Prof. Paula Vogel
Gimnasia para el Alma.
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Hace mucho tiempo descubrí, casi como quien encuentra un secreto antiguo, que el movimiento tiene el poder de liberar. Cuando mi cuerpo se llenaba de tensión, cuando las contracturas hablaban más fuerte que mis pensamientos, bastaba con moverme despacio, acompañada por una música suave, para sentir cómo algo dentro de mí comenzaba a aflojar. Me relajaba. Me liberaba. Y entonces surgió la pregunta: ¿de qué me estaba liberando?
La respuesta llegó como un eco profundo: me liberaba del deber hacer, esa voz con la que tantos fuimos criados. “Tenés que ser alguien”, me decía mi mamá desde el amor y desde sus propias creencias heredadas. “Si no estudiás, no vas a ser nadie”. Para mí, esas palabras tenían el peso de un destino, como una señal de advertencia. Y sin darnos cuenta, vamos cargando sobre los hombros mochilas hechas de expectativas, exigencias y miedos que no siempre nos pertenecen. Pero esa carga puede soltarse. El cuerpo sabe cómo hacerlo.
El movimiento, no el rápido ni el que agota, sino ese circular, suave y cada vez más lento, es una puerta. Una puerta hacia un estado en el que el cuerpo recuerda su naturaleza: ser liviano, fluido, sensible. Al entrar en esa danza lenta, contradiciendo el ritmo frenético del mundo, al principio el cuerpo se sorprende. No entiende. Pero luego, poco a poco, empieza a despertar.
Sentimos cada músculo, cada articulación, cada pequeño gesto. Nos volvemos conscientes del espacio, del aire, del tiempo. Regresamos al presente, ese lugar donde la mente se calla y el cuerpo habla. De bebés, nuestra relación con el mundo era puro sensación. Aprendíamos a través del movimiento, de la curiosidad del cuerpo. Luego crecimos y nos alejamos de esa sabiduría original. Pero nunca la perdimos: solo espera a que volvamos.
Podemos acompañar este regreso observando la respiración. Si estamos ansiosos, el pecho sube como si buscara huir. Si llevamos el aire al abdomen, dejando que la panza se infle de manera natural, algo sutil se acomoda. El cuerpo entiende. El alma también.
Podemos preguntarnos: ¿Qué tengo que hacer? ¿A dónde tengo que ir? Y quizá la vida, en su idioma silencioso, responda: Nada. Solo vivir. Solo ser. Cada persona encontrará su propio ritmo, su modo único de volver a la paz interior, ese territorio sagrado donde simplemente existimos, humanos, finitos y profundamente vivos.
Bendiciones.








