Los Estados Unidos de América apenas llevaban “unidos” poco más de ochenta años cuando la nación fue sacudida por la Guerra Civil. Una nación donde se fraguaban dos sociedades, cada una con modelos sociales, políticos y económicos distintos.
En cuatro décadas había visto multiplicarse varias veces su territorio, la compra de Luisiana a Francia, Florida a España, la anexión de Texas y la posterior guerra con México. De este modo, en el espacio de una generación, había nacido un enorme pero aún vacío, imperio y conforme se expansionaba también fue adquiriendo mayores proporciones el problema de impedir que las fricciones y conflictos internos la deshicieran.
El ambiente político de los Estados del Norte y del Sur había quedado moldeado por el interés del segundo en sus plantaciones y en la conservación de la esclavitud, mientras el primero se inclinaba hacia el comercio, la navegación y los intereses financieros.
De un lado se encontraban los agricultores deudores, y por otro los capitalistas acreedores. Después de la Independencia, los primeros fueron representados por el partido demócrata de Thomas Jefferson y los últimos por los federalistas (más tarde republicanos) bajo Alexander Hamilton.
El factor principal de futuras disensiones entre Norte y Sur fue la impotencia política de la Constitución bajo la cual se gobernaban los estados.
La Secesión de la Unión no sólo era una idea y un rumor, pronto se llevará a cabo. Los derechos estatales del Sur eran más importantes que las leyes federales. En febrero de 1861 los estados secesionados se reunieron
en Alabama para forma una nueva nación: Los Estados Confederados de América.
Dos modelos no podían coexistir en el territorio. Los sureños al mando de Jefferson Davis atacaron al fuerte Sumter de los federales, Abraham Lincoln esperó esa movida y comenzó a gestarse una guerra determinante para los EEUU y hacia futuro, para el mundo.