Por Paco del Pino
El mundo mira con asombro y hasta envidia la pasión que ponen a las cosas los argentinos, desde los desbordes emotivos por el campeonato del mundo de fútbol conquistado a fines de 2022, hasta los récords de ventas de entradas y el fervor con el que se recibe a “rockstars” como Coldplay o Taylor Swift.
Pero de la misma forma, quedan boquiabiertos por la manera desgarrada -y siempre diferente- con la que atraviesan una y otra vez la misma crisis económica. O manifiestan el más absoluto desconcierto ante la realidad de un país dual, cabecero en ingenio publicitario, científico y técnico, con profesionales diestros y hasta destacados en casi todos los ámbitos; pero donde al mismo tiempo muchos de los que trabajan son pobres y donde cada vez son más los que tienen que endeudarse para poner un plato diario de comida en la mesa hogareña.
No se trata ya de no encontrar explicación (nunca la encontraron allá afuera) a que uno sea capaz de hipotecar el auto o la vivienda para ver a la Selección en cualquier lugar del planeta, o de sacar un préstamo para irse de vacaciones cada verano, celebrarle el cumpleaños a una hija o comprarse una tele más grande: no dan crédito (valga el juego de palabras) a cómo el estatus social que supimos conseguir se va derrumbando a marchas tan aceleradas que a veces haya que pagar en cuotas una simple cena familiar.
“No lo entenderías”, reza un dicho muy utilizado por estas latitudes cuando se pone en entredicho la lógica de alguna situación, como las descriptas en cuanto a pasión futbolera, fanatismo “cholulo” y capacidad creativa, pero también las referentes a empleo, pobreza y comportamiento de gastos.
Y no, no lo entienden. Al fin y al cabo, ¿acaso nosotros nos entendemos?
Este siglo (¿y el próximo?) está perdido
Durante el largo embarazo que supuso la dominación hispánica ya la bautizaron con el confuso nombre de Argentina, es decir, “de plata”, que lo mismo sirve para designar a una potencia económica como al papel que se utiliza para envolver sandwiches.
Después, nada más asomar su cabecita por el útero ibérico y romper a dentelladas el cordón umbilical con la Madre Patria, se lanzó a los brazos de una nueva estructura colonial como era la británica, que la acunó con canciones de arrullo y zalamerías sobreactuadas. Como diría Víctor Manuel, la fueron a parir entre algodón.
Tan sobreprotegida fue que, cuando siglo y medio después quiso empezar a -por lo menos- gatear sola, sus músculos estaban tan atrofiados que hubo que seguir llevándola de la mano y alimentarla con una gran mamadera de populismo. Y esa infancia supuestamente feliz que todos desean para sus hijos (que no les falte de nada, decimos) provocó un terrible shock psicológico cuando de repente se quebraron los vínculos y, una tras otra, las dictaduras militares fueron dejando a la criatura huérfana de padre, madre y hermanos.
Más tarde vinieron los abusos sexuales, cuando no violaciones salvajes para satisfacer la libido del Gran Capital, que ese cuerpito todavía impúber no fue capaz de soportar, hasta el punto de que se sospecha que quedó estéril y no podrá engendrar hijos.
En los últimos años, en plena adolescencia, la Argentina quedó descolocada, sin saber dónde está parada, de dónde viene y hacia dónde va, mangueando puchos por las calles a las pocas señoronas que aún los consumen, tironeando del saco a los patrones por si tienen una moneda que les sobre para invertirla después en una jarra loca compartida con sus compañeros de infortunio.
No soy y soy todo
La sociedad argentina es un adolescente que se masturba ante el espejo, obnubilado por su belleza y su grandeza, pero de inmediato yace acurrucado en la cama con el pretexto de ser un fracaso y de que todos le odian.
O una Scarlett O’Hara del subdesarrollo, que jura –poniendo a Dios por testigo, entre las ruinas de lo que supo ser su mansión de ensueño- que jamás volverá a pasar hambre. Y que, efectivamente, resurge de esas cenizas “aunque para ello tenga que mentir, robar, mendigar o matar” y vuelve a prender la luz de este oscuro rincón del planeta llamado Latinoamérica… pero sólo para terminar de nuevo incendiada, derribada, pasando hambre.
O acaso sea también uno de esos niños índigo que tan de moda se pusieron a comienzos de siglo, ésos que no eran “raros” como los raros de las anteriores generaciones, sino que tenían otra sensibilidad y una clarividencia con las que presuntamente cambiarían el mundo; pero que nunca pudieron cristalizarse (o descristalizarse para ser más exactos) y al final fue el mundo el que los transformó a ellos.
Probablemente no sea un “o” sino un “y”: Argentina es un eterno adolescente y una Scarlett O’Hara y un niño índigo y también una gambeta de Maradona o Messi (tan sospechada y tan imparable al mismo tiempo) y también una sociedad mezquina plagada de gestos solidarios, y también una Alicia atravesando el espejo.
Y entretanto, ese espejo en el que se contempla con ojos de Narciso y donde sistemáticamente busca aprobación, cual madrastra de Blancanieves, se va convirtiendo en el retrato de Dorian Gray que va envejeciendo con los años mientras el retratado permanece físicamente inalterable.
Y como ocurre con los niños, conforme van creciendo, a los demás les van haciendo cada vez menos gracia sus ocurrencias y, sobre todo, sus rabietas.
Lo auténtico y lo decadente
Aparentemente, aunque cueste reconocerlo, este país aún no llegó a la mayoría de edad. Pero su alma, esa imagen en el espejo, esa pintura wildeana, está ajada. Mejor dicho, gastada.
Tanto manoseo convirtió a la Argentina en una vieja prematura porque nadie se preguntó qué le convenía a ella sino qué nos convenía de ella a los demás. “Serás lo que debas ser”, propugnaba el general, y nos quedamos tan a gusto repitiendo la frase y apostando a lo contrario.
Con tantos vientos a favor de la prosperidad, no son la “casta política” ni los “poderes concentrados” (como braman desde ambos extremos de la “grieta”) los que la frenan: en realidad la Argentina no prospera porque padece una crisis de identidad o, mejor dicho, de autenticidad. Si no se reconoce a sí misma, difícilmente será reconocida por otros, por más rasgos reconocibles que exhiba.
Francisco Gómez-Antón, un excelso profesor universitario español ya fallecido, planteaba la aparente contradicción de que en una sociedad milenaria, feudal y tradicionalista como la china -sometida durante siglos al poder tiránico de un emperador- haya sido donde por más tiempo hayan sobrevivido los principios comunistas (teóricamente opuestos al régimen anterior). Y su explicación a lo inexplicable es que allí se aplicó un comunismo “a la china”.
En el mismo hilo, nos sorprende que el despelote generalizado que es Italia pueda darse el lujo de integrar siempre el grupo de las grandes potencias a nivel mundial. Y esto sólo es posible por el hecho de que su abigarrado y casi inentendible sistema político, económico y social es aplicado precisamente por italianos.
El argentino, por poner un caso, es muy similar y sin embargo no funciona. ¿Por qué? Porque no somos italianos (aunque muchos lo parezcan), sino argentinos.
En los últimos 70 años se han sucedido gobiernos (y desgobiernos) de todos los tamaños, formas y colores; y ninguno de ellos le ha encontrado la vuelta para convertir en una realidad la gran promesa que dicen que somos.
El problema de este país -como el de tantos otros, no vayamos a pensar- es que aún no encontró su propio sistema, el que se adapte plenamente a su idiosincrasia social y a la de todos (o la mayoría de) los que lo componen. Y tal vez no lo encontró porque nunca lo buscó en serio.
Acaso, como dijo alguna vez el excanciller Rafael Bielsa (hoy embajador en Chile), el principal problema de Argentina es que es un país sobrepensado y subactuado.
A través del espejo
En su Elogio de la locura (concepto que no debe interpretarse literalmente, sino traducirse por el de “insensatez”), Erasmo de Rotterdam plantea que “no constituye desgracia alguna ser fiel a la propia especie, de lo contrario tendríamos que lamentar que el hombre no pueda volar como las aves ni caminar a cuatro patas como los animales ni esté armado de cuernos como los toros. Por lo mismo, habría que llamar desgraciado al caballo -por hermoso que fuera- por no haber aprendido gramática, y el toro sería desdichadísimo por su inutilidad para la gimnasia. En consecuencia, si un caballo no es desdichado por no saber gramática, tampoco lo es el estulto, ya que su naturaleza conlleva todas esas cosas”.
Siguiendo el ejemplo, entonces, tal vez haya que concienciarse de que -por el momento- no somos más que un tiro al aire que, para ser, requiere de soluciones originales, ajustadas a su propia idiosincrasia, ya que los alineamientos con recetas externas (tanto de supuesta “derecha” como de supuesta “izquierda”) nunca nos funcionaron.
Vale, de acuerdo, no resulta sencillo determinar cuál es la esencia última de una sociedad y de los miembros que la componen. Y mucho menos en la Argentina, que por obra y gracia (algunos dirán desgracia) de la inmigración y la transculturación se ha convertido en una amalgama difícil de consolidar.
Pero tal vez haya que pensar que el principio fundante de nuestra sociedad es, precisamente, la indefinición, el sincretismo, ese profusamente promocionado pero muy desaprovechado “crisol de razas” en nuestras comunidades.
Mientras encontramos la fórmula, sigamos buscando el lugar más alto posible para festejar nuestros logros deportivos, y hagamos mucho ruido allá donde vayamos, y encontrémosle el lado humorístico a cualquier situación por dolorosa que sea, y gritemos siempre “la puta que vale la pena estar vivo”. Al menos en eso, el mundo está muy pendiente de nosotros y no podemos defraudarlo.