Heredera del folletín francés y por ende del romanticismo, la historieta argentina tuvo identidad propia desde muy temprano. Aunque oficialmente el día en que se la conmemora alude al primer número de una revista en particular, lo cierto es que esa pulsión de combinar la gráfica con el texto registra antecedentes ya en el siglo XIX con El Mosquito, Don Quijote y otros precursores que incluso cultivaban el subgénero desde la sátira política.
Este último dato no es menor: hay una relación fundacional de la historieta con la idiosincrasia argentina y su vocación por evadir la censura explícita o implícita. Esa impertinencia vital está presente en su propio origen y se perfeccionó ética y estéticamente; renovó estrategias, amplió lenguajes, sedujo nuevos públicos. Tan fuerte fue que su mayor crecimiento resultó subrepticio, mientras convertía las adversidades en atajos y a la censura en el trampolín de su audacia.
La historieta argentina sacó pecho cuando expresarse era imprescindible y a la vez tan peligroso. Al hacerlo, floreció en las almas y en las manos que parecían haber estado allí para expresar a millones de voces. A veces con un humor corrosivo y popular que prendió en la gente como pocos. ¿Quién mejor sino Quino para burlarse de la brutalidad cavernícola de un Onganía, nada menos que desde la voz de una niña, desde el seno mismo de una familia burguesa de clase media urbana? ¿Qué metáfora más lúcida que la de Oesterheld para narrar la tóxica nieve golpista que amenazaba contaminarlo casi todo y sembraba nuestra tierra de sospechas?
Has recorrido, muchacha, un largo camino ya…
La argentinísima historieta fue, es y será, el género que encarna al Eternauta en cada uno de nosotros. El que sabe resistir, a veces secretamente, rebelarse, revelar, pero también reírse, reutilizar a su favor la fuerza del poder gris de los obtusos, de la trillada banalidad del mal que unos pícaros malos y banales pretendieron hacer suya como concepto encarnándola en sí.
Así fue esta historieta, en tantas épocas y con tantos autores como el universo visual que germinó, generaciones mediante, en ilustradores y redactores criollos aquí y allá. Singularísimos como el mendocino, Juan Giménez, miembro fundacional del equipo de la icónica revista “Fierro”, otro de los emblemáticos semilleros locales. Siempre vigentes y audaces aun en ausencia como el inolvidable Fontanarrosa, nacional en Inodoro, gringo en Boogie, surreal en Eulogia.
Así es, incluso, cuando mucho más acá en la historia, la historieta reformula lo siniestro (y a los siniestros) procreando una complicidad en la que nos sentimos menos solos. Y entonces, en pleno siglo XXI, llegamos, por ejemplo, a un Rep (que nos trae su arte animado cada domingo a Télam) tan filoso en la ironía para castigar a gomosos burócratas o rancios fachos como en el piadoso espejo que nos muestra Gaspar el revolú, o la melancólica poesía de Lukas, a quienes a veces extrañamos igual que se extraña a un pariente o a un amigo.
La historieta es mujer
Viajemos en el tiempo. Hay historieta en cada uno de nosotros. Hay alguna, algún personaje, algún color u objeto donde estamos viviendo más allá de esto que llamamos realidad. En ese cajón, además de cine, tv, libros, canciones, discos, hay historieta. Y la sigue habiendo en los chicos y chicas de hoy. Porque, por supuesto, la historieta es también el bosque de la infancia y del futuro.
En ella se conciben mundos sin solución de continuidad y emergen paradigmas de su tiempo. En el nuestro, verde y argentino, relucen por ejemplo los lápices e ideas de Ilustraciones, novelas y humor gráfico. Y son materia expresiva de artistas emergentes como Julia Barata, Sole Otero y Agustina Casot .
Entre muchas de la vanguardia y media guardia también (Idelba Dapueto, Marta Barnes, Patricia Breccia, María Alcobre) las chicas vienen marchando y trazando otras curvas diagonales y perpendiculares novedosas, vivificantes e imprescindibles para que la historieta siga viva en su esencia, es decir, en su incesante ampliación, reformulación de narrativas, problemáticas, audiencias.
Ellas introdujeron el aire fresco imprescindible que el género necesita como oxígeno para no ser nunca el mismo y crear esas perpetuas mutaciones que lo hacen poderoso.
Ni el cine, ni la televisión, ni el video importunaron su despliegue: la historieta los incorporó a todos, se los devoró o los ocupó con su impredictibilidad. Del drama a la comedia, siempre pisó el futuro y fue el futuro mismo desde la aparente austeridad de sus recursos. Por eso, el futuro no le hace mella: la alimenta.
Hora cero
Se ha dicho más arriba: el género de la ilustración narrativa está en el adn argentino. Oportunamente se ha dicho en un artículo ad hoc, publicado en cultura.gob.ar “Los Breccia, Quinterno, Salinas, Quino, Mordillo, Muñoz, el propio Pratt, que maduró en la Argentina, guionistas como Oesterheld, Trillo, Wood, Barreiro, y tantos otros, no son casualidad fortuita sino partes de una tradición que viene desde el siglo XIX”.
Así de bien lo explican dos expertos en la materia: José María Gutiérrez, director del Centro y Archivo de la Historieta y el Humor Gráfico argentinos de la Biblioteca Nacional, y Amadeo Gandolfo, historiador e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) especializado en Historia y estética del cómic, la caricatura y el humor gráfico.
Agregan Gutiérrez y Gandolfo que las obras de aquellos, de estos (y seguramente los de mañana) son exponentes de una producción enorme “de muchísimos extraordinarios dibujantes y guionistas creada en un contexto editorial fértil, donde hay muchas series con condiciones de ser nuestros clásicos”.
Casi una cenicienta de la literatura y el dibujo, la historieta es, a su vez, el segundo hogar, la segunda lengua (o acaso a la primera) de literatos y artistas plásticos que encontraron en ella una sensualidad distinta, además de un oficio y una voz diferente. Martin Mazzei, Horacio Altuna (por el lado del arte) Guillermo Saccomanno, Carlos Trillo, o el propio Juan Sasturain –hoy director de la Biblioteca Nacional– por el lado de las letras, muchos de ellos compartiendo escritorios en las viejas agencias de publicidad donde todos eran poetas o artistas y no profesionales de carrera, encontraron en la historieta una galaxia amable, flotante, esencialmente colectiva. En ella, otros códigos, secretos y aspiraciones eran plasmables, circulables, posibles.
Se trata, en definitiva, de un quehacer ciertamente devocional cuyos fieles suelen remitirse a los padres fundadores o refundadores. No casualmente, los propios abrecaminos de hoy, refieren a los de ayer con admiración y reverencia cariñosa –jamás solemne– a aquellos maestros de una y mil maneras; tantos como intersecciones y reformulaciones ofrecen las obras reeditas, revisitadas, extendiendo al infinito esa porosidad expansiva que le es propia.
Asi, el Eternauta mismo, que sigue resistiendo y reviviendo, ahora llevado a Netflix, o Mafalda, o lo que vendrá, siempre sorprendiendo y captando nuevas atenciones.
Los de hoy le hablan a los de ayer, a veces, en luminosos y sinceros gestos que celebran el propio arte compartido, como en el reciente homenaje del gran Miguel Repiso “Rep” al enorme Joaquín Lavado “Quino” en su cumpleaños.
Y así como lo hacen estos, lo seguirán haciendo otros, reescribiendo la historia, para que la historia viva, también en la historieta, en ese plano virtuoso donde la razón dura cede un poco en volumen y pretensiones al plumín sutil, a la acuarela laica, al guion loco e indomable. De eso se tratan las mil y una noches de la historieta argentina.
Fuente: Agencia de Noticias Télam