Justiniano Fretes (103) nació en Quiindy, distrito paraguayo del Departamento de Paraguarí, pero llegó a Misiones con apenas 14 años, porque ese era su deseo desde pequeño. Lo hizo en compañía de su tío, Zacarías Fretes, que vivía en Bonpland, y había ido de visita al país vecino. Ya instalado en la casa de sus parientes, salió a trabajar por las cercanías, porque a eso lo acostumbraron de chico, como a su padre, un encargado de estancia. Poco después se conoció con la tradicional familia Berent, de Colonia Alberdi, y tan hondo caló la amistad, que se fue a vivir y a trabajar con ellos. Esa localidad significa mucho para Don Justiniano, porque allí conoció a su compañera de vida, Rufina Álvarez, que también llegó de Paraguay (Caazapá), junto a la familia de un médico de apellido Mendoza, con el que trabajaba, y ahí nacieron sus hijos: Mirta, Dorita, Sully, Juliana, Cristina y Carlos.

“El doctor había sido contratado por la Comisión de Fomento de Colonia Alberdi y ahí prestaba sus servicios, y la que sería después mi señora, era su secretaria. En ese momento yo trabajaba para la Cooperativa Picada Libertad, de Leandro N. Alem, que tenía una sucursal en Colonia Alberdi. Me había recomendado un maestro, y trabajé durante tres años como subencargado”, recordó el hombre, que el 5 de septiembre cumplió 103 años.
En ese lugar, “atendía un bar grandísimo, y me daban el 50% de las ganancias. Del otro lado estaba la tienda y el almacén, y tenía que ocuparme de ambas cosas, pero después conseguí una secretaria para que me ayudara porque era demasiado. Es que a veces amanecía en el bar, no dormía nada y tenía que abrir el otro local. Era joven y estaba contento de poder trabajar. Gané mucha plata, al punto que con ese dinero me pude comprar una chacra. Había pagado al contado algo así como siete mil pesos. Después de tres años me retiré y me fui a probar suerte trabajando la tierra, pero no me gustaba, era como que el trabajo no me rendía y me daba rabia, siempre prefería el negocio”, comentó. Fue en ese entonces que conoció a la que fue su esposa -falleció hace diez años-, se casaron e hicieron una fiesta para 180 invitados. Él tenía 39 años y ella 22.

Durante un buen tiempo se dedicaron a la plantación de tabaco, pero “después nos mudamos a otro lugar e instalé un bar, porque me di cuenta que el comercio era mi fuerte, era lo que me gustaba. Trabajábamos bien, pero tuve mala suerte porque mi casa se quemó por completo”, dijo.
Relató que había quedado en la vivienda solo porque su esposa viajó a Oberá, en compañía de Mirta, su hija mayor, que tenía seis meses. “Era el 26 de noviembre. Ese día había comprado 16 cajones de cerveza ya que había venido el viajante que también me trajo harina y otros productos, porque siempre tenía bien surtido mi negocio. Una maestra vivía con nosotros para que le quedara más cerca la escuela. Tenía un novio de San Ignacio, un conocido mío, que ese día vino a visitarla. Como mi señora no estaba, yo atendía el negocio y él cocinaba. Después de comer, nos acostamos a descansar, y al levantarme hice fuego en el brasero y puse a calentar agua en una pava de cinco litros porque pensé que mi señora y la nena se iban a querer bañar a su regreso. No me percaté que cerca había botellas con bencina y recipientes con kerosene. Cuando puse carbón, se ve que cayó una chispa, prendió esos productos y se extendió rápidamente por el piso y las paredes de madera. Me desesperé cuando vi fuego en el techo. Se quemó absolutamente todo”, lamentó.

A pesar de las peripecias
Su hija Mirta, intervino en la charla y agregó que: “me contaron que veníamos en el colectivo y mamá vio el fuego desde lejos, entonces pidió para bajarse varios kilómetros antes y comenzó a correr, como pensando que iba a llegar más rápido de esa manera. Era por la desesperación al observar que era su casa la que se estaba quemando. Perdieron todo en ese momento. Había muchos regalos de casamiento que mamá todavía no había sacado de las cajas”.
Añadió que sucedió en el incipiente pueblo de Colonia Alberdi y “nos quedamos con lo puesto. Como papá era muy querido, sobre todo por la familia Berent, con quienes vivió desde la adolescencia, todos se pusieron a juntar cosas y así nos fuimos haciendo otra vez, y salimos adelante. Después tuvo otro negocio en ese mismo lugar”.
Después se mudaron a otra casa donde también tuvieron comercio, pero ahí se habían agregado dos hermanas: Dorita y Zully. Pero otra vez tuvieron que afrontar la pérdida de una parte del comercio a causa de un incendio. En esa ocasión se había anexado una farmacia y el fuego comenzó en ese local. “Cuando papá se despertó ya había quemado todo y estaba empezando a avanzar hacia la casa, pero no pasó a mayores”, acotó la hija mayor.

El deceso de su hija Dorita, a causa de una enfermedad, produjo tristeza y desazón en el seno familiar. Se instalaron en colonia Tacuara, cerca de Gobernador Roca, donde Don Justiniano se involucró en la construcción de un puente. “Me consiguieron un trabajo en la obra, donde estuve casi un año, pero, al mismo tiempo puse un negocio, porque tenía alma de comerciante, y mi señora cocinaba para el personal, para contribuir a la economía familiar”.
Alguien le sugirió que se mudara a Oberá, como para cambiar de aire, y junto a su familia se instaló en el barrio Olimpia, en una propiedad que después vendió para comprar otra sobre la calle Paraguay, en Tres Esquinas. En ese momento había conseguido trabajo en la Cooperativa Agrícola Limitada de Oberá (CALO), donde hacía trabajo “brazal”, entre otras cosas, hombrear bolsas en el secadero. Pero, como no podía ser de otra manera, “puse otra vez mi negocio, me iba bien, tenía suerte para los negocios y los tenía bien surtidos. Pero tenía muchos amigos, a los que le daba fiado, uno me pagaba, otro no, al final me terminaron fundiendo”, rememoró entre risas, el protagonista de esta historia.

Cristina, su otra hija, señaló que “cuando vivíamos en el Olimpia, papá trabajó en la construcción del empedrado de la ciudad. Las primeras calles empedradas de Oberá fueron hechas, en parte, por sus manos. No tenía trabajo y consiguió eso en el municipio. Mientras tanto, mamá hacía empanadas y las vendía a los obreros. Ella siempre le buscaba la vuelta para contribuir a la economía familiar. Así fue que salimos adelante otra vez”.

Al referirse a Rufina Álvarez, de la que en octubre se van a cumplir diez años de ausencia, sus hijas coincidieron en señalar que siempre “trabajó a la par, tanto en los negocios como en la chacra. Y cuando vinieron a Oberá, se desempeñó como enfermera en una clínica, como cocinera en otra y en un supermercado hasta jubilarse. Era enfermera empírica, se defendió muy bien con todo lo que el médico le enseñó porque ella era empleada en su casa. Además, nos crió y nos mandó a la escuela”. Ahora Mirta es enfermera universitaria, en su nombre. Cristina y Zully son docentes y Carlos se desempeña en el rubro farmacéutico.
Además de sus hijos, en su casa de Villa Svea, pasa sus días rodeado del cariño de sus nietos: Javier, Alberto, Jonathan, Rocío, Belén, Victoria, Adrián, Magalí, Camila, Martina, Máximo, Santino y Luciano; de sus bisnietos: Irina, Mateo, Mara, Máximo, Martín y María Paz; sus yernos: Federico, Néstor y Julio, y nuera Romina. También de sus cuidadoras María y Araceli.
A pesar de acogerse a los beneficios de la jubilación, para despuntar el vicio, Don Justiniano vendió quiniela, lotería y la rifa de la iglesia San Antonio durante muchísimos años. “Se instalaba frente a un supermercado y además de ofrecer sus productos, hacía sociales y hablaba con todos. Aquí se menciona a Fretes y todos lo conocen. Cuando se actualizó el sistema de captura de apuestas y aparecieron las maquinitas, la tecnología, dejó la quiniela porque no logró entender el funcionamiento”.

“Vender quiniela era como un hobby porque era una manera de contactarse con sus amigos, sigue siendo muy sociable, le gusta contar chistes y se acuerda de todo. Eso es lo lindo de todo esto, de poder tenerlo con esa lucidez, a esta edad”, indicaron sus hijas.
Sus hijos recalcaron que siempre les insistió con el estudio. A todos les hizo estudiar mecanografía porque decía que, si algún día les faltara, estaba seguro que “íbamos a encontrar un trabajo”. Lo mismo pasó con el trabajo. Él mismo sostuvo que cuando Carlos tenía ocho años, le dijo que quería trabajar. “Lo acerqué a la farmacia Europea, a pedido del propietario que quería un cadete, y se quedó hasta los 17 años. Cuando salió del secundario se fue a Buenos Aires y continuó auxiliar de farmacia”. A corta edad, Cristina también trabajó como cadete en una librería que estaba frente al correo.

Celebrar la vida
A Fretes le encanta festejar su cumpleaños, al punto que en los 103 ya adelantó que los 104 también los va a festejar y así, al menos hasta los 105. El día de su cumpleaños se inició la Fiesta del Inmigrante, entonces la familia organizó un almuerzo en casa y a la noche fueron al Parque de las Naciones porque ese era su anhelo. En la Casa de la Colectividad Paraguaya Ulises y Norma lo esperaron para agasajarlo, hasta bailó al ritmo de una orquesta tradicional. Después su hija Sully, que vive en Aristóbulo del Valle, vino a buscarlo y siguió con los festejos durante el fin de semana. “Donde hay una fiesta o reunión, lo llevamos. En Colonia Alberdi es el primer invitado. Se crió con Jacobo y Margarita, los hijos de su expatrón, Luis Berent, para quien era como un hijo. Lo llaman, lo quieren, es el hermano mayor. Nos pone muy bien que lo quieran tanto”, expresaron.

“Vender quiniela era como un hobby porque era una manera de contactarse con sus amigos, sigue siendo muy sociable, le gusta contar chistes y se acuerda de todo. Eso es lo lindo de todo esto, de poder tenerlo con esa lucidez, a esta edad”, indicaron sus hijas.
“Para nosotros, es un gran orgullo, y tenerlo así, tan bien, alegre, aún más. Con todos los valores y con todo lo que nos enseñó, todo lo que cuenta, sus vivencias, porque pasó por muchas peripecias. No fue fácil venir a un país extranjero y a esa corta edad”, aseguraron.

El gran sueño
Don Fretes contó que su idea era venir a Argentina desde los 9 o 10 años. “Mamita, cuando salga de esta casa, voy a ir la Argentina, pero no voy a volver más con ustedes, le decía a mamá. Guardé esa palabra y la cumplí, aunque ella se largó a llorar. Me daba una sensación de bienestar saberme. Me gustaba quedarme acá”, comentó.

Dijo que vino en tren desde Quiindy hasta Encarnación, pero “tenía miedo porque ni a un auto nos habíamos subido. En el campo no había. Cruzamos el río en lancha, descalzo y con una muda de ropa. Mi tío me compró una alpargata que mezquinaba muchísimo porque nunca tuve, porque vivíamos en el campo y éramos pobres. Hice hasta segundo grado, y me gustaba la matemática”.





