Sobrevuela la idea de que las restricciones impuestas en la mayoría de los países afectados por el COVID-19, pierden su efecto, que gran parte de la población no acata las medidas, se relaja y no entiende el peligro al que se enfrenta. Muchos equipos de gobierno se quejan en público y en privado -con datos que parecen avalarlos-, sobre la conducta de sus ciudadanos respecto al seguimiento de las normas o recomendaciones que ellos emanan.
Pues bien, es al revés. Quienes no logran comprender lo que sucede, suelen ser los encargados de la gestión pública, y no sus gobernados. ¿Y qué es lo que no entienden? Los aspectos científicos implicados en el comportamiento humano, especialmente cómo reaccionamos ante el miedo y la amenaza.
La gravedad de este problema es que muchas de las medidas públicas implementadas resultan ineficaces o ineficientes, cuando no contraproducentes.
La respuesta emocional del miedo es -como el resto de emociones básicas- una forma universal de reaccionar ante un estímulo, en este caso, el estímulo lo constituye un peligro o amenaza, sea ésta real o percibida, ante la que tememos.
Nuestra respuesta al miedo puede ser variada. Si creemos que contamos con los recursos para hacerle frente, reaccionaremos buscando formas de resolver la situación de peligro nosotros/as mismos/as.
Si por el contrario, sentimos que no tenemos recursos propios para afrontar la amenaza, existen dos caminos alternativos: o bien invocamos la protección de otras personas, o bien nos resignamos entregándonos pasivamente.
Además, el miedo como respuesta emocional necesita la percepción de amenaza para poder sostenerse en el tiempo. Si la percepción de amenaza baja, el miedo disminuye, y volvemos paulatinamente a retomar nuestras conductas habituales. Aquí reside una de las respuestas a nuestro interrogante: el miedo funciona mientras percibamos la situación como una amenaza, y esa percepción va a descender a medida que el tiempo avance.
¿Miedo funcional o disfuncional?
Como ilustramos en el cuadro, el miedo está relacionado con el nivel de certidumbre o incertidumbre; es decir, el miedo combinado con la anticipación nos provocará ansiedad, mientras que si está combinado con la sorpresa, tendremos una respuesta de pánico.
Cuando al miedo le sumamos el factor sorpresa de la amenaza (lo inesperado), tenemos reacciones de susto, pánico o en más intensidad, de espanto. Esta reacción suele durar muy poco tiempo. Cuando el miedo es anticipado, en cambio, sentimos temor e inseguridad, y su duración puede ser más sostenida en el tiempo que la primera.
Sin embargo, en todos los casos, las reacciones de miedo están diseñadas para durar un espacio de tiempo relativamente corto, es éste el caso del miedo funcional. En el caso de que el miedo se prolongue en el tiempo una vez la amenaza real no existe, lo denominamos miedo disfuncional o patológico.
El problema en el caso de la pandemia es que el miedo pasó de provocar pánico a diluirse en un estado de ansiedad, donde la amenaza deja de ser efectiva porque no se percibe un resultado negativo, o no se lo atribuimos a nuestra acción, es decir nuestra acción y responsabilidad personal queda camuflada detrás del anonimato social.
Si a ésto le sumamos la necesidad psicológica de volver a la actividad cotidiana, tenemos un cúmulo de creciente inestabilidad emocional con efectos más o menos severos en nuestra salud mental.
Si los equipos de gobierno pretenden que sus medidas sean acatadas, van a necesitar que los comités de expertos incluyan especialistas del comportamiento humano, para ayudar a prever la efectividad de las medidas.
El miedo puede funcionar como estrategia, sí, pero sólo a corto plazo. Dado que el miedo está asociado con la facultad percibida de afrontar el problema, al aumentar la certidumbre, la ansiedad baja y el escenario de pánico, desaparece como opción. Si lo que se pretende es disminuir la sensación de miedo y reemplazarla por una de responsabilidad, claro está.
Esta es la razón por la que la gente consume tanta información en los medios: intentamos buscar certidumbre, aumentar nuestro conocimiento y capacidades de acción frente a un problema que sentimos que nos desborda. Lamentablemente en la mayoría de los casos, la información está desorganizada y no cumple la regla de darnos certidumbre, produciendo más de aquello que se quiere evitar: desconcierto, incertidumbre y ansiedad.
Del alarmismo a la alerta informada
Deberíamos ser capaces de cambiar la emoción de miedo disfuncional, improductivo o alarmismo, por una alerta informada, mucho más funcional o productiva, donde la sensación de control aumente y la ansiedad disminuya. La forma de pasar de un estado a otro se puede dar obteniendo información de calidad y estableciendo una relación de confianza con la fuente que nos provee dicha información.
El Estado, ¿protector?
Los estados, por su papel de establecer o mantener el orden social, suelen asumir un rol “parental” sobre los ciudadanos. Hay un contrato más o menos explícito, donde el Estado -cual madre o padre- nos cuida y nos protege; por su parte los ciudadanos deben hacer lo que él indica.
Esta relación suele ser productiva cuando hay legitimidad y confianza (devenida de la experiencia o de la esperanza), ya que se logra resolver gran parte de la ansiedad que el peligro o amenaza genera. Si obtenemos alarmismo, nuestro compromiso será breve. Si nos evoca una alerta informada, desarrollaremos un compromiso mucho más duradero.
Por Saxa Stefani Irizar
Psicólogo, investigador y docente