Por: Orlando J. Chamorro
Apoyé mis manos sobre el borde del ataúd, ella me incrustó su mirada desde las profundidades de la mortaja blanca.
Mi familia vivía sobre la calle principal del pueblo, San Gotardo. La casona tenía un amplio patio de tierra apisonada, en donde, los fines de semana jugábamos a la bolita con mis amigos: Juanita, Pedro y Jacinto. Coincidíamos en la edad, ocho años.
Juanita se enfermó, algo en su sangre estaba mal. En esos últimos meses el cansancio le ganaba con facilidad y dejó de jugar.
Ella era la encargada de armar los hoyos, trazar la línea de lanzamiento y guardar aquellas bolitas que ya no cabían en mis bolsillos. En el patio se juntaban los vecinos para mirar las peleas de Carlos Monzón y los partidos del mundial 78.
Era un día domingo, mis amigos y yo nos habíamos levantado temprano para acompañarla a la parada del colectivo. -Me llevan al doctor -nos susurró, estaba envuelta con una manta.
Caminábamos detrás de sus padres; ella iba a upa de su papá-, cuando vuelva ya voy a estar mejor, -Juanita extendió sus brazos hacia nosotros. Mis amigos dieron un paso atrás.
Su cuerpo se había encogido hasta adoptar la forma de una muñeca hecha de finos lápices amarillos. El pelo, antes largo y brillante, se tornó hirsuto y quebradizo, pero, lo más llamativo, eran sus ojos.
La mirada se tornó ávida, los globos oculares casi salían de su órbita en su afán de aferrarse a la vida. Acaricié sus dedos, eran de hielo.
-Te esperamos -dije. Tuve la extraña sensación de que no la volvería a ver. Ella posó esos ojos hipnóticos en mí y sonrió -¿acaso sabía de mis presentimientos? -creo que sí.
Al rato se marcharon. Seguimos al colectivo con la mirada mientras se perdía tras una curva en ese frío domingo de marzo. El pueblo de San Gotardo se desperezaba tratando de deshacerse de una rara niebla que parecía estar enraizado en el suelo.
Mis temores viajaron con la mañana. La siesta de los vecinos era acompañada con polcas paraguayas y chamamé.
Acostado en mi cama, tenía la mirada puesta en la mancha de humedad del cielorraso, entonces, escuché su voz: -Octavio… ¿Dónde estás? Vení a jugar. ¡Juanita había vuelto! Me levanté y corrí hacia el patio. Allí no había nadie. Una brisa fría me acarició y se coló hacia el interior de la casona de madera.
La ambulancia giró lentamente hacía la casa de Juanita justo cuando el sol se zambullía en el horizonte tiñendo de carmesí el cielo.
Corrimos con mis amigos detrás del automóvil tratando de asomarnos a las ventanillas para saludarla; fue cuando algo llamó mi atención en la parte más alejada del terreno.
Por el rabillo del ojo la vi ¡estaba parada debajo de la planta de mandarinas! Me detuve en seco y caminé hacia ella. Estaba distinta. Tenía puesto un vestidito de color verde, el cabello negro había recobrado el brillo, su piel era blanca como el papel.
-Juanita ¿qué estás haciendo ahí? -una fruta madura agujereada por los picotazos de las urracas cayó justo encima de ella, sin embargo, llegó al suelo, sin siquiera tocarla.
-Vamos a jugar -dijo con voz ausente. En ese preciso momento comenzaron los llantos y lamentos de su familia. Giré mi cabeza hacia la casa. Jacinto y Pedro cruzaron corriendo mientras gritaban: -¡está muerta! Un escalofrío me recorrió la espalda.
Tenía miedo de volver la mirada al frente y verla ahí parada, pero lo hice: ya no estaba. Solo la mandarina reventada en la tierra.
Corrí a casa con la sensación de que ella venía detrás. Esa noche no pude dormir por los gritos y lamentos de la familia. Vinieron familiares desde el Paraguay; supe así, como eran los velorios y despedidas de sus muertos.
Durante tres días la velaron sin dejar de lamentarse. Su papá y hermanos fabricaron un pequeño ataúd con tablas de pino y lo pintaron de verde, era su color preferido.
Me armé de valor y salí a mirar la doliente procesión que caminaba hacia el cementerio y, ¡allí estaba! Caminando al lado de su mamá. Quería correr, pero los pies me pesaban toneladas. Ella parecía no entender lo que estaba sucediendo. Se detuvo. La gente la atravesaba y yo me cubría el rostro con los brazos.
-No quiero ir, me van a enterrar, Jacinto -escuché su voz dentro de mi cabeza. Horror y tristeza.
No era en sí su pegadiza presencia a lo que más temía, sino, las pesadillas que me asaltaban, pero a la vez, decidieron que yo aceptara su compañía: “seres de rostros demacrados me enclaustraban en el ataúd.
¡En la oscuridad total, escuchaba los golpes del martillo sobre los clavos! En eternos segundos me depositaban en la fosa, y, mientras la tierra cubría el cajón ¡mi mente viajaba hasta los límites de la locura!”.
Despertaba con los músculos agarrotados y el corazón a punto de explotar. No quería eso para mi amiga.
Pasaron las estaciones. Percibía un tiempo nefasto de horrores indescriptibles para los vivos, mientras tanto, Juanita aun camina a mi lado.









