Iván Bondar, investigador del CONICET y doctor en antropología social, dedicó gran parte de su carrera a indagar las religiosidades y el folclore que rodea a la muerte.
En diálogo con PRIMERA EDICIÓN contó que su trabajo, que abarca casi 20 años, se inició en el norte de la provincia de Corrientes al tomar contacto con una tradición centenaria de rememoración de niños difuntos. Este análisis de la práctica mortuoria y la regionalidad terminó plasmada en su libro “Ángeles Somos”.
Precisó que, en esta tradición, “grupos de serenateros, recorren las calles del poblado durante la noche del 31 de octubre o la madrugada del 1 de noviembre y llevan serenata a las familias que han pasado por la pérdida de un niño”. Es aquí donde la familia los recibe porque “sabe que está recibiendo al alma de su niño difunto” y también proceden a abrazarlo, danzar con ellos e incluso compartir alimentos que forman parte de la “comensalidad”.
¿De dónde proviene esta práctica?
“Al comenzar a ver que los niños ocupaban un lugar diferente, un lugar especial en el ordenamiento del inframundo y, si se quiere, la relación entre el hombre y los muertos, comencé a preguntarme cuál era la diferencia, por qué el niño tenía un lugar diferente en el mundo de los muertos”, analizó el científico. Esta distinción se manifiesta en el calendario gregoriano, donde el niño difunto tiene un día especial, evidenciando que “el angelito no era un muerto común, no era un difunto, no era un finado”.
Para comprender esta particularidad, Bondar se acercó a las madres que habían perdido a sus hijos, a los rituales y a los cementerios. Observó la configuración de las tumbas, los colores, las formas y la relación entre los dolientes y el niño difunto, así como el tratamiento del tema en los velorios, tanto domiciliarios como en casas funerarias profesionalizadas.
Esta investigación lo condujo al mundo de la tanatopraxia y la narrativa histórica vinculada al velorio del angelito, consolidando la relación en lo que él llama “la culturización de las almas”. Sucede que las familias sostenían una relación con el niño difunto, más allá de la muerte física: “los padres seguían teniendo un vínculo estrecho con el niño difunto y seguían enseñándole, más allá de la muerte física, cómo debía configurarse el rol de ese niño”.
Un ejemplo de esto es la personalización de las tumbas: las de las niñas pintadas de rosado con muñecas y elementos relacionados con la infancia femenina, y las de los niños de azul o celeste con camisetas de fútbol y juguetes. Esta práctica refleja la idea de que “el niño, aunque estaba muerto físicamente, seguía creciendo en el mundo de los muertos”, requiriendo la tutela de los adultos, principalmente de las madres, madrinas y abuelas.
En el contexto de la población de credo católico, Bondar descubrió que “el niño ocupaba un lugar en el Tercer Cielo”, un sector destinado a santos, beatos y ángeles. Tras la muerte, el niño regresaba al Tercer Cielo y tenía visión beatífica, convirtiéndose en un nexo directo entre sus familiares y el mundo de lo sagrado.
Por lo tanto, en esa ritualidad, “podía ver a Dios. Y desde ese momento era un nexo directo entre sus familiares y el mundo de lo sagrado. Era un mensajero más, era un angelito, un querubín”, detalló Bondar.
Aclaró que en el abordaje de la problemática de la muerte está “la particularidad histórico-temporal, espacial y cultural, básicamente, de la connotación de la muerte, el morir y los muertos”. En algunas culturas, los niños no son tan llorados como los ancianos, ya que se asume que no han construido las mismas redes sociales o no son depositarios de la memoria colectiva.
Sin embargo, en nuestra cultura, “es muy complejo percibir la muerte de un niño, de un joven, de un adolescente”. Sucede que la muerte de un niño “transgrede una norma antropológica que se presupone fija el hecho de que los jóvenes o los niños tienen que irse de este mundo terrenal luego de los adultos; que los hijos deben fallecer después que sus padres. Eso genera una ruptura que no posee nombre”.
De esta forma, Bondar aseguró que “la expresión del dolor, que es muy variable también, es indescriptible, no se puede llegar a una comprensión de la pérdida de un hijo”. En este contexto, prácticas como “Ángeles somos” se convierten en una forma de domesticar esa pérdida.