Me encantan los relatos, las historias pequeñitas; adoro cuando tengo una idea y me siento a escribirla. Siempre pensé que los pequeños relatos o las pequeñas historias ocultan grandes emociones que si las escribo rapidito se van a notar menos. Emociones terapéuticas, que se largan a la pantalla en blanco, onda a ver qué sale.
Cuando uno está mucho tiempo en soledad -en una cuarentena sanadora de muchas cosas-, las células cerebrales se activan y me ponen en peligro de alegrarme mucho o entristecerme de la misma forma y aparecen preguntas que me hago, que nos hacemos todos.
¿Tengo miedos? Sí, los tengo y sé que cuanto antes los acepte van a desaparecer; también pienso en si me miro mucho al espejo o el ombligo y sí, me miro más el ombligo que al espejo.
Tuve un día notable durante el día y a las tres de la mañana pensé: ¡qué loco!, son las tres de la mañana, miré al costado y una frase me atrapó el pensamiento, una que jamás pronuncié.
Me desperté y la frase me seguía molestando. Vieron que el mundo te depara sorpresas cuando menos te lo esperas. Nada permanece igual y en un segundo salimos de órbita. ¡Paff! Nos sentaron de un puñetazo.
Esa frase, esa frase. Qué raro, me pongo a recordar los momentos más difíciles de mi vida y no, no la dije nunca. ¡Qué horror!, de todo lo que me privé y nos privamos.
No creo haya dos palabras más bellas que las de la frase con la que me desperté: “quédate conmigo”. Sí, justo ahora aparece esta maldita frase. Justo ahora y una lágrima de esas resistentes corrió, no sé de qué lado de mi rostro, sin poder evitarla. Así aprendí algo nuevo: lo que perdí en el fuego, siempre renacerá en las cenizas.
En estos días difíciles donde amigos, conocidos y muchísima gente no la está pasando bien, no nos vayamos. No nos vayamos cuando veamos que somos pocos, ni cuando las cosas se pongan bravas: no nos desanimemos.
No huyamos cuando descubramos que el otro no quiere ver nuestros colores y dolores, ni cuando quiere mostrarnos los suyos: no nos acobardemos. ¿A qué me refiero? A que no quitemos el cuerpo cuando falte la sonrisa o cuando callen las carcajadas.
El abandono, ese: “Me dejaron solo”; “No soy más querido”; “No valgo la pena” ; “No me miran más”. Y entonces, pienso, “si me dejaron, dejo”. “Si me abandonaron, abandono”. “Si no me miran, no miro”.
Así, sentimos todos, alguna vez. Todos podemos dar cuenta de sentimientos de abandono más o menos profundo. Incluso hasta muy grandes, debemos superar miles de sensaciones de abandono. Una pareja que no va más, al ser despedidos de un empleo, los hijos que no nos visitan, las amigas que “desaparecen” y miles de otras instancias en las que terminamos diciendo “me quedé afuera”.
Cuando estemos en casa, cambiemos el ojo acusador por un rato para ayudarnos sin criticar, sin juzgar, tratamos de no tirar comentarios innecesarios, nunca se sabe cómo están del otro lado. No nos hagamos los desentendidos. No nos abandonemos. No abandonemos.
Y sí, quédate conmigo. Agradezcamos, estamos en nuestros hogares seguros, hay muchos que no lo están. Así que brindemos en la distancia, por estar, permanecer, por la vida, la salud y la esperanza. Hasta la próxima.