Por Paco del Pino
Uno de los fenómenos menos explorados del confinamiento al que el COVID-19 sometió a todo el planeta durante los últimos nueve meses (un parto, como quien dice) es la evidencia de que la pandemia encontró a gran parte de la humanidad en el lugar equivocado y con la gente equivocada.
La irritación social que generaron desde un principio las medidas preventivas deja en claro que muchos no estaban donde querían estar: encerrados en un departamento céntrico de una gran capital (o en un suburbio periférico, lejos de las comodidades urbanas y sin acceso a ciertos servicios), cumpliendo tareas que no querían hacer y conviviendo con una familia o un entorno al que no se soporta más que un ratito a la mañana y otro a la noche.
En ese contexto, es cierto que sin los sistemas y servicios de telecomunicaciones nos hubiera sido imposible seguir con nuestras vidas cotidianas de una forma más o menos aceptable, al menos en los procesos más básicos para una sociedad: el de enseñanza-aprendizaje, el laboral y el de consumo.
Hasta ahora, para muchos, internet era fundamentalmente una herramienta para su ocio o para las relaciones personales (reales o ficticias). Pero de golpe se ha convertido en un servicio indispensable para la productividad. Y ese cambio de perspectiva fue -nunca mejor dicho- vital.
No es eje de este ENFOQUE cómo esa dependencia digital ha profundizado hasta el extremo la brecha social, pero no está de más recordar que contextos técnicos y económicos han ido dejando rezagadas a muchas personas en todo el planeta: jóvenes prácticamente eyectados del sistema educativo, adultos mayores incapacitados para manejar las nuevas tecnologías, regiones enteras desconectadas o con conexiones de baja calidad…
Siendo aquello lo más importante que nos está pasando, y reconociendo el esfuerzo voluntarista de gobiernos, estados e incluso sociedades por minimizar esas carencias, me refiero hoy al impacto de ese “virus de la digitalización” en las vidas cotidianas de la minoría “privilegiada” que sí cuenta (contamos) con la infraestructura y los medios necesarios para darnos el “lujo” de permanecer “conectados”.
Del trabajo a distancia a la oficina en casa
El concepto de teletrabajo desarrollado en 1973 por Jack Nilles, consistente en “llevar el trabajo al trabajador” y organizarlo desde cualquier sitio y en cualquier momento, ha quedado casi tan desactualizado como aquellas fábricas y oficinas con máquinas en cadena o filas y columnas de escritorios vigilados físicamente (desde una atalaya o un entrepiso) por “el jefe”.
Hoy nos encuentra a jefes y subordinados cada uno por su lado, deslocalizados, enredados en una maraña de mensajes en múltiples plataformas y conversaciones a distancia, despersonalizadas, sin matices, casi sin gestos, sin margen para complicidades o sobreentendidos porque conducen irremediablemente al error o la mala interpretación.
Así, “no podemos determinar con exactitud qué se llevará por delante la pandemia del coronavirus de manera permanente y qué seguirá siendo como antes. Pero ante nosotros se despliegan hoy dos caminos divergentes. Por una parte, no podemos sino maravillarnos de los increíbles avances protagonizados en las últimas semanas por la digitalización. Y por otra, nos morimos de ganas de abrazar de nuevo la vida analógica (y por ende, también de regresar a la oficina)”, concluye Jürgen Scharrer en un artículo para la revista Horizon.
Pero el entorno laboral cambió para siempre y ese “regreso a la oficina” en la “nueva normalidad” implicará -o ha implicado ya- el rediseño de los lugares de trabajo, una mayor flexibilidad de los entornos laborales y un giro copernicano en la gestión de los recursos humanos.
Lejos empiezan a quedar aquellos promisorios (si no directamente ilusorios) frescos modernistas de las últimas dos décadas donde se dibujaba el teletrabajo como la piedra filosofal que permitiría armonizar la vida laboral con la familiar, “ganar dinero cómodamente desde casa” y “ser más productivo trabajando menos”.
Porque el teletrabajo no es un “invento” pospandemia, pero con ella -y con la cuasi obligatoriedad que impuso- ha mostrado su cara menos amable. Ahora rebautizado como “home office” (la noción de “oficina en casa” es claramente menos atractiva que la de “trabajo a distancia”), empieza a develar su verdadero rostro fordiano.
En “modo oscuro”
En su versión original, el teletrabajo era la zanahoria posmoderna mediante la cual mantener a la masa laboral en modo permanentemente productivo, bajo la ilusión de que no se está trabajando o se está trabajando con más comodidad. En líneas generales, quienes apostaron voluntariamente a esta modalidad no lograron armonizar su vida laboral y familiar: o adaptaron los ritmos de su familia a los de su trabajo o amoldaron su jornada laboral a las obligaciones y placeres hogareños, de forma que al “no tener horarios” las jornadas laborales se extendieron a 24 horas diarias, con sucesivas pausas para almorzar, dormir, dar un paseo o jugar con los niños.
No dejaba de ser todo muy lúdico y humanizado… hasta que se convirtió en una obligación. Nada de bajar al bar de la esquina a comer un sándwich, había que cocinar en casa. Nadie atendía a tus hijos en el horario escolar, los tenías correteando alrededor de tu computadora y, lo que es peor, tenías que prestársela para hacer la tarea… Así, hasta el hartazgo de la vida familiar… y también de la laboral.
El filósofo italiano Maurizio Ferraris recuerda al respecto que “en el siglo XIX se han escrito páginas y páginas sobre la despiadada movilidad laboral de la humanidad. En el siglo XX se han escrito otras tantas páginas, mucho menos emotivas, sobre las horas de ocio y de pasividad de la era mediática, sobre el atontamiento de las conciencias (…) Nuestro milenio se caracteriza por un fenómeno peculiar e imprevisible: una movilidad total, incluso más extrema de la que pudieron imaginar los capitalistas decimonónicos. El trabajo nocturno y el infantil en la web son la norma, no la excepción, y ninguna medida legal o humanitaria trata de remediarlo”. Y para colmo “la movilidad tiene lugar sin su contrapartida financiera para aquellos movilizados voluntarios que se hacen cargo de sus propios medios de producción en un proceso de autovalorización que es, al mismo tiempo, una autoexplotación”.
No quiere esto decir ni mucho menos que cualquier tiempo pasado fue mejor en materia laboral ni que el teletrabajo es un invento demoníaco que conduce a nuestra implosión como sociedad. Quizás sí corramos el riesgo de convertirlo en el nuevo “opio del pueblo”, como en su momento lo fueron (o siguen siendo) la religión y el fútbol. Pero al fin y al cabo es volver al eterno debate sobre la neutralidad de cada nueva herramienta: su calidad no es intrínseca, sino que se la otorga el uso que se hace de ella.
Antes decíamos que cuando el teletrabajo es voluntario presenta matices más amables que si se convierte en obligatorio. Y no cabe duda de que en determinados contextos, para determinadas tareas y sobre todo en determinadas profesiones o actividades puede resultar mucho más útil y económico tanto para empleador como para empleado, y especialmente si ambas categorías convergen en la misma persona como trabajador por cuenta propia.
Pero la amenaza de que se termine imponiendo como sistema laboral (latente desde el inicio de la posmodernidad y casi hiperventilada en las proyecciones post COVID) debe llamar a un balance sobre potenciales ganancias y pérdidas, no sólo desde el lado del trabajador sino también desde el empresarial y, eventualmente, el estatal.
De productores a productos
Dicho esto, cabe apuntar la faceta acaso más sorprendente de este nuevo fenómeno de la posmodernidad: la convivencia casi sin fricciones entre la continua conquista y extensión de derechos en la vida pública y la autoesclavitud a la que nos sometemos como individuos en la esfera (semi) privada, donde no sólo estamos dispuestos a permanecer en modo “on” las 24 horas del día, siete días de la semana, sino que además lo hacemos como productores pero sobre todo como producto. Porque no debemos olvidar que para las redes sociales nosotros los usuarios somos el producto. Y un producto extremadamente rentable.
De nuevo en palabras de Ferraris, “no hay un solo momento de la vida del trabajador que no esté alienado por (…) un trabajo que se prolongue durante toda la jornada (dicho de una manera banal, es virtualmente posible que en cualquier momento se nos exija responder a un mail) y, de forma vistosamente contradictoria, parece como si no hubiera ni rastro de alienación, ya que la variedad de los deberes y la falta de horarios del trabajador ponen en marcha la plena -si bien irónica- realización del trabajo en la sociedad comunista: la misma persona que puede verse obligada a contestar a un mail en mitad de la noche puede, durante el horario de trabajo, confeccionar una entrada en Wikipedia o, más verosímil, actualizar su estado en las redes sociales”.
“¿Quién estaría dispuesto a trabajar gratis cargando contribuciones que producen riqueza sólo para las compañías que las gestionan, y comprando sus propios medios de producción (móviles, ordenadores)? Pues más de la mitad del mundo, es decir, todos los que están en las redes sociales”, alerta el filósofo contemporáneo, haciendo hincapié en el “carácter fastuosamente antieconómico de nuestra vida”, animada por el afán de reconocimiento por parte del prójimo, ese factor tan característico de una posmodernidad que no termina de resolver el eterno dilema entre fama y popularidad.