Si bien hace unos cinco años se alejó de la fotografía profesional, que lo mantuvo en constante movimiento por más de 50 años, Pedro Juárez (83) asegura que ahora, en casa, hay mucho más cosas por hacer. Pero no se priva de sacar cada tanto su cámara digital y despuntar el vicio con algunas tomas familiares, de los cumpleaños de su esposa Eli, de sus cuatro hijos (Hernán, Elizabeth, Magdalena y Lucas) o de su único nieto, Santino.
Nació en Puente Pexoa, a 16 kilómetros de Corrientes. En esa capital hizo hasta tercer año en la Escuela Fábrica (técnicas). Luego su familia emigró a Buenos Aires y él siguió sus pasos. En la gran urbe cursó un año más del secundario pero no pudo seguir porque debió empezar a trabajar en una fábrica. Intentó conjugar el trabajo con los estudios pero le resultaba imposible. Una vez establecido en la zona de La Matanza, Juárez se vinculó al grupo de Acción Católica de la iglesia, que por entonces había organizado una asamblea en San Juan. Con “los muchachos” acordaron viajar para conocer un poco más. Querían llegar a Mendoza, y tomar fotografías. “Les propuse que iba a comprar una cámara, que entre todos pondríamos los rollos y que después nos distribuiríamos las fotos”. Y así ocurrió. Cuando llevó a revelar la película que había traído de su viaje a la Región de Cuyo, el dueño de la casa de fotografía “las vio y me propuso trabajar para él como fotógrafo”.
“Como tenía cámara propia, me animé. Recién aparecían las cámaras de 35 milímetros. Antes eran de 4×4, de 6×6. Cometí algunos errores que fui corrigiendo hasta que le tomé la mano. Los sábados y en los momentos que tenía libre cumplía tareas en esa casa de fotos. Mientras, seguía trabajando en la fábrica”, recordó. Esta incursión “me gustó y quise hacerme profesional”. Entonces empezó a estudiar en la Escuela Fotográfica Sudamericana, “hice tres años y me propusieron ser docente en el laboratorio. Empecé a hacer algunos trabajos extras y los revelaba en la Escuela. Me prestaban el laboratorio y yo a modo de pago, daba clases. Después largué el trabajo y me mandé por mi cuenta.
Así me iban conociendo porque iba las fiestas sociales, cumpleaños, casamientos, que eran muchos por aquel momento”. Por ese entonces empezó a surgir el color pero “no le di mucha importancia. Iba armando mi laboratorio. En la escuela los alumnos me propusieron hacer una sociedad, pero no anduvo aunque yo fui ganando experiencia”.
Variadas ofertas
Luego lo tentaron para ir a Paraguay, para otra sociedad. Estuvo un año en Asunción y, como tampoco le fue bien, regresó a Buenos Aires. Otra vez apareció la propuesta de trabajar en sociedad y vinieron a Posadas porque su socio, Mario Domínguez, era oriundo de la capital misionera. “Yo me rehusaba pero me convenció. Trabajamos un año en Posadas e íbamos a tomar imágenes en Puerto Pinares, cerquita de Eldorado. Había trabajo y viajábamos. Tampoco funcionó. La sociedad no era lo mío porque me cargaba con demasiadas cosas. Me quedé solo en Posadas y me salió una propuesta” que fue determinante en su vida. A cien kilómetros, en Jardín América, se encontraba Florentino Fornasero, que administraba un kiosco en las inmediaciones de la antigua terminal de ómnibus y hacía fotografías. “Era un espacio muy coqueto y se comercializaban otras cosas. Vine a ver, hablé y al preguntar cuando podía comenzar, me respondió: “mañana si quiere”. Y como Juárez tenía su laboratorio portátil, así lo hizo. “Trabajé un tiempo y establecí aquí a fines de 1792. Empecé a conocer la incipiente localidad y me hice de algunos clientes”, agregó.
Fornasero le ofreció quedarse con el local “porque vendía ropas y quería abrir un hotel. Entonces necesitaba secretaria y contraté a Eli Erna Schimmelfenning (67). Y resulta que la secretaria llegó a ser mi patrona. Empezó a trabajar, nos enamoramos y nos casamos después de estar tres meses de novio”.
Un pueblo con empuje
Añadió que “acá estaba solo como un hongo y sólo tenía mi trabajo. Y la familia de ella desconfiaba. Hablé con mi suegra y le conté la situación. Además, comuniqué a mi familia de Buenos Aires lo que me estaba pasando, y pedí a mi mamá que viniera para que vieran que yo también tengo familia”. En el camino había que superar obstáculos como el idioma, los colores porque “ella era luterana y yo católico; ella descendiente de alemanes y yo un criollo que no hablaba alemán. Pero todo eso se superó, con amor. Todo lo hicimos por amor y lo hicimos juntos”. Se casaron en 1972, el 11 de agosto, el mismo día del cumpleaños de Pedro.
La pareja vivía en una casa alquilada pero luego consiguió ayuda de sus familiares y compró el terreno donde están establecidos actualmente. Todo esto era monte y estaba en pleno loteo. La mayoría de las calles eran de tierra, las casas de madera, estaba la iglesia Cristo Redentor, la municipalidad, la plaza Colón. “Lo que observaba era que la mayoría era gente joven, muy pocos ancianos, y había un empuje. Entre los dos luchábamos e hicimos nuestra casa con mucho sacrificio. De pronto llegó el primer hijo, Hernán, después una hija, luego otra, y al final, otro varón. Me afiancé en la fotografía, tenía el equipo completo pero… apareció el color! Tenía que hacer los trabajos de color y llevarlos a Posadas. Y así seguimos, me hice de muchos clientes, y a la par de Jardín América también fui creciendo”, añadió.
Cuando Juárez comenzó a desempeñarse como fotógrafo en Jardín América, ya había otros colegas como un señor de apellido Lostrie, que se movilizaba en las colonias; Presley; Ignacio Arrieta. Con este último “éramos los fotógrafos del pueblo. Los que brindábamos calidad profesional, con buenos equipos. Entre los dos copamos el trabajo en el municipio. Luego aparecieron otros como Antonio Espínola, que llegó desde Oberá. Ahora queda Roberto Arrieta, y Héctor Ciompela, que tiene su casa de fotografía. Ya me retiré pero pude, gracias a Dios, formar una hermosa familia y radicarme acá. Me enamoré de esta tierra pero soy consciente que sin la ayuda de Dios no hubiéramos logrado nada porque fue muy sacrificado. Todo era nuevo, empezar de cero. Así llegamos a lo que somos”.
Consideró que era complicada la vida del fotógrafo porque “teníamos que poner la distancia, la abertura del diafragma, la velocidad, y encender el flash. Todo eso en un instante. Hice muchos trabajos buenos, muchos eventos sociales. Seguramente en buena parte de los hogares existe una fotografía mía”.
Reconoció que la tecnología “me superó un poco. La fotografía es la ciencia que en los últimos años evolucionó de manera impresionante. Creo que ninguna otra avanzó tanto. Uno tiene que actualizarse siempre. Las cámaras son cada vez más sofisticadas, perfectas, mucho más manuables y livianas. Ahora, al tomar una imagen, uno sabe si la hizo bien o mal. Antes uno no estaba tranquilo hasta que concluyera el revelado porque si metió la pata ya no se podía arreglar. Varias veces me pasó de no dormir por saber cómo iba a salir el trabajo, pensando ¿será que no me equivoqué en tal cosa?, y la alegría posterior de haber superado”.
Confió que las cámaras de antes tenían dos puntos, uno para la lámpara y otro para el flash electrónico. “Era una llavecita que había que correrla. Cuando se corría el punto M, no funcionaba el flash. Alumbraba pero no estaba sincronizado. Y una vez hice un casamiento y no me salió ni una sola foto. La señora (novia) sigue sin saludarme. Afortunadamente el hombre comprendió la situación. Fue un error que cometí sin querer”.