Por Guillermo Báez
Últimamente y a partir de la amplia y al mismo tiempo sesgada difusión que permiten los medios, se dice con mucha más frecuencia que la región padece convulsiones, que está más tensa que nunca, que las sucesivas crisis de cada uno de sus estados terminó por explotar con manifestaciones y protestas cotidianas.
Pero quizás, cabe la duda histórica, de que el actual sea el ritmo propio de la región. Que en realidad las sociedades de estas latitudes reinventan a diario la protesta social y la vuelven manifestación, cualquiera sea su tipo, porque, al fin y al cabo, jamás se sintieron enteramente representadas por sus gobiernos.
Lo que distingue y tal vez no tanto a juzgar por lo que se aprecia a diario del concierto de naciones a la expresión social latina es, justamente, su modo, que denota altas cuotas de hartazgo, cansancio y hasta aburrimiento del verso, del discurso plagado de frases hechas, de imposibles exhortaciones al optimismo que se construyen desde crisis monumentales que anulan cualquier chance de escape.
Como se dijo más arriba, no es exclusivo de la región. De hecho advertimos a diario cómo los chalecos amarillos copan las grandes urbes francesas; se nos exhibe a los catalanes rompiendo los paseos de Barcelona. Pero nos sorprende. Advertimos, a partir de los volúmenes de esas manifestaciones, que lo que se encendió en otras latitudes acá existe hace tiempo.
De alguna manera nos convertimos en profesionales en esto de trasladar nuestra furia a los gobernantes, lo que sin embargo no nos reserva el final deseado.
De hecho, que la protesta prevalezca y siga en la superficie, denota la persistencia de gobiernos inconsistentes, de la desconexión, a veces total, que tienen con sus sociedades. Por eso persevera la lucha. Por eso seguiremos viendo explosiones sociales que tendrán por respuesta la violencia estatal, por caso la primera vía de expresión de los gobiernos deslegitimados.
Pareciera que hacerles notar todo lo malo de vez en cuando en alguna protesta no forma parte del proceso democrático que ellos, casi sin ocultarlo, desean acotar al acto eleccionario. “Si no te gusta lo que ves, armá un partido y ganá las elecciones. De otra forma bancate los años de mi Gobierno por más que mis convicciones, hoy que estoy en el poder, son diametralmente opuestas a las que te ofrecí en la campaña”. Así de ridículo es el discurso encubierto.
Ejemplos sobran. A estas alturas quién puede entender la lógica que sigue el gobierno chileno a partir de las demandas sociales. Condenada por su pueblo, por la ONU, por Amnistía Internacional y otros organismos, la represión estatal sigue siendo la vía para sostener al Gobierno. Aparecen en el medio tibias negociaciones y presuntas cesiones para descomprimir la coyuntura, pero el contexto sigue siendo exponencial, una sociedad harta de sacrificarse para que muy pocos obtengan mucho.
La desconexión a la que se alude más arriba es lo que se perpetua a la par de la protesta y, al mismo tiempo, la retroalimenta.
De otra manera no se entendería el caso boliviano, que hasta hace poco se jactaba de su éxito en el contexto regional. Hoy, sin embargo, padece virulentas manifestaciones, primero en contra de Evo Morales, y ahora en contra de quienes tomaron el poder. En Bolivia hubo golpe, no se puede tapar el brillo de los uniformes; pero también hubo fraude. Una cosa intenta explicarse a través de la otra y viceversa, pero lo importante es que ambas terminaron por hacer volar por los aires el ánimo popular ¿El resultado? Los muertos, una vez más, se cuentan de un solo lado y son varios. La acción comienza en las esferas de poder, la reacción se desarrolla en las sociedades y las consecuencias las paga únicamente esta última. Es la historia de la región.
Paraguay viene desarrollando un proceso de democratización que implica la intervención social como nunca antes sucedió. La juventud de su sana democracia quizás lo explique. Hace un tiempo el disparador fue el de siempre, un caso de corrupción. En este caso una “niñera de oro” que cobraba cifras siderales que salían del Congreso.
La clase política, lejos de ponerse del lado correcto, se abroqueló en torno al congresista acusado y lo cubrió de fueros. Entonces apareció el hartazgo social, la protesta, la manifestación. Hoy ni la niñera ni el congresista forman parte del Estado. Más cerca en el calendario, la sociedad paraguaya descubrió que su gobierno firmó casi en silencio y sin los bombos, platillos y actos propios de la práctica política un acuerdo que comprometía su soberanía energética. Otra vez fue la gente la que tuvo que salir a explicarle a los políticos los costos de la falsedad, del ocultamiento y la mentira. Muchos funcionarios debieron renunciar. Pero como siempre, el próximo escándalo está ahí, a la vuelta de la esquina.
Un poco más allá está Ecuador, con un Gobierno que no sólo desvió sus convicciones ideológicas, sino que torció políticas de base para recaudar más.
Por momentos fue sorprendente ver las masivas manifestaciones que, inequívocamente, se saldaron con violencia estatal, varios muertos y decenas de heridos. El resultado al final de ese tendal de víctimas de la sociedad es el retroceso gubernamental, la anulación de las polémicas medidas y el costo político de haber perdido el respaldo popular, por caso el mayor interés de la clase política después del poder mismo.
Más acá, en Argentina, el voto en las urnas decantó la derrota del fracasado modelo macrista, buque insignia regional del sistema en el que muchos trabajan para que muy pocos ganen demasiado. Las urnas en este caso sirvieron como cúmulo de broncas y angustias de millones.
Ahora asumió otro gobierno que, como primera medida, impulsó una ley de solidaridad que, paradójicamente, exceptuó de la suspensión de la movilidad jubilatoria a expresidentes, funcionarios de alto rango, diplomáticos y exjueces. Si esas variables no se corrigen a tiempo se entrará invariablemente en la desconexión y, por ende, en otro período de crisis y ebullición social con las protestas y las manifestaciones como fenómenos cotidianos.
Todo lo que sucede en los casos citados se desarrolla bajo un mecanismo, un sistema que al mismo tiempo tiene una lógica y sectores bien diferenciados. Por un lado la clase política, por el otro la sociedad y es en esta última donde se produce la fragmentación que le da sentido al mecanismo. El sistema necesita y vive de la ruptura social. Precisa que los gobernados construyan su identidad en oposición al otro para ubicarlos en algún lado y ofrecerles alternativas distintas al otro lado. Ir a las urnas por períodos legitima el proceso. Pero al fin y al cabo vemos que los gobiernos son siempre los mismos, los mismos nombres, las mismas prácticas que cambian casi cíclicamente, un período conservador, uno populista, uno que se ubica al extremo y todo vuelve a empezar. Lo que no varía es el hartazgo, el cansancio por el verso y la necesidad de manifestarlo.
Que no se confunda. La democracia es la única vía, no existe otra. Pero el sistema no puede agotarse en la votación. La región pareció entenderlo y se lo hace saber a sus gobernantes en la manifestación, necesariamente una alternativa democrática. Son los gobiernos los que aún no entendieron o ni siquiera hacen el esfuerzo de entender que los sistemas, así como los plantean, se van agotando. Por eso nos volvimos profesionales en esto de manifestarnos y ellos siguen reprobando en eso de darnos respuestas.
El poder, la economía y ambos al mismo tiempo parecen estar detrás de todo. Explican y describen el estado de las cosas y hasta permiten hacer proyecciones y conjeturas que llenan espacios en los que el silencio de la reflexión debería prevalecer. Y sin embargo siempre hablamos de la misma economía y el mismo poder. Acotados, limitados a las apetencias de ese mínimo sector para el que trabajan casi todos. Y todo vuelve a empezar.