Vivimos en una época de inmediatez. Nos acostumbramos a apretar botones, deslizar pantallas, recibir notificaciones, obtener respuestas instantáneas. En medio de este vértigo, no es extraño que confundamos el placer con la felicidad. ¿Cómo no hacerlo, si todo a nuestro alrededor parece empujarnos hacia ese instante de gratificación rápida que promete -pero no entrega- plenitud?
Desde hace milenios, la humanidad ha buscado comprender qué es la felicidad. Filósofos, místicos y sabios de distintas tradiciones espirituales han coincidido en algo: no se encuentra fuera, sino dentro. Hoy, incluso la ciencia comienza a susurrarnos lo mismo, con un lenguaje distinto, pero con una esencia compartida.
La neurociencia ha empezado a trazar con claridad esta diferencia fundamental. El placer inmediato, ese que sentimos al comer un postre, comprar algo nuevo, recibir likes o buscar poder, está vinculado con la dopamina, un neurotransmisor que actúa como una chispa: enciende, entusiasma… pero se apaga rápido. Su efecto es fugaz, y cuando se va, nos deja vacíos. Entonces queremos más. Más estímulos, más cosas, más validación. Y así entramos en un ciclo: buscar, alcanzar, perder. Volver a empezar. Como una rueda que gira sin destino.
La felicidad profunda, en cambio, tiene otro aroma. Es más serena, más silenciosa. No grita, no exige, no deslumbra. Se parece más a una brisa que a un fuego. Está asociada con la serotonina, una sustancia que el cuerpo libera cuando meditamos, cuando nos conectamos con la naturaleza, cuando abrazamos a alguien que amamos, cuando sentimos gratitud, cuando encontramos un propósito. Es esa calma que llega cuando estamos en paz con quienes somos, cuando sentimos que lo que hacemos tiene sentido.
Este conocimiento científico solo confirma lo que el corazón humano ya intuía. Que la felicidad verdadera no se compra ni se exhibe. Que no depende del aplauso ni de la aprobación externa. Que no se mide en likes ni en logros. Que no se encuentra en el tener, sino en el ser.
Y, sin embargo, ¿cuántas veces nos perdemos persiguiendo sombras? Creemos que si logramos ese ascenso, si conseguimos ese reconocimiento, si ganamos más, si nos quieren más… entonces seremos felices. Pero al llegar, algo falta. Y empezamos otra carrera. Una más. Hasta que un día, si tenemos suerte, comprendemos. Comprendemos que hemos estado buscando en el lugar equivocado. Que la plenitud no está al final del camino, sino en cómo caminamos.
Este es el gran despertar: darnos cuenta que la felicidad no es un lugar al que se llega, sino una forma de habitar el presente. Es coherencia interna. Es vivir con sentido. Es sabernos parte de algo más grande.
Es cultivar la presencia, el amor, la compasión, la humildad. Es aprender a estar con nosotros mismos sin necesidad de distraernos. Es agradecer lo que hay, incluso en medio de lo que falta. Es la calidad de nuestros vínculos.
Tal vez, entonces, el gran error moderno sea haber confundido intensidad con profundidad, ruido con verdad, placer con felicidad. Pero siempre estamos a tiempo de regresar, detenernos y mirar hacia adentro.
La felicidad no es una euforia constante. Es una llama suave, sostenida, que se alimenta de lo esencial: el amor, la conexión, el propósito, la paz. Y esa llama, aunque a veces parezca escondida, siempre está, solo hay que aprender a avivarla.
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
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