No caben dudas, la fe y la tenacidad por hacer de la tierra colorada su hogar, fue el motor que movilizó a los inmigrantes y sus primeras descendencias, obligados a reinventarse una y otra vez, convirtiendo lo poco que tenían en sustentos económicos. Así, este poblado del sur misionero se convirtió en un productor de cepillos, historia que Carlos Markiewicz compartió.
A finales de 1950 la situación en Azara era compleja, especialmente para quienes vivían en el pueblo, donde la falta de trabajo y escasez de intercambio comercial que se transitaba en la post Segunda Guerra Mundial se hacía sentir con más fuerza. Pero los azareños apelaron al ingenio para salir adelante.
Lo primero fue tomar nota de cuáles eran los recursos con los que se contaban y qué se podía hacer con ellos. Por entonces abundaba el espartillo, una paja de la familia de las gramíneas, que en el otoño va adquiriendo un característico color blanco y, como crece mayormente en tierras pobres, tiene una abundante, tupida y muy fuerte raíz.
Los campos que habían sido sembrados por años, cuando se dejaban de trabajar eran muy propicios para que crezca esta planta y había muchas. También pululaba el curupí, un árbol autóctono, de hojas ralas y lechoso, aparentemente de madera blanda e inservible.
La combinación de pajonales producto de la pobreza de la tierra, más la abundancia de árboles blandos que no servían ni para leña, no hacía avizorar un futuro demasiado promisorio. Sin embargo, de esta mezcla de factores que parecían muy adversos, surgió una impensada industria manufacturera que durante años significó un “rebusque” económico para muchos trabajadores: la fabricación artesanal de cepillos.
La madera del curupí era blanda, pero solo cuando estaba verde, cuando se secaba quedaba dura como un vidrio, además resultó ser muy fácil de trabajar, ya que podía resistir ser cortada y agujereada sin que se raje, era muy liviana y duradera en contacto con el agua, así que fue ideal para la fabricación de tablitas para la base de los cepillos. Por su parte, la raíz del espartillo, muy fuerte pero flexible, fue la cerda ideal. Y a finales de la década del 50 algunos visionarios comenzaron la fabricación artesanal de cepillos.
Uno de los primeros fue Romalino Gadea, con su pequeño taller ubicado detrás de la iglesia San Antonio, lugar que sufrió un incendio y fue trasladado a otra propiedad que estaba en un lateral del templo, al lado de la agencia de quinielas.
Aunque varios se embarcaron en esta aventura, quien se destacó fue Raúl Fediuk, que primero fue aprendiz en la fábrica de Romalino, y cuando éste dejo la actividad, puso su propio taller, en el que trabajaba junto a varios jóvenes del pueblo, entre los que estaba Rogelio Glinka, que tenía el récord de fabricar a mano hasta doce docenas de cepillos por día.
Esta actividad manufacturera no solo daba empleo a los fabricantes, sino que también posibilitaba un ingreso a las personas que se dedicaban a la recolección de las raíces del espartillo, conocidos como “espartilleros”.
No era una tarea sencilla, ya que esta paja crece en tierras duras y tiene una raíz muy fuerte, para arrancarla había que hacer mucha fuerza con una palanca de hierro, una vez fuera de la tierra se cortaba la paja y se dejaba solo la raíz, se la llevaba a un arroyo y se la refregaba en el agua contra alguna piedra para que se lave y pierda la cascara, quedando únicamente la parte interna. Se dejaba secar al sol y se obtenía una fibra fina, muy resistente, de unos treinta centímetros de largo aproximadamente, que se ataba en mazos y se vendía por kilo a los talleres.
Raúl Fediuk se encargaba de buscar los troncos de los árboles de curupí, acerrarlos en tablas y cuando estaban lo suficientemente secas, se cortaban tablitas iguales, de unos 18 centímetros de largo por unos ocho de ancho y casi una pulgada de espesor, se lijaba y se le realizaban 26 pequeños agujeros cónicos, un poco más gruesos en la parte de arriba.
Con un hilo de algodón, los operarios costuraban las fibras de la raíz a través de esas perforaciones y por último se cortaba con una guillotina justo donde se deseaba el largo de las cerdas de los cepillos, que por último eran atados en mazos de doce y quedaban listos para ser comercializados en las ciudades, se llegaban a producir cerca de 500 cepillos por día.
Esta actividad fue muy prolífica durante varios años, muchos la desarrollaron y tuvieron un ingreso extra con el espartillo, hasta que en 1976 se produjo el golpe de Estado; la junta militar que empezó a gobernar abrió las importaciones en forma indiscriminada, con el tristemente recordado argumento de que lo nacional no servía, que la verdadera calidad estaba en lo importado, así que los viejos, artesanales y ecológicos cepillos de Azara, fueron lentamente reemplazados por productos similares, de plástico, traídos de afuera.
No fue posible competir. Las manos, la madera y las fibras naturales perdieron contra las máquinas y todo quedó atrás. Pocos recuerdos le quedan a Raúl de esas épocas, algunos imborrables… como el dedo mocho, gentileza de la guillotina que debía cortar solo el espartillo.