De los muchos temas de los que el actual Gobierno argentino se desentendió desde que accedió al poder mediante el voto de la mayoría, el de los alquileres es quizás uno de los más sensibles. En un país que durante las últimas décadas se fue acostumbrando al drama habitacional, la ausencia del Estado es claramente notoria.
En pocas horas -a partir del sábado 1 de julio- comenzarán a regir los nuevos contratos de alquiler pactados bajo la vigente ley sancionada por el Congreso argentino en 2020.
Entre las partes, pero con especial atención en los inquilinos, prevalecen dos grandes temores: advierten que los valores podrían superar largamente el índice inflacionario, o que los propietarios retiren sus viviendas del mercado tradicional para llevarlas a una renta temporaria en busca de dólares.
Y es que, con la ley de alquileres actual, los locatarios prefieren esperar y rentar a extranjeros para recibir dólares y no los pesos de un alquiler convencional.
Hace tres años, cuando los legisladores intentaron razonar un nuevo marco normativo para un mercado en crisis, terminaron perjudicando enormemente a todos los componentes, pero más aún a los inquilinos que, al día de hoy, tienen dificultades para encontrar un alquiler en el mercado y además deben afrontar ajustes anuales muy por encima de sus mejoras salariales.
Fue hace tres años cuando el Estado “se corrió” del tema de los alquileres, uno de los principales dramas de los argentinos; y un poco más cuando el propio Poder Ejecutivo faltó a una promesa de campaña y se desentendió del drama de los hipotecados UVA a los que, en campaña, trató de “víctimas de la mentira macrista” para luego cambiar de discurso y advertir que se trataba de “un problema entre privados”.
Las dificultades para la mayoría de los argentinos siempre están en ascenso, pero se sienten todavía más cuando quien debiera aportar soluciones no solo “se corre”, sino que se transforma en uno de los principales escollos para el desarrollo.