Hasta hace algunas semanas Nicolás Trotta firmaba como ministro de Educación de la Nación. Su paso por la función pública estuvo signado por el desempeño de su área durante la crisis pandémica y, claramente, por el resultado de las Primarias de hace dos domingos.
Los números de aquella madrugada revolucionaron la política a ambos lados de la grieta y fueron varios los ministros que pusieron a disposición su renuncia. Algunas fueron aceptadas, otras no. Trotta, en cambio, no encajó en ninguna de esas variables. Él fue despedido sin siquiera haber planteado su salida como una alternativa. Al día de hoy, según asumió en una entrevista, no volvió a hablar con el presidente Alberto Fernández.
De hecho, incluso cuando era ministro parecía que el contacto entre ambos era nulo. Mientras su cartera anunciaba una cosa, el mandatario tomaba otro rumbo. Fueron varias las desautorizaciones que fueron debilitando la figura del ahora extitular de la cartera educativa.
Algunos días después de su alejamiento, el exministro rompió el silencio. El discurso comenzó como todos los que se fueron sin querer hacerlo. Aclaran que no guardan rencores, que fue un honor y que aprendieron muchísimo. La daga siempre llega al final. “Pensar que por lo que se haga en 50 días la sociedad votará de una manera distinta es subestimar a la gente”, lanzó, crítico el exministro de Educación fustigando sin sutilezas la estrategia oficial para revertir el resultado de las PASO.
Sin que esto sea siquiera un ínfimo intento por defender al exfuncionario, el caso de Trotta vale como ejemplo de cómo la crisis del poder político argentino deglute todo a su paso. Ha sido así durante toda la historia. Nada sobrevive a la monstruosidad y la voracidad del aparato cuando éste entra en crisis.
El problema de fondo, mucho mayor que el que se advierte en la superficie, es que mientras en los pasillos políticos se producen estas peleas intestinas de supervivencia individual, la crisis del poder se deglute también a todo un país.