Norma Lidia “Lila” Esquivel (75) siempre se sintió atraída por el arte, pero las múltiples ocupaciones laborales y familiares hacían que esas ganas de hacer volar la imaginación, pasaran a un segundo plano. Tras la muerte de su esposo, Julio Horianski, en 2001, esta exdocente comenzó a trabajar en la empresa de sus hijos y hace poco más de diez años, incursionó en la pintura. Con el paso del tiempo, su crecimiento fue exponencial, tanto en la cantidad de obras realizadas como en el perfeccionamiento de la técnica utilizada. “Pintar me atrapa de tal manera que no me doy cuenta del paso del tiempo”, confió a Ko’ape esta amante de la decoración y del orden.
Sostuvo que “no me considero artista, no le doy valor a lo que hago como para decir que soy artista. No me animo a exponer mis cuadros, nunca lo hice”. Fue alumna de Carolina Ferdman, que tenía un grupo de chicas a las que daba clases y un día le preguntó si se animaba a pintar, a lo que Esquivel contestó que “toda la vida me gustó la pintura”. De entrada, le aclaró que no quería pintar en acrílico y que solamente le enseñara la técnica del óleo. “Solo pinto al óleo porque es mágico por la forma que podés combinar los colores. Y, como tarda en secarse, te da la posibilidad de corregir errores o hacer ese trabajo de luces y sombras para el que me dijo, tengo mucha habilidad”, agregó la madre de Julio César, Walter Hugo, Santiago Alberto y Juan Pablo, quienes le regalaron 13 nietos: Lucas, Yahel, Azul, Ezequiel, Agustín, Delfina, Santino, Felipe, Victoria, Milagros, Micaela, Teo y Ema, que es un “angelito”, cuya imagen se tatuó en el brazo a los 70 años.
“Lila” toma fotografías de todo lo relacionado con el cielo: noches de luna, la luna reflejada sobre el agua, “todas cosas románticas”, y las comparte en el grupo “Amantes del amanecer y del atardecer”, donde hay personas de todo el mundo. “Antes sacaba cuando viajaba, pero nunca le di la importancia necesaria. Son instantes. Es tan rápido el cambio que se da, que te puedo sacar 10 fotos y todas son distintas. Es precioso. Es una maravilla. Es apasionante”.
Lo primero que plasmó en el lienzo fue una magnolia grandiflora, que apreció en su juventud durante una clase de botánica en la plaza San Martín, mientras era estudiante de biología del Instituto Montoya. “Mi profesora me dijo que no era fácil, pero quería intentar. Y ahí está mi cuadro, tiene defectos de luces y sombras de los que ahora me doy cuenta. Pregunté a Carolina si le parecía que tenía que corregir todo lo que hice mal y me dijo que no, que debía conservar todos los trabajos para que yo misma note la evolución. Y eso hice, a pesar que tengo cuadros que me avergüenza mirarlos por cómo están pintados, porque veo un montón de defectos. Empecé a en 2010 y fui avanzando”. En “Abrazo de amor”, un abstracto moderno que preside el living, que culminó en 2016 y “me encanta, porque considero mi obra maestra, veo una evolución importante”.
Pintó mucho durante la pandemia. Como era de alto riesgo, por la edad, y había salido de una cirugía, “estuve 100 días sin ver a nadie. Hay gente que se volvió loca por esa situación, sin embargo, yo pintaba, hacía bijouterie y me ocupaba de todos los quehaceres domésticos”.
Pinta sobre madera, sobre tela, que le resulta mejor. “Me encanta el texturado, me entretiene muchísimo, hice cuadros muy lindos con textura. Cada pedacito tiene un cambio. Trabajo primero con enduído plástico, que compro por kilo y me dura para varios cuadros, y lo modelo con lo que encuentro: una cuchara, una espátula, y voy haciendo lo que me va surgiendo. Son todos cuadros distintos”, agregó.
Insistió con que la pintura “me atrapa, es como que estoy viviendo lo que estoy haciendo. Será por eso que tengo tanto amor por lo que hago y no quiero regalar, si no sé qué verdaderamente le gusta a la persona. Si fuera por ella, mi sobrina, Silvia Ortíz, se lleva todos mis cuadros y a mí me encanta que a ella le apasione lo que hago”. Añadió que cuando dicen: “Vendeme, me parece que es como si estuviera vendiendo un kilogramo de galletas. No quiero, no me gusta. Para exponer, no sabría con quién contactarme. Solo pinto”, y tiene las paredes del departamento cubiertas de coloridas obras, incluso los pasillos internos del edificio donde reside.
“Mi esposo falleció en 2001 y la pasé muy mal. Agradezco a mi hijo que me haya sugerido que fuera a trabajar a la oficina un día que me vio llorando, acurrucada. Dijo: o te vas al psiquiatra o venís a trabajar con nosotros. Hice eso y soy la que maneja el archivo. No voy a dejar porque eso me da fuerza, me da vida, aparte de compartir con ellos”.
Una vez que aprendió la técnica, “me largué sola. Cuando tengo dudas, las resuelvo sola, veo muchos tutoriales en Youtube, especialmente sobre técnicas nuevas. Amo el pincel, pero aprendí el espatulado. Hice un cuadro y dije, no es lo mío. Después empecé con una técnica americana que acrílico fluido, que es de lo más divertido, pero tenía que forrar la mesa, el piso, porque es un enchastre. Me divertía y tengo cuadros que quedaron bellísimos”.
No lleva registro de la cantidad de trabajos terminados y entiende que muchos de ellos fueron conocidos por un desafío al que la introdujo su prima Norma Vicente. Es que un día “le mandé la foto de un cuadro que ella subió a su estado de WhatsApp. Debajo puso, esto hizo mi prima Lila. La gente comenzó a preguntar cuando costaba, si quería vender. Entonces pensé que esa sería una buena oportunidad para mostrarlos. Todos los días subía un cuadro a mi estado. Lo hice durante mucho tiempo. Cuando subí el último, escribí: ‘Gracias a todos los que le dieron importancia a mi trabajo’”.
Amor por la familia
“Lila” Esquivel nació en Posadas porque en Garupá, donde vivía su familia, “no había nada”. Y toda su infancia la pasó en “el pueblito”, disfrutando de los primos, tías y el resto de los parientes. Recordó que, en verano, cuando venían de vacaciones quienes residían en Monte Caseros, Corrientes y en Buenos Aires, “tomábamos el pueblo por asalto. Íbamos por todos lados, lo disfrutábamos. Nos juntábamos en Navidad, en Año Nuevo, que eran las fechas para las que trataban de visitarnos. Era la alegría del preparativo. Todos estábamos emocionados, arreglábamos la casa, la pintábamos. Venían en ferrocarril, entonces todos nos íbamos a la estación para la gran espera, a encontrarnos con los primos. Hasta ahora, me emociono y se me eriza la piel cuando lo recuerdo. Es tal el amor que tengo por esta parte de mi familia, que son los descendientes de los abuelitos Vicente. Es una hermosa familia y casi todos sus integrantes tienen alguna característica del arte: hay una que escribe, otra que redacta prosas muy bonitas, hay músicos. Sin ir más lejos, tengo una nieta que es cantante de rock, que ahora se va a estudiar a Buenos Aires”. Añadió que “nos reuníamos en todas las ocasiones que se podía, por ejemplo, para los que estábamos en Misiones, la Semana Santa era sagrada. Se compartía las comidas típicas que hacía mamá (María), muchas comidas españolas y otras que hacía mi tía Juliana, que la mayor de las hermanas de mamá”.
Con los colegas de la Escuela Normal, “todavía nos reunimos cada tanto, somos alrededor de 20 y es hermoso porque compartimos una cena, nos reímos un rato y hasta solemos amanecer. Pasamos muy bien y el compartir, es parte de la vitalidad que tenemos. Todos sabemos de la vida del otro, del que está necesitado, del que necesita acompañamiento”.
Terminó el secundario en la Escuela Normal “Estados Unidos del Brasil”, donde se recibió de maestra normal nacional, que en esa época era un “titulazo”. Al año siguiente empezó a trabajar en la Escuela 57 de Garupá, y contrajo matrimonio con Julio César Horianski, un apuesto joven tres años mayor. “Vivimos un tiempo en casa de mamá porque mi esposo recién empezaba a trabajar en el Instituto del Seguro, y tenía un sueldo básico. Y mi salario como maestra nacional lo cobraba cada tres o cuatro meses. Transcurrió el tiempo hasta que compramos una camioneta de 1929. Yo continuaba los estudios de biología en el Montoya -aún inconclusos- y él me esperaba hasta la salida, por lo que nos solíamos acostar tarde. Un día, viniendo a trabajar, Julio se durmió en la ruta a raíz del cansancio, por lo que decidimos venir a vivir a la casa de mi suegra”, comentó esta admiradora del pintor frances Claude Monet, que instó a quienes “están solos, a que pueden encontrar una gran compañía en la pintura”.
La escuela, su lugar
“Lila” ama enseñar. “Si me piden que vaya a dar una clase para viejos, para jóvenes, voy, porque amo hacerlo. Siempre trabajé en escuelas humildes y por muchos años di clases de sexualidad. Empezamos con el tema de las violaciones, de los chicos golpeados, nenas embarazadas en tercero o cuarto grado. Todos los años traíamos un médico, pero les enseñaba como si fueran todos adultos, entonces no era entretenido”. En una ocasión sugirió a la directora que ella se animaba a enseñar a los chicos como corresponde. “Expliqué cómo iba a hacerlo: con láminas, con palabras adecuadas para la edad. Durante muchos años, casi a fin de año, juntábamos a todos los alumnos de cuarto, quinto, sexto y séptimo, y tomábamos un día entero para las charlas. Se quedaban embobados”.
“Les enseñaba cómo había que limpiarse, cómo había que cuidarse, sobre la necesidad de respetar su cuerpo, respetar su sexualidad y no permitir que nadie los toque. El cuerpo es sagrado y solo vos podés tocarlo, les advertía”. De la misma manera se dirigía a las nenas y a los varones, y venían otras maestras a escucharla porque había muchas que tampoco sabían cómo expresarse ante sus alumnos. “Y era fascinante porque terminaba mi charla y llegaba el momento de las preguntas y respuestas. Como quedaban callados, les aclaraba que iba a salir al recreo y que me dejaran sobre el escritorio textos anónimos. Al regresar, me encontraba con una parva de papeles. Entonces, ¿cómo no voy a tener pasión por enseñar a ese tipo de niños?. A muchos, les sacaba piques, le curaba la sarna. Siempre sentí placer de enseñar a los chicos más humildes”, celebró, quien también se dedica a la manufactura de gobelino, a la confección de collares y de muñecos de tela, que regala por el mero “placer de dar”. Entre risas, se jacta que “no sirvo para negociante, y eso que me crie en un negocio de ramos generales, que se llamaba Stella Maris, como mi hermana que también vive en Posadas, y de chiquita ayudaba a mis padres. Papá -Felipe Santiago Esquivel- era jefe de la Estación de Garupá, venía a media tarde y nos llevaba al negocio junto a nuestro hermano Miguel, que fue el intendente futurista de la localidad. Mi padre era de esos a los que en la madrugada le golpeaban la puerta porque necesitaban una mortaja. También tenían telas negras para las señoras que se vestían de luto, de arriba a abajo”. En el negocio se podían encontrar cosas de ferretería, tienda, zapatería. Había de todo porque era muy difícil venir a Posadas, cruzando por el barro colorado.
En otra cosa que incursionó “Lila” es en la confección de ropas. “Mamá tenía una máquina de coser Singer que era de mi abuela, pero nunca aprendió a coser. Me pareció fácil. Empecé a desarmar ropa y a sacar el molde, después empecé a comprar revistas con molde. Y me hacía la ropa para ir a los bailes del Club El Progreso. De esa manera, en cada baile me estrenaba una prenda”. Cuando falleció José Vicente, “un hermano de mi mamá, al que quería mucho, me dijo: no tengo nada negro para ponerme. No te preocupes, te lo hago en un ratito. Desarmé uno de sus vestidos y sobre eso corté la tela negra. Quizás desperdicié género, no recuerdo. Pero la cuestión es que se puso su vestido negro para ir al velatorio del hermano”.
La experiencia de los gorgojos
Con la enfermedad de su esposo, la familia pasó por momentos de angustia. Un amigo de sus hijos “se enteró del problema y mencionó que un conocido está comiendo gorgojos, que le estaba yendo bien y dice que curan el cáncer. Mi hijo fue a la oficina de su padre con la persona que estaba haciendo el tratamiento, porque sabía que su papá no le iba a hacer caso. Julio escuchó, le dijo que bien, pero cuando se fue, negó que iba a comer eso. Fue entonces que mi hijo consiguió la dirección de la persona que trajo los gorgojos desde Paraguay”, explicó.
No tiene una preferencia al elegir los momentos. “Muchas veces lo hago después de comer, por ejemplo, en invierno. Y me atrapa tanto que puede llegar la medianoche y yo sigo pintando. Muchas veces miro la hora y recuerdo que temprano tengo que ir a trabajar. La pintura me atrapa, no hay dudas. Es algo fascinante para mí y la inspiración puede llegar en cualquier momento”.
Vivía en una chacra de Leandro N. Alem y se trataba de un señor que tuvo cáncer de piel, y se curó totalmente. Fueron hasta allá y “cuando mi esposo habló con esa persona dijo que los iba a comer. Ese hombre nos dio la primera colonia de gorgojos en un frasquito. Son delicados, comen pan integral que no tiene que estar muy húmedo, no tiene que estar muy seco, y se mueren si se forma moho. Criarlos da mucho trabajo. Hubo días que amanecí limpiando las colonias”, manifestó.
Horianski se entusiasmó y empezó a comer. “A la par, empezó a correr la voz, supo uno, supo otro, salió publicado en el Diario PRIMERA EDICIÓN. Se enteraron personas de otras provincias y me convertí en una generadora de esa cosa curativa. No sé si cura, pero el médico me dijo que tenía tres meses de vida, y vivió tres años, que es mucho tiempo de diferencia”.
“Lila” le preparaba los gorgojos mesclados con yogur. “Comenzó ingiriendo 5 y todos los días iba agregando uno, hasta llegar a 70. Al día siguiente de haber llegado a 70, empezó con 69, 68, en forma descendente, hasta llegar a uno. Y ahí comenzaba otra vez. Es lo que nos enseñaron a nosotros. Hice una vez para acompañarlo comí los 70 para arriba y para abajo. Total, qué me podía hacer, si era un gorgojo, un bichito criado en el pan”, aclaró.
Mensualmente viajaban a un centro oncológico situado en Gonett, Buenos Aires, y “Lila” llevaba frascos “porque había gente que sabía que él consumía y que estaba mejor. Es que lo veían tan fuerte, tan dinámico y empezaban a pedirme. Cuando falleció, dije hasta aquí llegué porque me llamaban por teléfono desde distintas provincias, motivados por la noticia. El que nunca dejó de cultivarlos es mi hijo Julio. Si él sabe que hay una persona con cáncer, la visita con sus bichitos”.