Por Paco del Pino
Escena uno: una banana pegada con cinta adhesiva al muro de una galería de arte. Así es “Comedian”, la última “obra” del polémico artista italiano Maurizio Cattelan.
Escena dos: una pareja compra la “obra” por 120 mil dólares.
Escena tres: el público concurre en masa a la galería, las redes sociales se inundan de selfies, videos y memes con la banana adherida a la pared. Incluso las calles se pueblan de grafitis con “versiones” de “Comedian”.
Escena cuatro: otro artista, el estadounidense David Datuna, se hace filmar arrancando la banana de la pared y comiéndosela. Él mismo lo define como una performance que titula “Artista hambriento”.
Escena cinco: reponen la banana y se venden otras dos ediciones de la misma instalación.
Escena seis: finalmente la “obra” es retirada debido a que los organizadores consideran que la multitud que concurre a verla (y fotografiarse con ella) es “incontrolable”.
Todo ello ocurrió el mes pasado en la Art Basel Miami (Florida, Estados Unidos), una de las ferias de arte contemporáneo más prestigiosas y que, de esta forma, entró también ahora en la órbita del gran público.
Nada de lo anterior es nuevo: ni la presentación de “obras disruptivas” en las ferias de arte, ni las performances o happenings como la escena cuatro, ni que se paguen precios astronómicos por creaciones de discutible valor. Ni siquiera es nuevo convertir a una banana en objeto artístico: ya lo hizo Andy Warhol en 1967, para ilustrar la portada del primer disco de Velvet Underground.
En el fondo, se trata de un eslabón más en la larga secuencia histórica de provocaciones en el arte… o una versión sofisticada del arte de la provocación. Al punto de que cada acto de esta pantomima (de la idea del objeto al objeto en sí mismo y, después, a la performance para las redes sociales) no deja de tener cierto aroma a una cuidadosa puesta en escena que, de ser así, evidentemente cumplió sus objetivos.
Y no se usa aquí el término pantomima con tono despectivo, sino ceñido a su definición canónica: como “representación teatral en la que los actores no se expresan con palabras, sino con gestos”, o eventualmente como “engaño o fingimiento para ocultar una cosa”.
De hecho, según la galería francesa Perrotin, encargada de presentar “Comedian” en el Art Basel, la obra ideada por Maurizio Cattelan “ofrece una visión de cómo asignamos valor y qué tipo de objetos valoramos”.
Sin embargo, como metáfora, la banana pegada a la pared con cinta adhesiva no parece remitir, por ejemplo, a una denuncia sobre carencias alimenticias en un mundo materialista, por más que uno de los directores de la galería remarcara que “el plátano es la idea”, como “un símbolo del comercio global, un doble sentido, así como un artefacto para el humor”.
Si junto a la banana hubiera inmovilizado contra el muro la figura de una persona (como el mismo Cattelan ya hizo en 1999), el mensaje se habría acercado un poco más a esa línea interpretativa. Pero tal y como está (estaba), y tras la gacetilla de prensa de los galeristas, parece que el verdadero simbolismo se refiere a lo que termina siendo el gran protagonista de esta historia: los 120 mil dólares que se pagaron por adquirir la instalación.
De ahí que el episodio de Miami haya reabierto el debate acerca de los límites entre la provocación como hecho artístico y el arte de la provocación como hecho económico.
Un debate cuyo origen se puede datar (de forma tan arbitraria como cualquier otra) entre 1928 y 1929, cuando René Magritte lanzó su serie “La traición de las imágenes”, con la icónica (y platónica) pipa de fumar acompañada por la inscripción “Esto no es una pipa”, marcando la distancia entre la representación del objeto y el objeto en sí mismo.
A partir de allí (o incluso unos años antes, con la aparición de los primeros “ismos”, como el cubismo o el futurismo), el arte tal y como se entendió durante milenios se transformó drásticamente: las artes plásticas dejaron de limitarse a reproducir “realidades” lo más fielmente posible, la belleza se despojó de sus cánones históricos y los objetos cotidianos comenzaron a poblar las galerías y museos.
Las figuras descompuestas en piezas cuadrangulares firmadas por el español Picasso o el francés Braque, las manchas de color presuntamente aleatorias del ruso Kandinski o la truculenta apuesta por la fealdad del inglés Francis Bacon sorprendían y escandalizaban a partes iguales a los mismos que medio siglo antes no daban crédito a los personalísimos trazos del holandés Van Gogh o a las esculturas deformes de Auguste Rodin.
Ese estallido dejó un campo minado a las generaciones futuras, que empezaron a debatirse entre la fama y la popularidad, entre crear obras maestras o llamar la atención (sólo algunos elegidos podrían lograr ambas cosas a la vez). Y, acompañando las transformaciones sociales, el dilema fue mutando a hacer arte vs. vivir del arte, otra falsa dicotomía que se fue haciendo verdadera a golpe de casos emblemáticos.
El mercado del arte fue engordando, aunque no fueron los artistas los que se hicieron millonarios, sino sus representantes. A los artistas les quedaba el impacto social. Cada uno quería al menos los quince minutos de fama que el ícono pop Andy Warhol prometía para todos los habitantes del planeta. Por eso abrieron múltiples vías de experimentación, al ritmo de una sociedad donde el “vale todo” cobraba cada vez más fuerza.
El mencionado Warhol sacudió el mundo del arte en los turbulentos años 60 al convertirse en su propia marca para la sociedad de consumo. Sus series industrializadas de retratos de Marilyn Monroe o de latas de sopa Campbell se cotizaban a fortunas en el mercado, pero con la suficiente autenticidad y naturalidad como para dejar una huella imborrable por la que después no dudaron en transitar algunos genuinos sucesores como Roy Lichtenstein pero también millones de imitadores sin talento.
El propio Maurizio Cattelan, creador de “Comedian”, ya tenía otros antecedentes con la polémica: en 2016, instaló en el Museo Guggenheim de Nueva York un inodoro de oro macizo (de 18 quilates) totalmente funcional, al que tituló “América” y que podía ser usado por los visitantes.
Pero tampoco era muy novedoso este atrevido guiño escatológico: el francés Marcel Duchamps ya había revolucionado todo casi un siglo antes, en 1917 (año de revoluciones), al presentar un mingitorio invertido para la expo anual de la Sociedad de Artistas Independientes. El tipo compró un urinario blanco de porcelana, lo tituló “Fuente”, lo firmó con el seudónimo de R. Mutt y de esta forma creó la que está catalogada como la primera obra de arte conceptual y como “la más influyente del siglo XX”.
Paralelamente, en la misma época de Warhol, la exploración de las fronteras entre el arte y la provocación parió los llamados “happenings”, como uno de sus precursores, Allan Kaprow, bautizó en 1959 a los hechos artísticos en los que el espectador entraba a formar parte de la obra y ésta, a su vez, salía de la formalidad de las galerías y museos para instalarse en espacios como almacenes, gimnasios o directamente la vía pública.
Como evolución natural o contra natura, fueron apareciendo así el arte callejero como los grafiti y el arte efímero del que hoy quedan como crecientes exponentes los escultores en hielo o en la arena de la playa.
Pero también se recorrió el camino inverso y las galerías y museos se convirtieron en escenarios teatrales (o circos) en los que se asentaron ejemplos de “arte vivo”. Obras-rompecabezas que cada visitante podía armar a su gusto, figuras para tocar, lienzos para pisar, o la famosa “Sala de la destrucción” (The Obliteration Room) de la japonesa Yayoi Kusama son algunos ejemplos de ello.
De aquellas performances sesentistas abreva también la contemporánea actitud de David Datuna al comerse ante las cámaras la banana de Cattelan. Pero ¿saben qué? Aparentemente tampoco fue el primero al que se le ocurrió esa idea: Danilo Maldonado, un artista urbano cubano radicado en Miami más conocido como “El Sexto”, se grabó simulando que robaba la banana de Art Basel y luego se la comía y colgó el video en Instagram el sábado a mediodía, una hora antes de la entrada en escena de Datuna.
Al margen de disquisiciones sobre autenticidad, originalidad, brillantez, pionerismo o cualquier otro atributo que nunca va a poner a todos de acuerdo en el planeta arte, lo cierto es que, como opinó el grafitero cubano “El Sexto” después del revuelo causado por Cattelan, “Comedian” ha logrado su objetivo, que no era otro que “el desconcierto total”, porque “toda obra de arte quiere que se hable de ella o que se cree una expectativa o una discusión alrededor de ella, pero esta obra lo sobrepasó”.
Tanto es así que, aprovechando el oleaje de la era tecnológica, comenzaron a aparecer de inmediato videos de artistas comiéndose una banana, grafitis en la principal vía de Miami y hasta prendas de ropa con la fruta y la cinta adhesiva. Las redes se llenaron de diferentes versiones de “Comedian”, como el de un usuario de Twitter que pegó un mouse de computadora a la pared, otro que le pegó la oreja a un retrato de Van Gogh con la misma cinta adhesiva que usó Cattelan o una empresa que en un video publicitario en vez de banana usó un bizcocho de crema y señaló que “el arte nunca había sabido mejor”.
De esta forma, “Comedian” hereda la categoría de ícono artístico mundial que logró en 2012 el “Ecce Homo” de la localidad española de Borja restaurado por una octogenaria más bienintencionada que dotada para el arte, cuyo desopilante resultado dio lugar a miles de remeras estampadas, millones de memes y hasta una ópera compuesta por un estadounidense.
En este contexto, cabe preguntarse a qué punto ha llegado el arte si hasta el actor Vin Diesel (“Rápido y furioso”) se permitió burlarse en Instagram, donde compartió una instantánea donde aparece semidesnudo y con una banana pegada a la toalla con la que cubre la zona de sus genitales.
El “relato” de la galería Perrotin no deja de ser parte también de la “obra”. Según éste, “Cattelan pensaba en una escultura con la forma de un plátano. Cada vez que viajaba, compraba un plátano y lo colgaba en su habitación de hotel para obtener inspiración. Realizó varios modelos: primero en resina, luego en bronce, regresando finalmente a la idea original de un plátano real”.
Una de los tres compradores de “Comedians”, Sarah Andelman (fundadora de la desaparecida tienda parisina Colette) declaró a The New York Times que “sabía que este plátano en la pared iba a ser un fenómeno. Refleja nuestro tiempo, la absurdidad de todo”.
De todo, incluido el absurdo de que alguien pague miles de dólares por una banana pegada a la pared. Algo que, no obstante, no es tan absurdo en el mercado del arte, donde las sospechas de lavado de dinero, mafias y otras yerbas compiten mano a mano con los caprichos de excéntricos multimillonarios.