“Con mi alma lastimada por tanto escarnio y siendo víctima de una cruel operación que también lastima a mis hijos, saludo a cada compañero y compañera con mi compromiso de siempre”… los argumentos de la renuncia de Alberto Fernández a la presidencia del Partido Justicialista agreden por su hipocresía y lo siguen hundiendo en el fango más nauseabundo en el que se mueve buena parte de la dirigencia argentina.
El expresidente, subido desde hace unos días al podio de la hipocresía, sigue moviendo los límites de la empatía social haciendo que el odio a la casta vuelva a tomar impulso.
“Deseo que ninguna esquirla del linchamiento mediático al que estoy siendo sometido pueda lastimar a este partido en el que militan hombres y mujeres que tanto hicimos por la igualdad de géneros y respeto a las diversidades”, alega buscando recoger alguna ovación de un partido que ya ni siquiera lo reconoce como uno de los suyos y que, rápidamente, intenta despegarse para llevarse la menor cantidad de esquirlas posible.
Con su salida del núcleo político que presidía, aunque estaba en uso de licencia, Fernández comienza un lánguido derrotero en soledad y solo el tiempo dirá si, como muchos otros antes que él, podrá volver en forma de candidato o funcionario, o si cae definitivamente en el ostracismo político.
Argentina tiene penosos ejemplos de funcionarios y dirigentes que, pese a llevar consigo una condena o al menos graves acusaciones de las que zafaron mediante tecnicismos judiciales o normativos, volvieron en forma de candidatos o funcionarios. Alberto Fernández es una oportunidad para torcer ese rumbo de sospecha permanente y comenzar a demostrar que la Justicia, de vez en cuando, nos atañe a todos y que todos debemos dar respuestas. Se trata de un expresidente que mintió abiertamente durante su mandato y que ahora busca la empatía que no tuvo con la mujer que lo acompañó.