Por: Myrtha Magdalena Moreno
Tomás ¡Oh, Tomás! Era el galán del barrio. Ricardo Darín, un poroto al lado de él. Cuando lo veían pasar con ese cuerpo de atleta de gimnasio diario, su cabello rubio y ojos como el mar, a todas las chicas y a las no tan chicas, se les iban los ojos con la boca abierta y cayendo la baba por un costado (como a mi perro cuando le doy los biscrok) y, así como el mar, con sus olas, se agitaban los corazones femeninos.
Él era consciente de todo eso y, cada tarde caminaba lentamente hacia la plaza, daba unas cuantas vueltas del perro, recogiendo, con su sonrisa, los halagos, aplausos y abrazos silentes pero bastante gestuales.
Así transcurrió su rutina durante años sin acercarse íntima o sentimentalmente a nadie, sin corresponder a esas expresiones ni sentires. Las mujeres que lo rodearon fueron cambiando, creciendo; algunas se casaron y se fueron del barrio sin olvidarse jamás del muchacho que las había hechizado con su belleza en la adolescencia y primerísima juventud.
Una tarde de intenso y agobiante sol misionero decidió llevar su humanidad a alguna playa de la costanera posadeña, esperando ser retribuido, además de las refrescantes aguas y brisas, con las observaciones y lisonjas expuestas en cada gesto, en cada mirada.
Extraño, no pasó nada de lo que había fantaseado según su experiencia de décadas. Las chicas pasaban a su lado como si fuera un granito más de la arena que pisoteaban. Había algunas tan bellas. Incluso visualizó a una encantadora, curvilínea, dorada, sonriente… y no sabía qué cualidades más la adornaban y, así como fue su vida, vio cómo la perseguían las miradas de todos los presentes masculinos y envidiosas femeninas.
No encontraba explicación para lo que había sucedido. Volvió a su casa, reflexionando sobre este hecho y recordando sucesos anteriores en la oficina, en el barrio, por donde se movía, viviendo situaciones cercanas o parecidas a las de este día.
Como para ratificar que él seguía siendo el mismo, se miró al espejo y, cual Dorian Gray, volvió a ver a es joven agraciado de hacía veinte años o más. Incomprensible.
Como seguía experimentando el olvido, la indiferencia de su alrededor, comenzó a cuidar más su aspecto, más cremas, más ejercicio, más ropa elegante… Hasta que un día, en el baño de hombres, se mojó un poco la cara para paliar el calor y limpiar la transpiración de su rostro y vio en el espejo un hombre canoso, arrugado, de gesto adusto… Miró a todos lados, no podía creer que esa era su imagen pero no quedaban dudas, no había nadie más en ese lugar.
Salió espantado, casi corriendo hacia su casa pero no perdía oportunidad de mirarse en las vidrieras, espejos de automóviles y vio que lo perseguía la imagen del baño. No restaba ninguna duda, era él. Su vanidad, su orgullo fue cayendo lentamente sobre el pavimento, la acera, el césped que cruzaba en su camino.
Llegó, por fin a su hogar, solitario y silencioso hogar. Fue directo al espejo donde encontró la misma imagen que lo había hecho tan presuntuoso por añares y lo llevó a convertirse en este ser despreciado y eludido que era ahora.
Tomó el gran espejo con las dos manos y lo estrelló contra el piso y aún desde allí lo seguía observando el muchacho aquel. Juntó los pedazos, los metió en una bolsa que llevó, con gran dolor, hasta el basurero de la esquina.
Todo su engreimiento, jactancia, soberbia, las metió en un bolsillo sin acceso directo y de allí en más, recobró su sonrisa pero ahora una genuina y humilde expresión de un ser humano común y socialmente reconocido.