Por Pablo Touzon & Federico Zapata (*)
Los primeros tres meses de Javier Milei en el ejercicio del poder obligan a formular preguntas radicales, que perforen la superficie y tensionen los marcos analíticos tradicionales en los que la política argentina funcionó a lo largo de 40 años de democracia.
Algo se rompió, efectivamente, y quizás ya no sea posible -ni deseable- intentar volver a pegar los pedazos de un sistema roto.
El primer nivel de análisis de Milei no es Milei en sí, es la sociedad que lo produjo. Es la sociedad, y no Milei, la que construyó la correlación de fuerzas del 55% ante el espanto de la crisis económica. Es la sociedad, y no Milei, la que decidió dinamitar la “Unión Soviética” del orden estado-céntrico pos 2001.
Una revuelta contra un orden -el de las coaliciones, el de la Grieta– que se sustentaba en una retórica revolucionaria que velaba y ocultaba su incapacidad estructural para reformarse. Un “agárrame que lo mato” hecho sistema de gobierno, incapaz de procesar en 15 años una sensata actualización tarifaria.
Una dinámica histórica conocida, la de un país en el fondo tan conservador que solo puede reformarse haciendo revoluciones.
En esta saga, Gurri dixit, Milei no fue elegido a pesar de sus extravagancias, su marginalidad y su locura, sino que fue elegido precisamente por sus extravagancias, su marginalidad y su locura.
Milei, si esta hipótesis es correcta, no es la causa sino el efecto, no es la mano que empuña el fusil sino el instrumento que la sociedad encontró para destruir el viejo orden.
“Uno de nosotros”. Bullineado por los insiders, ya sean estos políticos, empresarios del poder, académicos de instituciones lejanas o periodistas de la corrección.
La sociedad, cansada, no buscó un profesional, un reformador o un constructor. No eligió un bisturí. Eligió una motosierra. Por ello, no resulta casual que el instinto primario que define los primeros meses de vida del experimento libertario sea la destrucción.
Este hijo punk de la sociología en crisis de la grieta, no viene a reformar, viene a cerrar. A quitarle “instrumentos” y “privilegios” a la “política”.
Focalizar al fenómeno de Milei en su capacidad para liderar agenda desde las redes sociales o en su condición de nativo digital, es poner la mirada en la árbol y no el bosque.
Milei no usa el lenguaje de las redes sociales, Milei es el lenguaje de las redes sociales hecho experiencia gubernamental. Por eso Milei (lo que nombra Milei) no es un fenómeno superficial, es un fenómeno profundo, incluso a pesar de sí mismo. Porque esa profundidad, por el momento, no es patrimonio del presidente, es patrimonio de la sociedad que lo utiliza.
Dicho de otra manera: la correlación de fuerzas favorable a Milei no se basa en la obra política del poder libertario (hasta acá muy fallido) sino en un activismo silencioso estrictamente social, silvestre y muy viral que se condensó en el resultado del balotaje.
Se trata de un sentimiento social que hoy está muy vivo en esa sociedad que habilitó un inédito (y muy laxo) consenso liberal para el ajuste, pero también se trata de un sentimiento que el gobierno de Milei no controla; más bien, es conducido por él.
Se ha dicho que Milei construyó su pueblo. Efectivamente, algo de esto ocurrió. Pero más importante aún, desde el punto de vista de los efectos políticos actuales, es que la sociedad creó a Milei como su propio Gólem rústico y vengador.
Campos de batalla
“No existe ningún movimiento operante en el mundo en la actualidad que esté basado en una filosofía libertaria. Si lo hubiera, se encontraría en la anómala situación de usar el poder político para abolir el poder político. Aunque quizás, superando esta anomalía, podría desarrollarse un movimiento político regular”
Karl Hess, “La Muerte de la Política”, 1969
Reformulemos la hipótesis inicial de otra manera: Milei no es todopoderoso, la sociedad es hoy todopoderosa. Al haber dinamitado el sistema político, la sociedad civil disolvió un pacto (el de la representación) que le permite recuperar transitoriamente las riendas del proceso histórico.
Como consecuencia, se percibe una dilución de las fronteras entre el poder y la calle, las alamedas caídas del poder roto, un reempoderamiento del homo qualunque que se atreve hoy a interrumpir cualquier sesudo cónclave politológico con un “ustedes, los que saben, ya intentaron, por qué no lo dejan a éste”.
La crisis del especialismo, de las mediaciones, de los saberes consolidados. Romper a la casta para ponerse uno mismo, aunque sea durante un rato, donde nadie es más que nadie.
Como en el 2001, pero por otros medios, transitamos un momentum histórico que el italiano Toni Negri denominaba poder constituyente: la configuración precoz pero potente de un poder social autónomo, de un democratismo radical que rompe con el sistema de poder constituido para crear las condiciones de posibilidad de una nueva Constitución, que no es otra cosa que un nuevo poder constituido.
¿Qué poder? Tenemos que saltar ahora de la sociedad a la autoridad y de la calle al sillón de Rivadavia: Milei es la expresión o el emergente de una nueva era, ¿puede ser el agente de un nuevo orden político?
La pregunta, hoy por hoy, todavía no tiene respuesta. Sin embargo, es posible entrever cuáles son los principales dilemas libertarios para intentar resolver una ecuación de orden y poder.
Decía Maquiavelo: “Se debe tener en cuenta que no hay nada más difícil de llevar a cabo, ni de éxito más dudoso, ni más peligroso de manejar, que iniciar un nuevo orden de las cosas”.
Javier Milei transita sus días iniciales en el ejercicio del Poder Ejecutivo atravesado por dos pulsiones contradictorias que aún no han logrado resolverse en un dispositivo político novedoso. Esas dos fuerzas en estado de guerra permanente son, por un lado, la batalla contra la casta y, por el otro, el intento de lograr un testimonio instituido de autoridad política.
Mientras la batalla contra la casta implica una impronta de intransigencia y radicalización permanente contra la corporación política, el intento de lograr un testimonio de autoridad política instituido conlleva la necesidad de fundar una nueva corporación política.
Deconstrucción versus construcción. Las dos almas que pueden definir el éxito o el fracaso de la experiencia libertaria.
Profundicemos en esta contradicción constitutiva de la identidad libertaria.
La batalla contra la casta supone prolongar la estrategia que sirvió electoralmente como una fórmula política intocable, aún en el momento gubernamental. Que lo que sirva para ganar elecciones sirva para gobernar. En esta forma de entender la dinámica política, el DNU o la Ley Ómnibus, son, en primer lugar y fundamentalmente, manifiestos y testimonios de una cruzada (el libro rojo libertario), y en segundo lugar y solo secundariamente, leyes que tienen que pasar por el fango político del Congreso para transformarse en reformas operativas, reales y concretas.
La teología antes que la política. Después de todo, Milei es un jefe de Estado que no cree en la organización que preside (el Estado), a la que caracteriza como una organización criminal inferior éticamente a la mafia. Un Papa que no cree en Dios.
La idea de “no negociar nada” o las acusaciones imprecisas de corrupción parlamentaria a la oposición no kirchnerista se fundan en la perspectiva de que Milei obtendría “más flores” para su primavera política manteniendo una simple confrontación global contra la mala reputación corporativa de las instituciones asociadas a los últimos diez años políticos del sistema democrático (sindicatos, congreso, kirchnerismo, radicalismo) que en un éxito político palpable en el corto plazo de su propia gestión. O en todo caso, bajo una hoja de ruta de dudosa factura política, la idea de que un eventual resurgimiento de un nuevo capitalismo argentino se debe forjar a partir de un aceleracionismo en el vacío del sistema político, que, en todo caso, y en el mediano plazo (elecciones de término medio, 2025), permitiría cimentar ex post un nuevo dispositivo de poder.
Primero las condiciones materiales, luego la superestructura.
Este camino posee una serie de deficiencias llamativas: en primer lugar, la recuperación de la inversión privada en la Argentina, clave para que además de lograr estabilidad de precios, el país pueda volver a crecer, requiere de reformas estructurales, reformas que requieren del Congreso, y, por ende, de la “maldita” política.
En segundo lugar, un reacomodamiento del peso relativo del Estado en el PBI nacional implicará rediscutir un nuevo pacto fiscal federal. Dado que la distorsión es sistémica (Nación y Provincias, incluso municipios), el ajuste nacional es insuficiente.
Es la sociedad, y no Milei, la que construyó la correlación de fuerzas del 55% ante el espanto de la crisis económica.
En tercer lugar, las reformas y ajustes de precios relativos son condiciones necesarias, pero no suficientes para que el país vuelva a crecer. La condición necesaria es una estrategia de desarrollo nacional y una nueva forma de activismo gubernamental, que ya no compita innecesariamente con el sector privado, que ya no intente crear tantos derechos como subjetividades existen en nuestro territorio, pero sí que se focalice en acompañar una transición rápida e inteligente de los fundamentos estancados de nuestra productividad nacional: inversión (con énfasis en infraestructura) y capital humano.
Posiblemente toda esta agenda suponga un mood constructivo que hoy la sociedad no está dispuesta a acompañar. Después de haber sido mentado tantas veces en vano, todos los discursos que incluyan al Estado y sus especialistas, aunque sea en un rol neodesarrollista, parecen formas sofisticadas de la estafa. Pero Milei debería tener claro que la misma sociedad que lo ungió puede optar por desenchufarle la motosierra, incluso habiendo sido exitoso en su terapia de shock contra la inflación.
El riesgo de quedarse “sin mandato”, un tema particularmente complejo para alguien que concibe su misión histórica de manera mesiánica. La segunda fuerza en disputa, la búsqueda de un testimonio de autoridad política instituida, dialoga en forma directa con la sombra de Alberto Fernández.
Luego de la experiencia del Frente de Todos, esa toldería de impotencia y vetos cruzados, la sociedad necesitaba reconstruir el grado cero del poder político en Argentina: la Presidencia.
Este decisionismo como necesidad existencial de la nueva presidencia explica en parte la negativa de Milei a querer construir un acuerdo de gobierno con el PRO. El líder libertario entiende que eso lo transformaría en el “Alberto” de Macri. No explica, sin embargo, por qué Milei no se sirvió de los restos del sistema político para construir su propia coalición, como insinuó en diciembre.
Este es el problema político más relevante que tiene Milei: su liderazgo todavía no se expresa en la construcción de un modelo decisorio (una nueva gobernanza) que encuadre a la casta y esboce las bases de un “partido libertario de gobierno”.
Para ser más precisos, la búsqueda de autoridad política como necesidad existencial logra sortear la relación con la opinión pública (gobernar la agenda), pero no está resolviendo el dispositivo político para reformar, gobernar e institucionalizar ese liderazgo.
Volvamos al punto de partida: ¿es factible ecualizar estas dos pulsiones contradictorias en una fórmula política novedosa? En los primeros meses de gestión, la primera pulsión constitutiva del joven mileismo (la batalla contra la casta entendida como un mandato permanente e intransigente) sostiene el liderazgo en la opinión pública, pero al mismo tiempo dinamita los puentes que Milei necesita para fundar un nuevo poder.
La posibilidad de lograr una ecualización de esas fuerzas, hoy en permanente conflicto, implica que el “comité central” del mileismo recalibre la lectura política.
En concreto, el problema con el choque de racionalidades que describimos no radica, por ahora, en una posible paralización de la voluntad reformista que Milei imprimió a sus primeros días de gobierno ni en una caída de su imagen pública positiva, sino en un retraso político para llenar el vacío de la autoridad presidencial que dejó Alberto Fernández y el kirchnerismo tardío.
Más allá de la existencia de un consenso liberal proajuste y antiestado que explicó su ascenso al poder, en un sentido político más amplio, Milei también fue votado para “resolver” la acefalía decisionista de la elite política frente a la crisis permanente de la “grieta”. Terminar con la máquina de obstruir, ese partido frenado por el VAR y el fuego en la tribuna, a como dé lugar. Milei no puede proponer el “no me dejaron” como un horizonte político permanente.
Hasta el momento, Milei considera que la explotación dogmática de la singularidad libertaria frente a los poderes constituidos (tanto en la Argentina como en Davos) es la vía política más adecuada para sembrar las bases de su poder.
Intransigencia y movilización twittera. Esa estrategia funcionó a pleno mientras la figura de Milei fue puro fenómeno, sin los “obstáculos” de las mediaciones grises (instituciones y corporaciones) que entran a tallar y suponen la obligación política de crear un poder institucional propio que sustancie el poder de su ansiada gobernabilidad reformista. Darse los medios para sus fines.
Allons Enfants
“En una Revolución, como en una novela, la parte más difícil de inventar es el final”.
Alexis de Tocqueville, “Recuerdos de la Revolución de 1848
El costado milenarista del jefe de las “fuerzas del cielo”, con su mezcla de celo religioso y fervor revolucionario, complejiza el escenario. El amor que siente Milei por sus ideas es similar al amor que se lee en todos los casamientos católicos del mundo en la “Carta a los Corintios”: tan perfecto que es imposible de sostener en el tiempo.
Por eso, la hipótesis política fundamental del gobierno libertario, que implica prolongar aquel estado ideal de la relación política directa entre Milei y la sociedad civil afín a la “esperanza reformista”, ese enamoramiento, como núcleo e identidad de la nueva autoridad presidencial, es muy problemático. Plantea y demanda un esfuerzo que solo puede sostener él, con pasión monotemática.
Milei debería tener claro que la misma sociedad que lo ungió puede optar por desenchufarle la motosierra, incluso habiendo sido exitoso en su terapia de shock.
La idea central de esta estrategia política es hacer de la flaqueza institucional del gobierno de LLA una virtud sociopolítica del presidente Milei. De una debilidad una fuerza. En ese “marco teórico”, la debilidad legislativa, la debilidad administrativa para ocupar la totalidad de las dependencias del Estado y la debilidad corporativa del mileismo como partido de gobierno, sería leída como la consecuencia política de una lucha o contraste contra el gran poder extorsivo de la casta que frena la fuerza dogmática y moral de las “ideas de la libertad”, y no tanto como una flaqueza originada en las fallas del gobierno libertario para elaborar e imponer nuevos ámbitos institucionales, nuevas reglas políticas de negociación y nuevas alianzas sociales que encuadren, gradual y sectorialmente, al gran monstruo corporativo argentino.
La mesa chica de Milei cree que la intransigencia política hacia cualquier reformismo realista que implique concesiones a la “casta” tendría mayor productividad política que la alternativa de constituirse en un líder decisionista que saca las reformas con rapidez y un grado significativo de consenso.
El problema con este razonamiento transformado en “razón de estado” es que tal vez pide demasiado a sus electores y que prioriza su mandato explícito (la guerra a la casta) a costa de su mandato implícito (resolver la economía).
¿Mala praxis política? Diremos al menos lo siguiente: para que ese apoyo social constituyente no merme o se disuelva, Milei deberá construir un poder libertario de gobierno que transforme esa volátil y débil correlación de fuerzas de la primavera libertaria electoral en una firme hegemonía institucional que dependa menos del estado anímico de la sociedad y un poco más de las transformaciones efectivas de ese “nuevo sistema político”.
Si Milei persiste en su actual hipótesis política, será probablemente en el mediano plazo el presidente que inauguró una nueva era, pero no el que fundó un nuevo orden.
¿El hombre que amaba los perros?
La pregunta final de esta indagación es entonces por el orden y la acción política disidente de la nueva era. Dijimos que la hipótesis fundamental de este ensayo es que Milei es un producto de la sociedad. Esto tiene dos implicancias políticas de primer orden.
En primer lugar, si ese veto-bronca contra la casta se debilita porque los beneficios concretos de la gestión libertaria tardan en llegar (es decir, si no hay una baja sostenida de inflación para mitad de 2024, su único mandato económico fijado en piedra), no habrá convicción libertaria que pueda contrarrestar una amortización cualitativa del capital político de Milei. No solo de vendettas vive el hombre.
En segundo lugar, y como bien expresó en una entrevista reciente Facundo Manes, la sociedad no vuelve para atrás. ¿Qué quiere decir exactamente “no vuelve hacia atrás”? Quiere decir que, si este cambio fracasa, en todo caso, la sociedad buscará otro cambio y no una reestructuración del orden anterior.
No volverán. Ni el orden del Frente de Todos bis, que agotó dentro de su trampa de la unidad todos los intentos de restauración posibles, ni el de Juntos, al cual la sociedad le respondió, en una ironía cruel, apelando a que la gobierne hoy el peor equipo de los últimos 50 años.
El clivaje seguirá siendo, aún en caso de un fracaso de Milei, cambio versus cambio. Por lo tanto, si la restauración es imposible, las naves arden en la costa y no existe ya ninguna casita de los viejos adonde volver.
La pregunta que cabe es si la sociedad opositora a Milei fabricará su propia herramienta, su propio outsider, su propio martillo.
Desbordar a Milei, no “resistirlo” simplemente. Durante la Revolución Francesa, la llamarada que arrancó en 1789 tuvo muchas formas de gobierno antes de concluir. Los jacobinos y su guillotina fueron solo uno de esos avatares, el más destructivo, de un proceso mucho más vasto, profundo y complejo que siguió accionando a lo largo de una amplia secuencia temporal, que tuvo muchas formas de gobierno y que aún hoy discute su fecha exacta de clausura.
En Argentina, este proceso de transformación puede también no clausurarse con Milei, algo que los libertarios deberían tal vez tener en cuenta antes de tatuarse las profecías gráficas de Parravicini en la espalda. Como pintó Goya, la Revolución casi siempre termina devorando a sus propios hijos.
(*) Artículo publicado en www.panarevista.com