Cuando Alberto Fernández era precandidato a presidente por el Frente de Todos, puso un fuerte énfasis en la convocatoria a los gobernadores aliados. Los juntó en Santa Fe, firmó un acta compromiso para ir dando soluciones a reclamos que cada provincia tenía por ese entonces como prioridad.
Allí, lanzó las “capitales alternas” donde el Gabinete desembarcaría para dar respuestas a los temas de cada jurisdicción. Oberá, en Misiones, todavía sigue esperando que los ministros de la Casa Rosada desembarquen a un año y medio de gestión.
Hasta 2019, quien terminó electo Presidente de la Nación se mostraba “federal”, a pesar de ser de Buenos Aires. Pero el tiempo demostró que esa mirada era apenas una estrategia de campaña.
Los gobernadores de las provincias chicas, con las que menos se ejercita ese pretendido federalismo, fueron quedando relegados. Una demostración de “segundo plano” se vivió el día en que el FdT festejó el triunfo y los mandatarios debieron mirar de abajo del escenario a los Fernández, Massa, Solá, De Pedro, Kicillof y con suerte logró subir Juan Manzur (Tucumán), exministro de Salud de CFK y armador político de la campaña.
Recientemente la consultora Zuban-Córdoba y asociados publicó los resultados de un sondeo de opinión. Preguntaron si se estaba de acuerdo con la afirmación “el interior tiene poco peso para la política nacional”. El 60% de los encuestados la avaló y un 27% la rechazó.
La sensación que tiene la población del país refleja lo que sus gobernantes hacen: hay lindos discursos federales, visitas a las provincias, pero mucho aporte en obras, recursos, soluciones a las provincias grandes y la CABA donde el FdT pretende sostener su predominio electoral; y muy poco para los distritos donde hay menos cantidad de población (y votantes) pero muchas deudas sociales pendientes, que vienen de varias gestiones presidenciales anteriores.
Al federalismo no sólo hay que declamarlo, hay que practicarlo para que sea creíble.