Por Rocío Gómez, Periodista
“The Handmaid’s Tale” (el “Cuento de la Criada” en castellano) es una novela de la escritora canadiense Margaret Atwood que vio la luz en 1985. Es un clásico feminista. En él, un régimen totalitario conservador suprimió los derechos de las mujeres, que ya no pueden leer, mucho menos escribir, y que existen con el solo propósito de cumplir su destino biológico: ser madres. Cualquiera diría que es sólo ficción, producto de la imaginación de su autora. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, la novela roza finamente la realidad.
En Gilead, lugar ficticio donde ocurre la novela, poco a poco se fueron suprimiendo los derechos que supimos conseguir. El 8 de marzo, sin ir más lejos, se conmemora que ese día, pero de 1857, cientos de mujeres de una fábrica textil de Nueva York salieron a marchar en contra de los bajos salarios, que eran menos de la mitad de lo que percibían los hombres por la misma tarea. Esa jornada terminó con la sangrienta cifra de 120 mujeres muertas a raíz de la brutalidad con la que la policía dispersó la marcha.
Más de 160 años pasaron y las mujeres todavía no ganamos lo mismo que los hombres por la misma tarea y a lo largo de la historia se ha invisibilizado nuestra labor y ejemplos sobran: Marie Curie fue una científica polaca nacionalizada francesa, pionera en el campo de la radioactividad. Fue la primera persona en recibir dos premios Nobel en distintas especialidades y la primera mujer en ser galardonada con uno. Quizás baste contar el trasfondo de lo sucedido cuando se le otorgó la condecoración: el comité seleccionador de la Real Academia de las Ciencias de Suecia pretendía honrar solamente a Pierre y Henri, sus compañeros hombres, negándole reconocimiento a ella por ser mujer. Pierre se enteró de la situación y dijo que rechazaría el premio si no se reconocía también el trabajo de Marie.
El nombre de Rosalind Franklin es poco conocido, sin embargo es la científica detrás del descubrimiento de la estructura del ADN, uno de los hitos más importantes para la medicina moderna, y no fue ni siquiera nombrada en la premiación del Nobel.
En otros ámbitos ocurre lo mismo: en el fútbol masculino se invierte una obscenidad de dinero mientras las mujeres futbolistas deben trabajar para pagarse el pasaje para ir a entrenar. Eso no sucede en un club de barrio sin recursos, sucede en instituciones que facturan millones, como el Barcelona de Messi. No es un problema coyuntural, es estructural.
No se puede dudar de que hay pasos hacia adelante. La sanción de la Ley 27.412 de Paridad de Género en Ámbitos de Representación Política establece que a partir de las elecciones para la renovación parcial de ambas cámaras de este año, las listas legislativas deberán contener un 50% de candidatas mujeres de forma intercalada. Esa norma viene a mejorar la Ley 24.012 de 1991 que establecía un piso mínimo de representación. Las listas, en ese entonces, debían estar compuestas por un 30% de mujeres. ¿Es necesaria una ley para que las mujeres puedan ingresar de manera equitativa al ámbito en el que se deciden las políticas que luego rigen la vida cotidiana? Aparentemente sí.
El mundo creado por Atwood está castigado por el cambio climático y la esterilidad ha hecho que las pocas mujeres fértiles que quedan sean destinadas a cumplir su “destino biológico”, es decir ser madres, como dice el “comandante” Fred Waterford, uno de sus protagonistas y hombres más influyentes en ese régimen.
Las mujeres con buenos óvulos se transforman en “criadas” de parejas estériles, son violadas una vez al mes y cuando quedan embarazadas son obligadas a tener el bebé pero para dicha pareja. La situación parece, otra vez, pura ficción, pero ¿no es acaso lo que ocurrió en Jujuy?
A una niña de doce años, embarazada producto de una violación, le negaron la posibilidad de acceder a la Interrupción Legal del Embarazo (ILE), derecho que la asiste en Argentina en tres causales: cuando está en peligro la vida o la salud de la mujer, cuando el embarazo es producto de un abuso a una mujer con discapacidad o en caso de violación.
Sin embargo, la sometieron a una cesárea y llamaron “Esperanza” al feto de seis meses que murió unos días después. El gobernador de dicha provincia, Gerardo Morales, había dicho que “una familia importante” quería hacerse cargo de la niña una vez que dejara Neonatología, adonde se encontraba por su prematuro nacimiento. Como si esto sentara un precedente, ocurrió de nuevo hace algunos días en Tucumán. “Sáquenme esto que me puso el viejo adentro”, dijo una niña de once años tras una violación y sin embargo, no se le aseguró el derecho a la ILE. No es Gilead. Es Argentina 2019.
Serena Joy es uno de los personajes más interesantes de la novela, es la esposa de Waterford y una de las que ayudó a crear el régimen en el que se vive en Gilead, pese a que significó la pérdida de sus propios derechos. ¿Por qué? Las razones habría que preguntárselas a Atwood, pero la situación me recuerda mucho a una grieta –palabra de moda si las hay- vigente.
Muchas de nosotras se escandalizan por la definición de “feminista”, rehúsan identificarse como una y, como consecuencia, están en contra de cualquier planteo que se haga desde el movimiento. Son muchas las “Serena Joy” y la discusión acerca del aborto lo evidenció.
Hay una cuestión de fondo que se trata en ese debate: la posibilidad de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Como no lo pueden hacer las mujeres de Gilead. Como no lo pueden hacer las mujeres en Argentina. Sí en Francia, Rusia, Estados Unidos, Cuba, España, Italia, Alemania, Canadá y otros tantos. No hace falta ir tan lejos: esas mismas políticas rigen también en Chile o en Uruguay.
En Gilead, la mujer “desobediente”, que se rebela contra las opresiones del sistema es asesinada. Sin juicio previo, sin posibilidad de defensa, sin atenuantes. O acaso peor, es enviada a “las colonias”, a limpiar residuos radioactivos. Alguna vez escuché en algún debate televisivo un análisis acerca de por qué matan cada vez más mujeres, incluso ante el endurecimiento de la pena y su calificación como “femicidio” desde 2012. La explicación decía que la violencia contra las mujeres se ejerció siempre pero antes la mujer lo soportaba. Por el miedo al qué dirán, por el mandato social de quedarse con su marido, por el estigma de ser una mujer sola. Hoy en día no es así y el castigo a la rebeldía es el femicidio.
El 1 de enero de 2019 me tracé una meta personal en mi tarea cotidiana y periodística. Decidí comenzar un registro propio de la cantidad de femicidios que ocurrieran en el país. Mi intención era contar con estadísticas propias debido a que no abundan oficiales y las que se conocen son, en su mayoría, elaboradas por ONGs.
No hubo mucho tiempo para el análisis: ese mismo día Celeste Castillo fue asesinada por su marido policía de un tiro con su arma reglamentaria, que después apuntó contra sí mismo. Mi lista comenzó con Celeste. Y fue a horas del año nuevo. Después se sumó una más y otra y otra y me fue imposible, también debido a las tareas cotidianas, continuar con el registro. Eran muchas en pocos días. Al día de hoy se cuentan más de 35.
¿Por qué, con toda la información disponible, continúan los femicidios? Nelly Minyersky es una abogada feminista que, en una entrevista con Página12, intentó responder esa pregunta. “Creo honestamente que la única forma de enfocar el femicidio y la violencia es considerar que no se arregla con más educación. Es un problema de autoestima, de sentir que tenés derechos”. Esos derechos que no tienen las mujeres de Gilead.
La novela es una crítica social única y exquisita. Recomendable por demás. Permite pensar la sociedad que tenemos, los avances, los retrocesos, lo que todavía queda por cambiar y es una posibilidad para salirse del sillón cómodo del sentido común, de lo establecido y comenzar a cuestionar. Aún en esos lugares donde todo parece incuestionable.
Cuando era chica jamás escuché la palabra “feminista”. Sin embargo estoy convencida que mi mamá era una. Sin saber qué quería decir la palabra, con sus acciones –y su humor sano– siempre nos demostró la diferencia que existía entre el hombre y la mujer en cuanto a obligaciones y privilegios. Recuerdo que siempre decía “me voy a cocinar porque no nací hombre”, con palabras menos políticamente correctas. Un poco en chiste, un poco en serio, lo decía cada vez que tenía que realizar alguna tarea que le tocaba “por ser mujer”. Siempre lo recuerdo. Desde chica noté que no éramos iguales ellos y nosotras. A medida que fui creciendo esas diferencias se hicieron más notorias, pero el sentido común establecido me hacía dudar de mi intuición. Hasta que llegó la ola del feminismo y me di cuenta que mi mamá, sin saberlo, siempre tuvo razón. Mi mamá había entendido todo.