Con 94 años, María Francisca Collman de Mayer atesora en su memoria los más hermosos recuerdos de su paso por el Instituto Santa Catalina, donde se desempeñó como docente y de donde es una gran colaboradora desde los albores de la institución.
Esta comunidad está muy presente en su corazón porque alrededor de ella transcurrió, prácticamente toda su vida. Allí conoció a su gran amor, Bruno Wilibaldo “Ipi” Mayer (98), con quien lleva casada 68 años, y en las aulas del colegio se formó Teresita, su única hija, hoy, prestigiosa kinesióloga de la ciudad, que se unió en matrimonio con Eduardo José Bonetto.
Las docentes más jóvenes aún la visitan porque María Francisca es una fuente de consulta inagotable, una detallista “historiadora” de la época.
Posadeña de nacimiento, su infancia transcurrió en el barrio situado detrás del cementerio, luego su familia se mudó a Villa Urquiza y, finalmente al Santa Catalina. A partir de ese momento, su vida transcurrió en torno a la actual iglesia. “Nuestra casa quedaba al lado. Cuando empezamos a colaborar, era una capillita situada un poco más abajo que la actual. Después se mudó y ahí se empezó a prosperar. Trabajamos mucho de jovencitas, éramos un grupo numeroso. Cuando llegó el padre Francisco Wessling, SVD, con el paso de los años, se comenzó a proyectar la escuela para chicas”, contó.
Como su esposo era tesorero y es de descendencia alemana, “se llevaba muy bien con el sacerdote, que le dijo: qué te parece si empezamos con una escuela, y bueno, le contestó Bruno. El cura comunicó la decisión a la congregación, y le contestaron de manera afirmativa”.
Fue entonces que con todos los vecinos empezaron a acarrear piedras en la carretilla, desde una cantera que había en la zona. Y así empezaron a levantar dos aulas, que luego fueron pintadas de rosa, con piso de tierra. De esta manera se convirtió en “la primera escuela parroquial que se hizo en la provincia. Pasaron unos años hasta que se oficializó. Había solo dos maestras -Benítez Báez y Godoy- que todavía no eran nombradas por la Provincia”, rememoró Collman de Mayer.
De a poco el edificio fue creciendo y se fueron formando grados y se iban levantando las aulas con la ayuda de los vecinos y de la gente la parroquia que, por ese entonces, era parroquia y escuela. “Ahí ayudaron todos los vecinos de los alrededores, en su mayoría descendientes de polacos, suizos y alemanes. Mi hermano, Claudio Antonio Collman, estaba en Chaco, a cargo de una escuelita en la localidad de Santa Sylvina, y el padre sugirió traerlo para que se desempeñe como director. Pidieron el pase y se convirtió en el primer director de esta escuela. Después vino mi hermana Dora, que tenía primer grado, y el equipo se fue agrandando de a poquito”, manifestó la maestra especial, recibida en el colegio Santa María, que ingresó a unos cuatro años “del primer envión”, cuando las aulas iban aumentando.
“En ese momento me llamó el padre. Entonces pasamos a ser tres miembros de la misma familia”, acotó, quien los domingos sigue leyendo el diario “de punta a punta” y anteriormente se compraba muchas enciclopedias, que venían de España, las que donó “a una escuelita de San Isidro”.
Indicó que “se realizaban muchas actividades. Se hacían festivales para recaudar un poquito de plata para hacer los bancos, para hacer la escuela, para pintar, y todos ayudaban. No había diferencias en nada. No había lluvia que nos detenga. Hacíamos el chocolate para los niños, y los porteros colaboraban. Doña María, que preparaba los tecitos para los maestros, era muy servicial, y a Juancito le decía: traeme una vara de naranjo para revolver el líquido para que no se queme. El Regimiento nos prestaba la olla grande para preparar lo suficiente, y una empresa láctea nos daba la leche. Se salía a recolectar las medialunas u otros productos para las fiestas patrias. Se armaba el escenario y el decorado con mucha dedicación, y los alumnos actuaban. En una ocasión, una de las chicas, Silvia Halty, hizo la Casa de Tucumán bastante alta y nosotros vestimos a las muñecas de mi hija Teresita con trajes de dama antigua. Consideramos que eso entra en los chicos más que un discurso. Con el paso de los años nunca más vi ese despliegue”.
Docentes todo terreno
Insistió con que “cuando éramos jóvenes trabajábamos todos juntos. Hicimos huerta y le enseñábamos a las chicas a cocinar. Me acuerdo que el terreno se llenó de arvejas grandes y hacíamos los guisos y comíamos entre los maestros. Pero siempre el padre Francisco nos acompañó”.
Para el Día de la Madre elaboraban preciosos presentes, sacando el material de la tierra. “Al frente de nuestra casa, había un cardal grande, los chicos sacaban la fibra, que se secaba y se decoraba las damajuanas y después pintamos para regalar a las mamás. Había que inventar las cosas, tener imaginación, lo que estudiaste no sirve para nada, había que pensar”.
Una vez la directora, de apellido Cuchiaroni, “casi me echó porque fui enyesada. Era 25 de Mayo. Le dije: es que tengo que venir a hacer el chocolate porque después se quema y nadie quiere tomar. Todos colaboraban. Éramos muy unidos, no había diferencias. Cuando sos joven no sentís nada, querés hacer y hacer, y no te importa”.
Abuela de Eduardo y José Bonetto, y bisabuela de Catalina, recordó que el barrio tenía camino de tierra, pero que las casas estaban juntas, “entonces no teníamos problemas de nada. Mi papá, Ireneo, era profesor de carpintería en la EPET, después en nuestra escuela, donde hicieron los primeros bancos. Después el Obispo Jorge Kemerer, que era muy amigo de toda la familia, lo llevó al Instituto San Arnoldo Janssen para que se ocupe de la creación del taller”.
En el día a día, “ayudábamos mucho a los sacerdotes. Había un alambrado al lado de la capilla y un portoncito para el ingreso. Y a todos los sacerdotes se le cocinó, se le llevó la comidita. Había uno que ya no podía comer entonces le hacía la sopita de leche con Quaker. Mis abuelas María y Adela lavaban y planchaban sus túnicas”, comentó, quien fue declarada Ciudadana Ilustre de Posadas en noviembre de 2015.
Confió que su esposo, trabajaba con el padre Francisco y fue ahí “donde lo conocí. Como sabía el idioma alemán, le daban para traducir y ayudó mucho a la congregación en ese sentido. En una oportunidad vino un administrador desde Alemania para ver en qué se invertía la plata, a controlar, y Bruno le tradujo todos los documentos”.
“Mi mamá, Wenceslada, participaba mucho. Durante 40 años fue presidenta del grupo de Apostolado de la Oración. Enseñó a las primeras maestras cómo leer el Evangelio, la catequesis, a cantar para la misa, a la que era obligatorio asistir. Los domingos iban los chicos de uno o dos grados”.
“Como la familia de Andrade era medio protestante pero mi mamá como daba catequesis sabía bien como encaminarlo. Fue así que comenzó a ir a mi casa a estudiar el catecismo y se bautizó, después se confirmó y así me conoció, en la actividad de la parroquia. Nos pusimos de novio, y nos casamos. Después él siguió trabajando siempre con el padre Francisco y los otros sacerdotes que vinieron más adelante”, señaló la protagonista de esta historia, que se jubiló a los 45 años, y siempre estuvo activa. Los dos siempre “fuimos bailarines. A las fiestas de día del maestro o de fin de año, siempre íbamos todos juntos y bailábamos con los maestros después de cenar”.
Pertenecía a un grupo pequeño “que se jubiló pero que se seguía reuniendo, nunca dejamos de hacerlo. Nos gustaba bailar, cantar, nos juntábamos a tomar el té e hicimos viajes en el catamarán. Pero, lamentablemente, la pandemia nos limitó las salidas y ahora hay algunas amigas que ya no pueden venir a casa, donde nos reuníamos últimamente. Festejé mi cumpleaños 90, y después se cortaron las salidas. Pero, por lo general, no paramos nunca. Antes formaba parte del Grupo de Acción Católica de la Iglesia Inmaculada Concepción de Villa Urquiza, porque también vivimos por allá. Desde ese lugar íbamos al colegio Santa María porque un sacerdote alemán, de nombre Juan, consiguió una beca para mí y mi hermana, y para mi hermano, una para el Roque González”.
Collman de Mayer aprovechó la ocasión para saludar y agradecer a todas las personas que formaron parte de la institución, a lo largo del tiempo. “Desde los vecinos hasta los empleados y todo el cuerpo docente, con quienes hemos compartido hermosos momentos de vida”, sintetizó.
Su hermano Ricardo trabajó en el banco y su hermano Antonio era maestro. Cuando se recibió, no había nada más para estudiar en Posadas, entonces se largó a Buenos Aires donde residían unos tíos. Apenas llegó, se empleó en un hotel para poder seguir el profesorado de pedagogía.
Cuando le iban a entregar el título, no tenía zapatos, por lo que el dueño del hotel le compró un par a fin que pudiera asistir a su acto de colación. En la gran urbe, aprovechó su tiempo para estudiar danza y la complementó con otras cosas. “Cuando la escuela era chiquita, también hacíamos teatro, porque a mi hermano le gustaba todo eso y había estudiado en Buenos Aires. Él preparaba toda la gala y cobrábamos un poquito de entrada, para beneficio de la escuela, porque recién empezaba. Poníamos lonas, a modo de cerco, alrededor de los palcos que pedíamos prestado a la Municipalidad. En una de esas representaciones teatrales, mi hermano, que era director, se vistió de cura. La obra finalizaba cuando, después de una persecución, le tiraron jugo de tomate y él terminó muriendo. Todas las mujeres que estaban sentadas en la primera fila se pusieron a llorar porque, era tan real, que creyeron que se murió en serio”, rememoró entre risas, agradeciendo a Dios porque “tuve una linda vida, y todavía me sigue bendiciendo”.
Cuando Antonio falleció, vinieron desde Chaco y le trajeron una placa para colocar en la tumba del maestro, en el cementerio La Piedad. Además, una cancha de fútbol lleva su nombre en la colonia donde se dedicó a la docencia, contó quien en 1955 fue electa diputada, a los 24 años, convirtiéndose en la más joven de la provincia.
Su hermana Dora estaba a cargo del cuarto grado, pero como después de un tiempo le cambiaron a primero “ella no quiso aceptar. Entonces el padre le dijo porque no probás como profesora de música. Y ahí estuvo en su salsa. En varias ocasiones acompañó a las delegaciones a Mar del Plata, a Córdoba, a La Cumbre, a Cosquín. En oportunidades, viajábamos con mi mamá Wencelada -conocida como “Wence”-, íbamos por caminos de tierra, y como eran muchas horas de viaje llevábamos ollas y calentador, y parábamos a cocinar por el camino. Eso nadie sabe. Teníamos que preparar la leche. Una vez llegamos a una estancia para comprar, pero finalmente nos regalaron varios litros”, comentó.
El lugar que rodeaba a la comunidad de Santa Catalina era grande y además estaba la cancha de básquet en el patio de la escuela. “Todavía tengo el dedo torcido a causa de una caída, jugando al básquetbol”, dijo, señalando el resultado de la travesura. “Fue una vida muy agitada, pero muy linda, porque había mucha unión, nunca peleamos con nadie. Se formaban grupos, el corito, los teatros, que hacíamos era para juntar para la escuela, para los ladrillos, porque esto recién empezaba”.
Un sastre como pocos
Su esposo, Bruno Wilibaldo “Ipi” Mayer (98), nació en Olegario V. Andrade, y proviene de una familia de agricultores. Vino a Posadas para cumplir con el servicio militar obligatorio y no regresó. En la “colimba” aprendió el oficio de sastre, al que se dedicó hasta hace poco tiempo.
Tenía su comercio sobre la avenida Mitre, donde confeccionaba tapados y sacos para ambos sexos. “Al gobernador Juan Manuel Irrazábal le hice varios trabajos antes que el avión en el que viajaba se estrellara en el monte cercano a Puerto Iguazú”.
Sobre su trabajo en la parroquia expresó que “había un campanario que tocaba como en la iglesia de Roma, lo construimos entre todos los vecinos, pero ya nadie le da importancia. Yo tenía que estar en todo, era como un subjefe. El padre Francisco me dijo: ‘Si vos tuvieras un poquito más de estudio, te nombraría inspector general de todas las escuelas de la provincia’. Me tenía mucha confianza”.