Desandar relatos de nuestros hombres de río te hace ver que el avance tecnológico va dejando un tendal de historias truncas en pos del progreso. Ramón Salvador Espinoza (foto) es un nombre que para los más jóvenes no significa mucho, pero cuando mencionás a “Papito, el biguá” -aquel que habitaba las costas del paraje La Crucecita, aguas abajo de donde hoy funciona el Complejo La Aventura, en Posadas-, a los amantes de la pesca que ya peinamos canas se nos viene a la memoria aquel pescador comercial que era prácticamente la brújula.
“El Biguá” daba la precisa: lugares de buen pique y mejores condiciones del río para las buenas pescas. Pero por sobre todo, una mano amiga cada vez que pasabas por su zona.
Con sus 71 años lo encontré cuidando un campo en las afueras de Posadas. La curiosidad me llevó a indagar sobre el efecto que le había causado aquel cambio de escenario tan radical, puesto que nació y se crió en las barrancas del Paraná.
Ni bien llegué me recibió con esa cordialidad que siempre lo caracterizó. Me invitó a que nos sentáramos bajo un árbol de mango y así, con un tereré de por medio, me contó sobre lo que le tocaba vivir en estos días. Pero no tardó mucho en volver a los tiempos idos y en sus comentarios afloró ese desarraigo que a pesar del tiempo no pudo apaciguar. Ni bien se puso a recordar sus años de pescador, el brillo en sus ojos reapareció de golpe y empezaron a brotar anécdotas.
Allá por el ‘73, en una noche de tormenta escuchó pedidos de auxilio desesperados que provenían de la zona del canal. Sin mucho protocolo empujó su canoa y remó hacia donde provenía el llamado. Atónito quedó al ver que aguas arriba de la punta de la Isla del Medio venía sobre el agua una bola de fuego que de a poco iba desapareciendo bajo las aguas: era la lancha Pirizal.
Yo lo escuchaba atentamente, pero al ver que esos gritos agónicos todavía retumbaban en su cabeza le cambié de tema rápidamente y le pregunté sobre sus grandes pescas.
Ahí nomás se arremangó el pantalón, dejando al descubierto su tobillo plagado de cicatrices, huellas de una experiencia que casi le costó la vida.
Me relató que una noche en la que la luna presagiaba muy buen pique para tentar a los dorados, se dispuso a encarnar su espinel que iba desde la costa hasta el canal. Fue encarnando con pequeños bagres y postas de sábalo. Al llegar casi al final del alambre San Martín que oficiaba de madre en la zona más profunda, usó un soguín reforzado con aquel equipo compuesto por una pequeña cadena sobre la cual estaban montados dos anzuelos de esos Mustang negros del 02 y a los cuales encarnó un sábalo vivo de muy buen porte.
A primera hora del otro día empezó a revisar su espinel encontrándose con cuatro hermosos dorados y un tremendo pacú. Pero al llegar a la zona más profunda -unos 18 o 20 metros, más cerca de la Isla del Medio que de la costa- sintió que la presión que había en el alambre presagiaba que su apuesta para los manguruyúes había dado frutos. Minutos después y ante la imposibilidad de arrimarse a tan tremendo animal que estaba enganchado de la brazolada y que casi hacía zozobrar la proa de su canoa, caminó hacia atrás, sin percatarse que uno de los dorados que tendría unos 15 kilos aún estaba vivo. Fue entonces que sintió que se le prendió del tobillo destrozándole los tendones y dañándole una arteria de la pierna. De inmediato y ante una vertiente de sangre que emanaba de su tobillo, atinó a hacerse un torniquete para detener la hemorragia. Se acostó sobre el piso de la canoa y levantó su pierna sobre la tabla del asiento. En ese instante, apareció el Diosito de los pescadores de la mano de un navegante del Club Pira Pytá que regresaba a puerto tras tentar a los dorados de “Piedra Enrique” y quien, al arrimarse a la “Flor del aire” -nombre de la canoa de Papito-, de inmediato se dio cuenta que tenía que volar en busca de ayuda. Fue así como lo trasladó hasta el club y desde ahí partieron hasta el Hospital Madariaga, en el cual estuvo más de dos meses para volver al ruedo.
También mencionó la historia vivida en el rodaje de una película que protagonizó y que trataba la problemática que iban afrontando los pescadores de nuestra región con los avances de Yacyretá. Y así transcurrió la tarde con “Papito, el biguá” contando sus vivencias en ese río de salmones, dorados, bogas y surubíes.
Ya casi me despedía cuando me dijo que quería mostrarme algunos recuerdos de esos tiempos. Trajo un cajón del cual sacó un carretel de nylon Grillón Súper del 0,70; un reel Calador; una caja con algunos anzuelos entre los cuales se destacaban los eficientes Mustang Forjados y una caña maciza con la cual me contó que se cansó de sacar salmones de hasta 12 kilos. También plomos de más de 200 gramos fundidos por él y que utilizaba para pescar en el canalón de Nemesio Parma, tentando a los grandes manguruyúes.
Su actitud al relatar sus días de pescador y al mostrarme aquellos equipos tan bien atesorados, me hicieron entender que a pesar de la merma que había sufrido la pesca causada por Yacyretá y que le había obligado a migrar de su lugar en el mundo, a “Papito, el biguá” ni el tiempo ni el progreso lograron arrancar de su esencia esa pasión que sienten los hombres de río.
Por Walter Goncálves