Con los primeros albores del día, Belgrano empezó su descenso a la tierra. Al llegar a Rosario, al sitio donde enarboló por primera vez la enseña nacional, se sorprendió con un gran monumento que se había emplazado a pocos metros de allí.
Recorriéndolo, vio muchas plaquetas conmemorativas y descubrió a través de ellas, que se había inaugurado el 20 de junio de 1957. Esta impactante obra tenía un gran patio, interminables escaleras, magníficas esculturas y un fastuoso propileo donde siempre estaba encendida una llama votiva.
Todo el conjunto estaba coronado por una torre infinita, desde cuya cúspide se podía ver el río y la ciudad. Recorriendo el interior del complejo escultórico, Belgrano se encontró con una sala donde había banderas de diferentes lugares de América y en la cual también halló muchas imágenes.
Esto fue algo que llamó poderosamente su atención, ya en su época se usaban las pinturas para retratar a las personas o a las batallas y, a diferencia de aquellas, éstas eran tan reales que no podía salir de su asombro. Entre las muchas ilustraciones que había colgadas en diferentes cuadros, se detuvo en algunas en las que se veía a niños con uniforme blanco. Por los epígrafes que había en cada una, pudo interpretar que eran escolares haciendo la promesa de lealtad a la bandera, y que dicho acto se realizaba cada año para conmemorar el aniversario de su fallecimiento. Esto lo llenó de emoción porque pensó que el lugar, en pocas horas, estaría repleto de personas para presenciar tan importante acontecimiento. De esta manera, podría corroborar de primera mano, si el objetivo de su viaje había tenido sentido.
Decidió esperar sentado en lo más alto del monumento, desde donde seguramente tendría una vista privilegiada. Las horas pasaban más rápido de lo que hubiera esperado y la ansiedad lo devoraba a cada instante. Encima, para su decepción, nadie aparecía ni por asomo en los alrededores. Belgrano aguardó pacientemente durante varias horas, hasta que el atardecer comenzó a dibujarse en el horizonte del Paraná. Repentinamente aquella algarabía inicial mudó en una especie de tristeza que lo invadió por completo. Faltaban pocos minutos para que el tiempo que le había sido otorgado finalizara y marcara así el inicio de su retorno a su eterna morada.
¿Acaso se había equivocado tan groseramente? ¿Sería posible que nadie se hubiera acordado de su máxima creación? ¿Ya no quedaba en su pueblo el espíritu patriótico que marcó su vida pasada? Mientras aquellas preguntas retóricas lo atormentaban, escuchó una voz fuerte que repetía a modo de letanía: “Se recomienda a la población en general, guardar el estricto acatamiento de las normas establecidas en el marco de la pandemia por el Covid-19, respetando el aislamiento social, preventivo y obligatorio”.
A medida que emprendía su retorno, observó sorprendido y ya a lo lejos, como algunas personas, a pesar de aquella advertencia, igual trabajaban ayudando a otras que lo necesitaban desde las profesiones, oficios y roles más diversos. Entonces comprendió, como si se tratase de una verdad revelada, el motivo de tanta ausencia.
Si bien no entendía la totalidad de lo que veía y escuchaba, pudo inferir que al igual que en el pasado, son las pequeñas acciones las que ayudan a construir la patria grande.
Al llegar al “Olimpo Criollo”, sus vecinos le preguntaron por la experiencia que había vivido, cuyo relato sí le estaba permitido compartir, a manera de excepción. El General se paró frente a todos y lacónicamente dijo: “Sólo puedo decirles que el espíritu de patriotismo no lo encontré en los grandes monumentos que homenajean nuestra memoria, o en los ritualismos simbólicos que realzan nuestras creaciones. Más bien lo hallé en los gestos cotidianos de aquellos hombres y mujeres que, con su labor, honran nuestro legado”.
Luego de aquellas palabras, conmovidos todos volvieron a sus rutinas, esperando la votación del próximo año.
Por Marcelo Horacio Dacher.