*Por Mario Rubén Osten
1.930 será un año difícil de olvidar para los antiguos habitantes de Puerto Iguazú. La inundación del Paraná fue realmente impactante. La descomunal fuerza del padre de los ríos, como lo llamaban los pioneros del pueblo, pudo verse y sentirse en toda su plenitud.
Nadie recordaba semejante crecida. Desde el monolito de las tres fronteras podía verse abajo la bravura color chocolate arrasar todo a su paso.
Millones de camalotes, árboles gigantes, puentes enteros, navegaban descontrolados, a la deriva, hacia el destino final, mil kilómetros aguas abajo, su desembocadura en el Río de la Plata.
El río había desbordado el cauce del arroyo Tacuara y éste a su vez inundó aún más el pantano de barro ñaú sobre el cual se había formado un inmenso tacuaral que iba desde los bordes del pequeño centro del pueblo hasta las tierras altas del oeste.
Arroyo y pantano dividían el centro con Villa Alta. Únicamente podía hacerse ese trayecto cruzando en canoa.
La capilla Nuestra Señora del Iguazú, en la bajada del puerto, era atendida por el padre Antonio quien una vez por semana visitaba al puñado de pobladores de la villa, con su monaguillo Julián, más conocido como “cabecita”, mote que le habían dado por el tamaño de su testa.
Cada sábado llegaban caminando muy temprano hasta el borde del pantano donde le prestaban una canoa de timbó con remos de guayubira.
Así, después de navegar un buen rato llegaban hasta la otra orilla donde los esperaba sobre el fogón al rojo vivo, mate cocido con azúcar quemada al carbón y chipas cuerito hechas por las ayudantes de la comisión de madres del barrio, quienes improvisaban un altar debajo de una enramada de jazmines en la pequeña placita.
Ese día no sería uno más en la vida del padrecito y su acólito…
Todos estaban consternados por la tremenda inundación. El pantano se había convertido en un enorme camalotal. Sobre sus floridas hojas e inflados tallos podían observarse yararás, curiyúes, ranas, sapos cururúes y todo tipo de extraños animales jamás vistos.
El padrecito Antonio remaba tranquilamente. Cabecita estaba sentado en la proa mirando para no chocar con las cañas de tacuara. Había neblina. El vapor de agua le daba un toque tétrico al lugar, pero ellos no temían, su fe era más fuerte. Con la Biblia en su mochila, cantaban alabanzas.
Los bichos saltaban de un lado a otro, pero ellos se sentían seguros dentro de la canoa. Avanzaban lentamente abriéndose paso entre aquella verde isla flotante.
De repente, en medio del pantano, escucharon a un perro ladrar muy cerca. imposible! –pensaron-. Tal vez era otra canoa acercándose con alguna mascota a bordo.
Transcurridos unos minutos, ya un poco más despejado, pudieron ver que ahí no había nada de nada. Solo camalotes y tacuarales a modo de paredes naturales que debían esquivar.
Hicieron apenas unos metros cuando sintieron aullar desesperadamente a un perro que nadaba apenas con la cabeza afuera, acercándose, como pidiendo ser socorrido. Imposible! -pensaron otra vez- seguramente la inundación lo arrastró y el pobre animal, ya sin fuerzas, pedía ser rescatado. Eran almas caritativas, obviamente lo pondrían a salvo
Ya al alcance de la mano de Cabecita, éste extendió sus brazos para levantarlo del agua . Sucedió lo inimaginable…
Con la penumbra del amanecer, vieron esos ojos rojos profundos, como los de un demonio, mirándolos amenazadoramente. Abrió la boca con dientes enormes y afilados, se levantó ferozmente.
Dejó el agua, subió un cuello interminable, como una tubería de barco arenero! Parecía una especie de anaconda con cabeza de perro peludo, negro.
¡¡Era la Mboi yaguá !!, la víbora cabeza de perro, que los indios guaraníes contaban entre sus seres mitológicos más temidos.
Al ver que el monstruo iba a atacar a Cabecita y tragárselo entero, el padrecito Antonio reaccionó pegándole un fuerte garrotazo con uno de los remos en la cabeza, haciendo unas oraciones de exorcismo para echar demonios, como parecía este bicho feo.
Mboi yaguá se volvió a sumergir en el pantano recorriendo todo su cuerpo de anaconda negra y horrible por sobre la canoa, por un tiempo que pareció interminable, atravesándola de babor a estribor.
Los pobres cristianos se arrodillaron sobre el piso, presos del terror rezando y suplicando al Señor, a la virgencita de Itatí y a todos los santos conocidos para que se fuera y no retornara a atacarlos otra vez.
Habían orado y lloriqueado sin parar hasta que el sol estuvo alto y la neblina disipada.Lo que vivieron esas pobres almas esa madrugada los marcaría para el resto de sus vidas!!
Juraron no volver a cruzar en épocas de inundación, esas que traen bichos horripilosos por doquier…
Días más tarde la bajante del río se llevó los camalotes y también a la Mboi yaguá. Al monstruo del pantano de Iguazú, no se lo volvió a ver jamás.
Los antiguos pobladores siempre escucharon historias sobre la Mboi yaguá en el selvático Mato Grosso de Brasil que conecta con el infinito Amazonas, más al norte.
Algunos contaban que tragaba terneros sin masticar, otros, que tenía como mil años. Pero ni el más incrédulo podría siquiera imaginar que la gran inundación la iba a traer hasta el pantano de Iguazú.