Por: Evelin Inés Rucker
Anoche me desperté sobresaltada por un fuerte golpe en la cama. Eran las tres de la mañana y Josefina había llegado para dictarme parte de la historia que no creía recordar.
La negra oscuridad me acobardó en mis pensamientos profanos, aquellos que hoy quisiera olvidar pero increíble y desacertadamente me inundan en la negrura total de la noche.
En mi estado de ensoñación casi despierta luché por no salirme del sueño; pretendí hacerle creer que recordaría el mensaje y lo plasmaría en papel a la mañana. Pero ella sabía que tanto la inspiración como los fantasmas desaparecen rápidamente al llegar el alba.
Su acuciante manera de contarme al oído hizo que dejara las tinieblas de la noche y ocupara mi papel de escriba para transmitir sus deseos. Su voz flotaba transparente en la penumbra de mi casa.
Mi sensible gata negra la miraba sin molestarnos intentando entender la necesidad de un cuaderno cuadriculado y la sombra gris que pronunciaba palabras volcadas al papel.
Supuse que venía a contarme su historia, pero me aclaró que mis sospechas sobre su fallido embarazo eran ciertas y que no necesitaba darme datos sobre Miguela, yo los tenía claramente marcados en el puño, esperando el momento en que la tinta les diera vida emancipada.
Quería contarme de Hildegart. Y para eso debía yo estar muy despierta.
Así me dijo desde el más allá:
_ No se habla de lo que causa tanto sufrimiento, tanta vergüenza. Pero hoy vengo a contártelo, para ayudarte, para que sepas.
Mientras ella hablaba, yo presentía una insípida historia cualquiera.
_ Hildegart trabajó desde muy pequeña; sabés que se quedó sola después de que su madre partiera. Estaba aprendiendo recién a leer cuando Victoriano la sedujo delicada y pacientemente. Con diecisiete años en llamas, esa belleza infantil que le brotaba del alma y la picardía que la caracterizaba, había comenzado el atrasado camino de leer y escribir por su propia cuenta.
Victoriano la había tomado en esos días un poco bajo su tutela y ella se encargaba de limpiar el estudio jurídico. El lugar no era grande, clásico para lo que en la época significaba la oficina de un abogado socio de sus hijos que lo heredaban en profesión. Algunos detalles de mal gusto inundaban el despacho. Me preocupó siempre la magnitud de las descripciones que hacía Hildegart del lugar: amplio, enorme, inmenso. Evidentemente sobredimensionaba todo lo que tuviera relación con él de la misma manera.
Mantener todo impecable y sentirse amada formaba parte de su vida.
Aunque no era un gran amante fue imposible que la encaprichada mujercita lo descubriera.
Estaba tan embobada que solamente pensaba en superarse para él, poder leer todo lo que encontrara en el estudio.
Y comenzó por la placa de bronce que impactaba en la entrada:
“ Dr. Victoriano Goetz y asociados – Abogados Penalistas”
_ ¿Por qué pensás que esto puede servirme? Hildegart fue una tía bisabuela que murió de amor soltera y triste; yo no la conocí.
_ Dejá que termine de contar la historia.
En estos días de caricias escondidas y besos apasionados, la lectura ocupaba cada momento libre. Aprendía rápida y fatídicamente. Deletreaba los carteles de la calle, los títulos de los diarios, los precios del almacén. Pero siempre a escondidas. Victoriano aún no lo sabía; lo sorprendería. Ya llegaría el día en que pudiese sentirse segura de la lectura, orgullosa de su logro y se lo enseñaría. Tal vez entonces abandonara a su esposa por ella… tal vez. Victoriano, con la experiencia de sus sesenta años, no se lo había prometido nunca, en realidad tampoco habían hablado del tema, pero… tal vez. La seducción pasaba nada más que por promesas inconclusas, disparadas en caricias extasiadas.
Aquella paupérrima mañana de noviembre en que comenzó a quedar indefectiblemente sola, su optimismo exacerbado por las ganas de abrazarlo hizo que buscara cualquier cosa posible de ser leída con desesperación y con ganas.
Y así vio el papel con membrete del estudio Dr. Victoriano Goetz y asociados – Abogados Penalistas, con un trazo de letras que habían quedado marcadas por la fuerza y la vehemencia con que fueron escritas en, seguramente, una hoja que antecediera a ésta.
Adivinaba un mensaje importante, tal vez secreto en la caligrafía de su hombre amado. Y utilizó un lápiz negro de punta fina para marcar las líneas que hundidas en el acolchado block de papel le intrigaban. Las palabras fueron apareciendo increíblemente claras, increíblemente mansas:
“Ángel: no puedo esperar al martes para verte”.
Este fue el segundo en que Hildegart comenzó a morir por amor. Aquí comenzó su muerte sin darse cuenta de que Victoriano estaba parado detrás de ella queriendo explicarle que se trataba de un contador amigo, que no era un él, era ella, Angélica o Ángeles, que… Que lo que leyó no existía.
Victoriano estaba asustado y enojado al mismo tiempo. Su pretendida elegancia no conlleva en ese momento con el discurso poco claro que derrama entrecortadamente. Su compulsión a ver a Ángel lo llenaba de culpa. Intuía en su fragilidad que saturándose de mujeres distintas lograría defenderse de su atracción a los hombres.
En realidad no le explicó, por el miedo inmenso que lo acobardaba, que las cartas a Ángel habían sido casi diarias desde hacía algún tiempo, que se amaban a escondidas, que no tenía el valor suficiente para contar la homosexualidad que lo inundaba.
Cuando volví a levantar los ojos buscando los profundamente celestes en la borrosa cara de Josefina, descubrí que estaba sola con mi gata negra mirándome aún sorprendida.
Intenté seguir contando la historia pero los recuerdos ya no fluían. Traté de pensar a Hildegart en las veces que de ella escuchara siendo yo muy chica.
_ Murió de amor.
¿Murió de amor?, ¿murió de dolor?
El amor no mata, el amor no duele.
_ El engaño no es amor, por eso duele.
_ Duele la mentira.
_ Si, duele
Sentí otra vez la presencia de Josefina sin verla. Tenía una pregunta más que se me atragantaba. La pronuncié despacito y en voz alta:
_ ¿Por qué me contás esta historia?
Silencio pesado. Silencio de años de una tumba olvidada. Creí nuevamente que ya no estaba, que su visita había terminado.
_ Te cuento esta historia porque la conozco. Te la cuento para limpiar el dolor que a borbotones aún hoy, desde la tumba de Hildegart brota.