Los océanos son vitales para nuestra supervivencia, pero la mayoría de las aguas del planeta son internacionales, con lo que no están sometidas a ningún tipo de regulación que garantice su protección. Y sin políticas eficaces de conservación, los ecosistemas marinos están abocados al declive, ahogados por la sobrepesca y degradados por la contaminación de unas aguas a las que cada año llegan de media unos 8 millones de toneladas de residuos plásticos.
Estas son las principales amenazas que podrían causar daños irreversibles en las cuencas oceánicas si no se atajan a tiempo:
Sobrepesca
La pesca insostenible es una de las mayores amenazas de los océanos. Las flotas pesqueras han ganado en tamaño y potencia desde la década de 1950, pero debido a le explotación de los recursos del mar han de invertir cinco veces más esfuerzo para obtener el mismo volumen de capturas. En otras palabras, hay menos peces que pescar.
Prácticamente todos los océanos han sufrido los estragos de la sobrepesca. Con unas pocas excepciones notables, como las pesquerías bien gestionadas de Alaska, Islandia y Nueva Zelanda, el número de peces disponibles es hoy una fracción de lo que fue hace siglos. Los biólogos marinos difieren respecto a la magnitud del declive, pero todos coinciden en que hay demasiados barcos pesqueros para tan pocos peces.
Por ejemplo, según datos del estudio Global Fishing Watch de 2019, en 2017 se extrajeron del océano unos 92,5 millones de toneladas de pescado, dos tercios de los cuales fueron capturados por quince países (con China, Indonesia y la India a la cabeza), y las proporciones de la pesca insostenible también han crecido sobremanera: del 10% en 1974 se ha pasado al 33% en 2015.
Transporte y turismo
Cada día, decenas de miles de barcos mercantes navegan por los océanos del mundo, transportando todo tipo de mercancías, desde alimentos y combustible hasta materiales de construcción, productos químicos o gran parte de todos esos artículos que compramos en las grandes superficies. En su trayecto, estas enormes masas flotantes siguen la ruta de las denominadas autopistas marítimas, cuya estela de contaminación puede apreciarse incluso a través del espacio.
A medida que esas rutas comerciales se van congestionando cada vez más, aumentan otro tanto los niveles de contaminación, tanto atmosférica como acústica, además de la probabilidad de sufrir derrames de combustible.
El aumento del tráfico marítimo internacional es también una amenaza para los hábitats naturales alrededor de los puertos que conforman las rutas comerciales. Las praderas de pastos marinos, los humedales y las marismas cercanas a los lugares de tránsito se ven seriamente perjudicados por el tránsito un mayor número de buques cada vez más grandes.
Contaminación
Más del 80% de la contaminación marina proviene de actividades terrestres. Desde los pesticidas hasta las bolsas de plástico, la mayoría de los desechos que producimos en tierra van a parar a los océanos, ya sea a través del vertido deliberado o de la escorrentía de las aguas a través de ríos y desagües.
Mención especial merecen los vertidos de petróleo, un combustible del que se calcula que acaba en el mar no solo por los derrames o las filtraciones de los buques de transporte de crudo, sino también a través de los los desagües de las ciudades, adonde desembocan los restos de combustible usados en procesos industriales.
Además, las aguas de escorrentía llenas de fertilizantes procedentes de granjas o explotaciones agrícolas son un gran problema para los ecosistemas costeros. Todos esos nutrientes adicionales procedentes de los fertilizantes causan un fenómeno llamado eutrofización, florecimiento masivo de algas que agotan el oxígeno disuelto del agua, acabando con gran parte de la fauna marina.
Residuos sólidos
Bolsas de plástico, globos, botellas de vidrio, zapatos, material de embalaje… todo lo que no se elimina o se recicla acaba en el mar, convertido en el gran basurero de la humanidad. De entre toda esa basura, preocupa especialmente la compuesta por plástico, ya que se descompone muy lentamente, y amenaza seriamente a los ecosistemas marinos y contamina los océanos desde las costas hasta las profundidades.
Los residuos plásticos han sido detectados en todos los océanos del planeta, desde el Ártico hasta el Antártico, y desde la superficie del mar hasta los fondos oceánicos. Gran parte de los millones de toneladas de toda la basura plástica que llega a los océanos cada año han sido arrojados al suelo o a los ríos y arrastrado posteriormente al mar.
Los científicos han encontrado plástico en el estómago de diminutos animales marinos que viven en las fosas del Pacífico, a casi 11 kilómetros de profundidad, y en el hielo marino del Ártico se han acumulado microplásticos arrastrados desde latitudes inferiores. A medida que todo ese hielo se funda, los plásticos atrapados regresarán al agua.
Las corrientes transportan los desechos flotantes hasta los confines más lejanos del planeta, como playas de islas remotas del Pacífico Sur, como la isla de Henderson, situada a más de 5.000 kilómetros de distancia de los grandes núcleos de población. Una parte importante de toda esa basura flotante va a parar al denominado Gran Basurero del Pacífico, una mole de basura situada entre Hawai y la costa de California, que, según una investigación publicada en 2018 por la revista Nature, está compuesta por unas 79.000 toneladas de residuos dispersos en un área de unos 1,6 millones de kilómetros cuadrados, un área que equivaldría aproximadamente a la suma de la superficie de España, Francia y Alemania.
Acidificación de lo océanos
El exceso de CO2 que expulsamos a la atmósfera tiene su efecto más conocido en el aumento de las temperatura, que acelera la fusión de glaciares y hielo marino y contribuye al aumento significativo del nivel del mar. Sin embargo, el carbono liberado a la atmósfera también afecta considerablemente a la salud de los océanos, aunque de una manera algo más lenta. El aire y el agua intercambian gases constantemente, de modo que una parte de lo que se emite a la atmósfera tarde o temprano acabará llegando al mar. El viento lo mezcla rápidamente con la capa más superficial (unos cien metros) y a lo largo de los siglos las corrientes lo expanden a todas las profundidades marinas. En la década de 1990 un equipo internacional de científicos emprendió un ambicioso proyecto de investigación que consistía en recoger y analizar más de 77.000 muestras de agua marina de diferentes profundidades y lugares del mundo. Fue una labor de 15 años, que reveló que los océanos han absorbido el 30 % del dióxido de carbono emitido por la humanidad en los dos últimos siglos. Y siguen absorbiendo alrededor de un millón de toneladas por hora.
Para la vida en tierra este proceso es positivo, ya que cada tonelada de CO₂ que el océano retira de la atmósfera es una tonelada menos que contribuye al calentamiento global. Para la vida marina, en cambio, el panorama es muy diferente. El exceso de CO2 reduce el PH del agua, un proceso conocido como ‘acidificación’, que causa estragos en los ecosistemas marinos, en particular en las especies calcificadoras, aquellas que producen conchas o esqueletos pétreos de carbonato de calcio, como caracolas, estrellas de mar o corales, estos últimos, auténticas víctimas de la acidificación.
Por si fuera poco, la acidificación del océano también parece afectar la capacidad de los corales para producir nuevas colonias, pues el descenso del PH se traduce en una menor capacidad de fecundación.
Este proceso afecta a un sinfín de especies: crustáceos como los percebes, equinodermos, como las estrellas y los erizos de mar, moluscos: como las ostras o las almejas, se ven seriamente afectadas por el descenso del pH del mar. También algas coralinas, que contribuyen a mantener los arrecifes.
Sin embargo, los corales se cuentan entre las especies más afectadas, pues el efecto de la acidificación se une al del blanqueamiento, producido cuando estos organismos, debido al estrés provocado por el aumento de las temperaturas, expulsan a un protozoo conocido comúnmente como ‘zooxantelas’, responsable de la coloración del coral, y con el que mantiene una relación simbionte de la que depende para sobrevivir. Despojados de sus colores y sometidos al estrés provocado por las altas temperaturas, los arrecifes acaban condenados un progresivo declive.
Lo que está en juego
Los océanos nos alimentan, regulan la temperatura y afectan nuestro clima. Obtenemos un poco más de la mitad del oxígeno que respiramos gracias a los océanos. Este oxígeno se produce en gran parte por la fotosíntesis de billones de fitoplancton, o pequeñas plantas en el océano, así como por la mezcla de agua de mar con la atmósfera que se encuentra justo en la superficie del océano.
La disminución de la vida silvestre del océano, la contaminación a escala industrial y otras actividades humanas están causando “interrupciones sin precedentes” en el ciclo de nutrientes del fitoplancton y los ecosistemas que han estado en desarrollo durante cientos de millones de años. El resultado es una disminución acelerada de los niveles de oxígeno en el océano que afecta el clima, y el ciclo de carbono de la tierra, y naturalmente, también la vida en la tierra.
Dependemos del océano no solo por el aire que respiramos y los alimentos que consumimos, sino también por sus corrientes, que regulan el clima de la tierra para hacer que los lugares en los que vivimos sean habitables. Esto acentúa la importancia de monitorear la salud de los océanos y comprender el impacto de la actividad humana en nuestro medio ambiente.
Fuentes: National Geographic, Ecología Verde y Mundo Geo