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El principio de Peter: el origen de la incompetencia

Es probable que usted haya experimentado en algún momento la extraña sensación de sentirse rodeado de inútiles. Es una percepción que resulta más natural y común en el ser humano de lo que uno podría imaginarse. Pero ¿es el principio de Peter tan original y acertado como sus autores creían?.

23 marzo, 2023

Por: Diego Cuevas (*)

Es probable que el lector o lectora haya experimentado en algún momento la extraña sensación de sentirse rodeado de inútiles. Es una percepción que puede antojarse insólita y marciana en un primer momento, pero que en realidad resulta más natural y común en el ser humano de lo que uno podría imaginarse.

Sobre todo porque las estadísticas, las experiencias empíricas y los principales estudios sobre el tema demuestran que la mayoría de gente padece de ese problema: el de ser irremediablemente incapaz, torpe e incompetente.

Pero ¿existe algún medio de ponderar la incompetencia? La verdad es que no está muy claro, porque todo el mundo sabe que es el único valor de nuestra especie junto con la estupidez, que siempre tiende a infinito. Lo que sí existe es un hombre que trató de acordonar las razones por las que la ineptitud tenía lugar: el doctor Laurence Johnston Peter (1919-1990). Pero antes de conocer a Peter tenemos que hablar de otro caballero, de un señor ofuscado.

 

Un hombre huraño

A finales de los años sesenta, el escritor, dramaturgo y periodista canadiense Raymond Hull (1919-1985) vivía enfadado con el mundo. Todo aquello que le rodeaba parecía ser obra de gente bastante cortita que evidentemente no sabía hacer bien su trabajo.

Un día, Hull se aventuró en una tienda de muebles para comprar una lámpara y descubrió, tras pedir al dependiente que las enchufase primero, que toda las luces para escritorios a la venta estaban estropeadas y ninguna funcionaba por culpa de unos conmutadores defectuosos.

En otra ocasión, Hull hubo de encargar varios metros cuadrados de aislante para las reformas de su casa, y al hacerlo se molestó en comprobar en persona que los empleados anotasen correctamente la cifra exacta que demandaba. Cuando recibió el pedido, descubrió que no solo le habían enviado una cantidad errónea, sino que además le habían pasado la factura por otra cifra completamente distinta y también equivocadísima.

Al mudarse de domicilio, Hull no fue capaz de lograr que el servicio postal redirigiese su correspondencia a la nueva ubicación, en lugar de eso, los carteros reenviaron durante meses el correo a las diferentes viviendas futuras de los inquilinos que utilizaron el mismo apartamento.

Cuando Hull preparaba ponencias se encontraba con que ningún enchufe en el salón de actos funcionaba. Cuando observaba el panorama educativo, descubría que los universitarios eran incapaces de leer correctamente.

Cuando abría el periódico, contemplaba noticias sobre torres y puentes que derrumbaban por culpa de errores humanos de cálculo o previsión. Cuando repasaba la historia bélica del mundo, se topaba con buques cuyos depósitos de agua potable habían sido revestidos con pintura venenosa por algún iluminado, o con decenas de mandos militares rematadamente idiotas a cargo de ejércitos enteros.

Mientras Hull tomaba nota de todo lo anterior en su propio piso, apuntaba también que a través de las paredes podía escuchar la tos de su vecino, el chirriar de los muelles de una cama lejana y posiblemente hasta los pedos de las moscas del trastero. “No vivo en una casa de huéspedes barata, este es un moderno y caro bloque de apartamentos construido en cemento. ¿Qué es lo que falla en la gente que lo construyó?”, se preguntaba.

 

 

Hull era un hombre que caminaba por la vida encabronado con todo. En su cabeza, él no era quien portaba un palo endosado hasta el fondo en el recto, sino el resto del mundo el que no paraba de darle por el culo. Mirase donde mirase solo observaba “una incompetencia pujante, una incompetencia triunfante”.

Hull se obsesionó con intentar localizar las raíces de la inutilidad omnipresente, pero fue incapaz de encontrar una respuesta convincente.

Hasta que una noche, en el vestíbulo de un teatro y durante el segundo entreacto de una obra, mientras Hull se encontraba, cómo no, echando pestes sobre la incompetencia de los actores de la función, conoció a Laurence J. Peter.

Ambos charlaron brevemente durante aquella pausa del show, pero lo que hablaron maravilló tanto al escritor como para quedar con el doctor tras la representación, acompañarle a su casa y escuchar las teorías de aquel hombre hasta bien entrada la madrugada.

Peter aseguraba haber descubierto el origen de la incompetencia y, tras aquella noche, Hull estaba convencido de que era cierto. Había escuchado algo que no solo le parecía coherente sino también revolucionario: el “principio de Peter”.

 

Peter al principio

Laurence J. Peter fue un profesor canadiense natural de la Columbia británica al que la vida acabó reubicando en California. Un hombre cuya carrera educativa no sería tan reseñable como la posterior divulgación de una tesis propia que le haría mundialmente famoso.

Porque Peter se dedicó a recopilar gran cantidad de información, testimonios y datos de con el fin de acotar el origen de la incompetencia en las estructuras jerárquicas. Y el resultado fue una idea que explica porque las cosas nunca funcionan en las empresas: el denominado principio de Peter. Un enunciado que reza así: “En una jerarquía todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia”.

Es decir, imaginemos que un empleado, llamémoslo Petercito, es muy competente en su trabajo. Y que, gracias a esa eficiencia, acaba recibiendo un ascenso.

En el nuevo puesto Petercito podría o no podría ser muy competente. En caso de que Petercito fuese un inepto en sus nuevas funciones, el hombre no podrá optar a nuevos ascensos y se quedará varado en dicha posición, aunque existiesen otros cargos paralelos en la empresa que estuviesen hechos a su medida.

En el caso de que Petercito fuese competente en su nueva labor, acabará tarde o temprano promocionando para otro ascenso, a otro cargo superior para el que, de nuevo, el empleado podría ser o no ser apto. De este modo, la carrera de Petercito (y en general la de toda la plantilla) iría en ascenso hasta que se alcanzase el puesto en el que el trabajador fuese tan incapaz como para no poder seguir escalando.

 

 

Teniendo esto en cuenta, se puede asumir que la única forma de permanecer en un puesto es ser un verdadero negado para el mismo. Y también que, con el tiempo, todo el organigrama de la empresa estaría formado por estupendos inútiles en cada una de las diferentes categorías.

 

El principio de Peter era un concepto interesante. Tanto como para que su creador lo considerase útil para mejorar la vida cotidiana y se autoproclamase inventor de la “jerarcología”.

 

Pero pronto fue consciente de que, aunque se había documentado con ganas, la gente se lo tomaría a pitorreo. Por eso mismo, Peter decidió utilizar otra estrategia: entre 1960 y 1964 comenzó a exponer su principio adoptando un tono satírico, introduciendo referencias humorísticas y contando casos reales, pero modificando los nombres de los implicados y revistiéndolo todo de una capa de desenfado.

Desgraciadamente, hacer un remix entre una investigación seria y el rollito gracioso jugó en su contra y al presentar su estudio a las grandes editoriales, con el fin de publicar un libro, solo se encontró con portazos en las narices.

Durante dos años, los editores le contestaron cosas como “No vemos posibilidades comerciales para su obra, y no podemos estimularlo a que siga adelante”, “no debería usted tratar tan a la ligera un asunto tan serio”, “si ha pretendido escribir una comedia, no debería incluir tanto estudio de casos trágicos” o “reconsideraremos la publicación de la obra si hace usted un reajuste mental y se decide a redactarla de nuevo en forma de un libro humorístico, o de un trabajo científico serio”. Y entonces, cuando ya había perdido toda esperanza, se encontró con un hombre huraño llamado Hull.

 

El principio de Peter

Fascinado con el trabajo de Peter, Hull escribió un artículo para la revista Esquire en 1966 explicando el principio. Meses más tarde, el propio Peter redactó otro texto para Los Angeles Times que tuvo una acogida bestial.

Gracias a ello, una editorial se interesó por publicar todo el material que el autonombrado jerarcólogo tuviese a mano. Peter cedió todo su papeleo a Hull y este lo utilizó para redactar El principio de Peter, un libro publicado en 1969, y firmado por ambos colegas, que popularizaría definitivamente la simpática teoría sobre la ineficacia.

En las primeras páginas de aquel volumen Hull no solo presentaba el principio ideado por su amigo como “el más penetrante descubrimiento social psicológico del siglo”, sino que pisaba el acelerador para fliparse hasta alturas cósmicas al explicar al lector que el contenido del libro le ayudaría a “evitar penosas enfermedades, convertirse en un conductor de hombres, fascinar a sus amigos y confundir a sus enemigos, impresionar a sus hijos y revitalizar su matrimonio”. Remataba el asunto aclarando al mundo que el conocimiento del principio de Peter “revolucionará su vida… quizá la salve”.

Como presentación, aquellas palabras sonaban demasiado grandilocuentes, pero es que Hull era un guionista de teatro y televisión acostumbrado a untar las cosas con dramatismo. Y también era el hombre que firmaría los libros Cómo conseguir lo que quieres o Cómo hablar eficazmente en público, es decir, un vendemotos profesional.

El tipo de persona que en una película del Oeste comerciaría con crecepelo en frasquitos con formas graciosas, o el fantasma contemporáneo que te intenta convencer para invertir en criptomonedas e insiste mucho en que te leas ¿Quién se ha llevado mi queso?

 

 

Al entrar en harina, el libro El principio de Peter exponía la idea principal, “en una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia», y le añadía un corolario: «con el tiempo, todos los puestos en dicha jerarquía estarán ocupados por un empleado incapaz de realizar sus tareas”.

Los primeros capítulos del texto mostraban ejemplos (supuestamente) reales del principio en diferentes ámbitos laborales. Entre ellos, figuraba el caso de un profesor de colegio que, siendo extraordinario enseñando en las aulas, fue ascendido a subdirector del colegio.

En la nueva ocupación destacó por su buena mano a la hora de lidiar con los padres de los alumnos y con otros profesores, logrando ser promocionado a director del centro. Ahí apareció el gran escollo, porque ejercer como director implicaba tratar con el consejo escolar y con el inspector de enseñanza del distrito, tareas que requerían de un tacto y de una diplomacia de las que el maestro carecía por completo. De este modo, y tal como proclamaba Peter, el sistema jerárquico había convertido a un profesor excepcional en un director inútil.

Con la teoría bien clara, el libro comenzaba a pisar nuevos fregaos en sus páginas posteriores. Exponía los dos caminos para lograr un ascenso: el del esfuerzo propio frente al del enchufe. Enumeraba las principales excepciones al principio para, a continuación, tratar de desmontarlas.

Aplicaba el enunciado de Peter al campo de la política. Repasaba los estudios previos sobre la inutilidad firmados por autores clásicos como Karl Marx, Sigmund Freud, Stephen Potter o Cyril Northcote Parkinson. Y también evaluaba el estrés y las secuelas psicológicas que provocaba el saberse improductivo tras haber tocado techo en la escalada empresarial.

Los capítulos más avanzados de El principio de Peter trasteaban con unas cuantas ocurrencias interesantes. Entre ellas, la afirmación de que tanto la “superincompetencia” (ser una película de catástrofes con patas) como la “superefectividad” (ser extremadamente ducho en alguna función) eran algo a evitar porque dichos extremos conducían habitualmente al despido.

Asimismo, se establecía el curioso concepto de “competentes en la cumbre”: el modo en el que Peter y Hull denominaban a aquellos que, siendo muy buenos en lo suyo, lograron ascender todo lo que era posible en el curro sin haber alcanzado su verdadero nivel de incompetencia.

Los autores justificaban la existencia de estos “competentes en la cumbre” alegando que evidenciaban que las empresas implicadas no estaba bien montadas, al carecer de otros puestos donde los empleados pudiesen cagarla como era debido.

El principio de Peter también alertaba de que los “competentes en la cumbre” acabarían tarde o temprano padeciendo “incompetencia compulsiva”: la necesidad de buscarse nuevos trabajos en los que “alcanzar ese nivel de incompetencia que no pueden encontrar en el antiguo”.

El décimo capítulo aclaraba que intentar regatear el principio de Peter mediante la treta de ascender a un futuro incompetente para ayudar a un actual incompetente era inútil porque “la incompetencia sumada a la incompetencia es igual a incompetencia”.

Por su parte, el decimocuarto capítulo explicaba que el mejor modo de evitar caer en el principio era aplicar la “incompetencia creativa”, el hacerse pasar por un garrulo para evitar ser ascendido a labores más complicadas. El cierre del libro ya se venía muy arriba y se atrevía a aplicar la tesis de Peter sobre lo que vendría a ser la humanidad al completo.

 

El principio de Dilbert

Dilbert es esa graciosa tira cómica norteamericana centrada en las desventuras de los miembros de una pequeña empresa y sus delirantes decisiones internas. Humor de oficina dibujado por Scott Adams, un tío que caía bastante bien en general hasta que empezó a decir que Donald Trump lo molaba todo.

Dilbert también son las viñetas en las que Adams, inspirado por la jugada de Peter, enunció su propia tesis, el “principio de Dilbert”: la idea de que los empleados que nunca han sido válidos son aquellos a los que los jefes ascenderán primero para evitar el daño que puedan causar.

Adams explicó su cachondo principio en un artículo publicado en el Wall Street Journal allá por el 95, pero al ver que la ocurrencia tenía tirón sacó su propio libro sobre el asunto, titulado El principio de Dilbert, al año siguiente.

“Lo escribí”, aclaraba el dibujante, “alrededor del concepto de que, a menudo, la gente menos competente y menos lista es ascendida solo porque son los que no quieres que estén haciendo un trabajo real. Los quieres pidiendo donuts y gritándole a la gente que no cumple sus obligaciones, haciendo el trabajo fácil.

Tus cirujanos del corazón y tus programadores, la gente lista, nunca están en el área de management. Y este principio está, literalmente, ocurriendo en todas partes”.

La hipótesis de Adams había nacido como un gag pero se antojaba certera. Y la mayoría de los estadounidenses debían de pensar algo parecido, porque el libro protagonizado por Dilbert se acomodó en la lista de bestsellers del New York Times durante más de cuarenta semanas y se convirtió en lectura recomendada durante algunos cursos de gestión.

 

El principio de Paula

Tom Schuller es un educador con un currículo bien guapo: graduado en las universidades de Oxford y Londres, poseedor de un doctorado en Filosofía de la Universidad de Bremen, exdecano y profesor en varios centros londinenses, maestro de cursos para adultos, exdirector del Centre for Educational Research and Innovation parisino, presidente de la junta del Working Men’s College, autor de más de quince libros y también alguien que toca el clarinete en una banda de jazz. A la hora de hablar de materias educativas, Schuller no era un señor que pasaba por ahí y se apoyaba en la barra del bar, sino alguien que llevaba décadas habitando las aulas.

El caso es que, durante su experiencia, Schuller había observado algo que le llamaba la atención: las estadísticas señalaban que en el colegio las chicas eran más aplicadas que los chicos, y también que, una vez completada su formación, las mujeres eran más dadas a seguir estudiando y aprendiendo durante la vida adulta.

Pero, inexplicablemente, aquello no parecía reflejarse en un ecosistema empresarial donde las féminas no ocupaban tantos altos cargos como los dominantes varones.

 

Inspirado por El principio de Peter, Tom Schuller elaboró en 2017 su propio enunciado, el ¡principio de Paula. Una regla que reza así: “Las mujeres tienden a trabajar en posiciones que están por debajo de su nivel de competencia”.

 

Schuller ofrecía cinco razones por las que esto ocurría: una discriminación sexista que sigue existiendo; el hecho de que las mujeres no dispongan de la red de contactos profesionales que sus colegas masculinos utilizan para ascender; que las mujeres sean más propensas a admitir que carecen de alguna habilidad para un trabajo; las cargas que supone el cuidado de los hijos, algo que tradicionalmente han de soportar las madres; y la posibilidad de que las mujeres tomen la “elección positiva” de no ascender tan alto como podrían. Schuller, siguiendo la tendencia de quienes le precedieron, empaquetó todas sus deducciones en su propio libro: El principio de Paula.

 

El principio de Peter aplicado al principio de Peter

La popularidad del volumen de Peter y Hull provocó que sus conclusiones fuesen admiradas y sometidas a estudio por gente muy seria.

El libro se convirtió en material habitual durante cursillos de estrategias empresariales, economistas respetados como Edward Lazear se dedicaron a localizar las causas por las que el principio se cumplía y ciertas compañías trataron de restructurarse para evitar lo que Peter y Hull denunciaban. Alessandro Pluchino, Andrea Rapisarda y Cesare Garofalo realizaron un estudio formal en 2010 sobre el principio de Peter y dictaminaron que las empresas podrían esquivarlo ascendiendo a sus empleados al azar, tirando de pito-pito-gorgorito.

La comunidad científica se tomó aquella investigación y sus conclusiones tan a guasa como para concederles en 2010 un bromista Ig Nobel, esos premios a los estudios más ridículos de los que hace algún tiempo hablamos aquí, en el campo de management science.

Pluchino y su equipo contraatacaron con nuevos análisis sobre tema y recibieron otro premio Ig Nobel en 2022, algo que tiene bastante mérito, porque es difícil que te humillen en dos décadas diferentes por la misma tontería.

En 2018, los profesores Alan Benson, Kelly Shue y Danielle Li estudiaron más de doscientas empresas estadounidenses y descubrieron que en la mayoría se cumplía aquello sobre lo que alertaba el principio de Peter.

La cuestión es: ¿merece la pena leer El principio de Peter? Veamos, se trata de un libro que fue muy hijo de su tiempo en lo editorial, el producto de una era donde la gente se fiaba de cualquier conocimiento escrito porque no existía ni la Wikipedia ni los tutoriales en YouTube presentados por afables personas latinoamericanas.

Y como buen manuscrito sesentero iluminador, se presentaba con dramatismos, ínfulas y redobles exagerados que le restaban mucha seriedad al tema. Algunos ejemplos expuestos pecaban de fantasiosos, pero no tanto por inauditos (todos sabemos que la torpeza es algo inabarcable) como por culpa de la teatralidad con la que eran exhibidos.

Y en algunas páginas nos tropezábamos con afirmaciones que han envejecido bastante mal, como la afirmación de Hull de que un consejero matrimonial gay no está capacitado para ejercer dicha labor por su orientación sexual.

El problema es que resulta evidente que los autores en el fondo cometían un montón de errores. Es cierto que la ocurrencia de Peter puede aplicarse a algunas jerarquías corporativas, pero también lo es que ignora deliberadamente muchos otros factores, más allá de las virtudes del empleado, en algo tan complejo como es la estructura empresarial.

Existen compañías que no están organizadas exclusivamente en vertical, existen piezas en el ámbito del trabajo que no dependen del currante, existen entornos que no son aptos para cumplir ciertas funciones, existen cientos de elementos que pueden conducir a la incompetencia. Y el principio de Peter trata de simplificar tanto la inutilidad como para resultar inútil en muchos casos.

Además de eso, sus autores pecan de hacer lo mismo que denuncian, sus ideas funcionan bien y pueden ser útiles cuando se enfocan como reflejo satírico, pero cuando ambos las presentan como una solución para los problemas de toda la humanidad se estrellan. Peter y Hull ascienden de ser observadores lúcidos y competentes a convertirse en ineptos salvadores de la existencia.

El propio volumen anuncia en su mismo prólogo que se trata de una obra capaz de salvar la vida de quienes lo ojeen, algo que realmente solo ocurriría si el lector lo portase a la altura del corazón en un duelo contra otro pistolero. A lo mejor ese era el gran acierto involuntario de El principio de Peter: convertirse en un estupendo ejemplo de principio de Peter.

Hay que apuntar una última cosa, y es que en realidad El principio de Peter quizás no era tan original como sus autores creían. Porque cincuenta años antes, el filósofo José Ortega y Gasset ya había resumido toda la investigación de Peter y Hull en una sola frase que, por lo visto, en algún momento le salió del alma: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”.

 

(*) Artículo publicado en jotdown.es

Tags: EnfoqueincompetenciaPeterprincipio
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