se jubiló hace un año y siente “mucha felicidad y algo de nostalgia”.
Hace 20 que está en el Hogar de Ancianos y, como “me duele mucho la cintura, los que saben me dicen que se debe a los malos caminos y mucho tiempo sobre la camioneta”.
Extraña a sus aborígenes aunque ellos venían al hogar antes de la pandemia. Muchas veces para buscar un consejo cuando tenían problemas familiares o de la comunidad. O cuando se atendían en el hospital de Gobernador Roca “se quedaban acá, se recuperaban y se volvían a la casa”. Es que además del vínculo establecido, Berta entiende muy bien el mbya aunque no lo habla “porque no me dediqué lo suficiente”.
Para la religiosa, amante de la naturaleza, no todo era trabajo y sufrimiento. “Sabía aprovechar los momentos, disfrutar de amistades. Cuando venía una visita a nuestra casa la llevaba a distintos lugares. Me gustaba llevarlos a las orillas de los arroyos, y hacer un buen asado. En mi camioneta tenía de todo, una caja con una colchoneta, frazada, olla, pava. Estaba completa porque no sabía adónde podía quedarme. Las latitas de picadillo y la leche nunca faltaban”.
Había cosas fuertes
Un muchacho de Hipólito Yrigoyen hizo llamar a Berta porque su nene de dos años tenía neumonía. La religiosa acudió, y junto al chofer ingresaron por un camino hasta que la camioneta se perdió en el monte. “Me parecía que era meningitis. Lo puse sobre mi falda y dije al chofer: vamos directo a Posadas. Llegamos al Madariaga y nos atendieron enseguida. Lo revisaron, lo alzaron, pero cayó muerto en los brazos de un médico. El papá lloraba desconsoladamente prendido de la baranda. Quise decir algo para consolarlo, que se calmara, pero confesó que lloraba porque ‘tengo la culpa que mi hijo murió’. Le dije, es la enfermedad, y me dijo que no. Es que fui al monte el domingo a buscar un jabalí para dar de comer a mi familia, necesitaba uno, pero maté dos. Por eso Dios me sacó a mi hijo”.
Según Berta, de esa manera ellos cuidan la naturaleza. “Y sólo llevan lo que necesitan. Y aprendí eso de ellos. Quedó dentro de mí. Tengo lo que necesito, no más. Volvimos a la comunidad y amanecimos por allá. Los acompañamos en la oración y el humo del tabaco me produjo un mareo, por lo que me aconsejaron que me sentara. En sus oraciones quedan como extasiados, de tanto que se compenetran en su espiritualidad con Dios”.