Por: Saxa Stefani
@saxastefani
Psicólogo, investigador y docente. Director de ceideps.org
No todos los días tenemos la oportunidad de reflexionar con atención y consciencia plena sobre nuestro comportamiento, sobre quiénes somos y cuánto de ello está determinado -o no- por nuestra cultura, familia o experiencias de vida. O cuál es el bagaje de genes que está detrás de lo que hacemos cada día, bien, si eres de los que piensan que la conducta ya viene dada por nuestra información genética.
O finalmente, cuál es el resultado de la interacción entre naturaleza y cultura, si estás como nosotros en el grupo de los que creen que nuestra forma de ser y hacer está relacionada con la combinación de varios factores.
Sea como fuere, pensar en ello nos obliga a replantearnos como vivimos en nuestra sociedad, qué significa nuestra existencia humana y cómo categorizamos el mundo, y especialmente qué significa ser un hombre, una mujer, o cualquier otro tipo de género alternativo que concibamos, ya que ello va a marcar parte importante de nuestro día a día, incluso sin percatarnos de esto la mayoría de las veces.
Analizar y aprender sobre las masculinidades es, en este sentido, una vía para contribuir a mejorarnos como sociedad, modificando la rigidez y la estereotipia de ciertos parámetros sociales que bloquean y obstaculizan nuestro camino hacia sociedades más desarrolladas, eficientes, equitativas (que no igualitarias) y con más felicidad y salud psicosocial.
Además, y no menos importante, estaremos ayudando a disminuir la violencia social, psicológica y física hacia otros géneros y grupos.
Podríamos comenzar esta conversación observando que la cuestión de cómo llegar a ser un hombre va a involucrar algo que va mucho más allá de una simple elección individual. Una cosa es nacer con una categoría biológica determinada -hembra o macho, cromosómicamente XX o XY- y otra muy diferente, generar una identificación sexual y social a partir de ese normativo despliegue genético.
En realidad, nuestra concepción de género está moldeada por los supuestos y las construcciones sociales que nos preceden. Ya desde que nacemos, nuestra existencia está llena de significado en nuestra familia, en la comunidad y en la sociedad. No “caemos” en un mundo vacío, sino que ya está lleno de significado cuando venimos a él.
Es como si entráramos en una tienda de ropa buscando vestimenta: el universo posible de combinaciones de prendas es limitado. Vestiremos aquello que se nos ofrece, en las formas, colores y tamaños disponibles (y no otros). Socialmente ocurre algo parecido, ocuparemos -al menos inicialmente- el lugar que se nos permita en la comunidad.
Esta significación que el mundo que nos precede hace de nosotros, se realiza en gran parte de acuerdo a nuestro género, es decir, establece lo que un niño (un pequeño hombre) o una niña (una pequeña mujer) debieran ser y cómo debieran comportarse.
Somos por lo tanto, resultado de nuestra carga genéticamente expresada, sí, pero sobre todo, cómo nos constituimos en sujetos con esa mochila génica, es decir, cómo llegamos a construirnos en la sociedad a partir de nuestras condiciones de existencia.
Por eso hablamos de los individuos como “sujetos psicosociales”, es decir, teniendo en cuenta cuales son las posibilidades psicológicas y sociales, las relaciones y los efectos de esa interacción que los “atan” y “sujetan” al medio en que se desarrollan.
Entonces, ¿Cómo evitar la inevitable “trampa social” desplegada en nuestro camino?. Antes de situarnos en la vereda de los denunciadores de estos “corsés” sociales, que parecieran limitarnos y ahogarnos, entendamos también que las normas sociales pueden funcionar como “trampolines” para el cambio y el desarrollo, como puntos de apoyo donde podemos hacer pie, y desde allí realizar acciones de modificación.
Permítanme contarles una breve historia sobre la ciencia que estudia el alma o la psykhé: cuando apareció la psicología social se creó una revolución en la psicología y las ciencias sociales mediante un movimiento sencillo pero decisivo: en lugar de situar la mente y el comportamiento de un individuo como su objeto de estudio, se alejó como si de un zoom se tratase, y permitió mejorar el foco de estudio al incluir la relación dialéctica entre ese individuo y el entorno social al que pertenece.
Elevar el punto de observación a la propia conexión entre individuo y sociedad significaba que nuestras categorías personales de comprensión del mundo -en mayor medida- están condicionadas por la realidad social y cultural de cada época.
Si somos capaces de ponernos de acuerdo en este punto, no podemos sino ser críticos y cuestionarnos las sociedades y los individuos que producimos. De hecho, lejos de ser un problema, este enfoque crítico sólo puede aportarnos una mayor conocimiento y evolución consciente en torno a qué tipo de individuos y condiciones de existencia social estamos cocreando -ya sea activa o pasivamente.
Así que, hacernos estos cuestionamientos y diseñar posibles aplicaciones concretas -incluyendo la cuestión de los géneros- es más bien un privilegio de nuestra modernidad, y deberíamos celebrarlo, por difíciles que parezcan sus retos.
La deriva de la modernidad
Muchos especialistas en el ámbito social definieron el siglo XX como el siglo del yo, señalando la importancia de la libertad individual por encima de las reglas sociales. Esto nos trajo una gran autonomía y liberación, para hombres y mujeres y para muchas de las crecientes minorías.
Pensemos por un momento en todo lo que se ha conseguido, sobre todo después de las grandes guerras, con la declaración de los derechos humanos, los derechos de los trabajadores, los derechos de la mujer, la aceptación de las minorías étnicas o religiosas, los derechos de los niños, es decir, diferentes grupos que eran sistemáticamente menoscabados, invisibilizados o perseguidos.
¡Cuánto hemos logrado! y, sin embargo, ¡qué inestables pueden ser estos logros si no establecemos un profundo cambio cultural que asegure una base sólida y sostenida para estas nuevas y abiertas arquitecturas sociales.
Entonces, ¿concebir nuevas masculinidades es un avance psicosocial o más bien el efecto de una moda que tarde o temprano pasará?
En este punto, me gustaría aportar algo de optimismo: hemos alcanzado un umbral prometedor como especie si entendemos que la relación entre lo que somos como individuos y lo que la sociedad espera de nuestro comportamiento forma una unidad cultural, que no solo puede, sino que debe ser cuestionada: y esto como hemos visto, no es un problema, sino al contrario, es un indicador de salud psicosocial, de salud mental individual y colectiva.
Esto es tan cierto como el hecho de que un statu quo de las sociedades genera un cierto equilibrio que suele presentar resistencia a ser modificado, pero al mismo tiempo, es fácil imaginar cuánto malestar existiría si hubiéramos permanecido apegados a formas inamovibles de concebir la realidad.
¿Alguien se imagina un mundo en el que según el color de nuestra piel, se nos asignaran tareas, roles o ir en una zona apartada en el transporte público, o que por razón de género no tuviéramos los mismos derechos civiles básicos, como el voto? Aunque hoy esto parezca lejano o extraño en muchas sociedades, sobre todo para las nuevas generaciones, esas fueron entonces crueles realidades que gracias a los cuestionamientos y transformaciones culturales que como sociedades nos hemos dado, han sido revertidas.
¿Por qué el aspecto emocional es clave para entendernos como individuos y como sociedad?
Una de las cosas que explicamos cada vez que tenemos la oportunidad, es que las formas más evolucionadas de inteligencia se producen gracias a la capacidad de establecer grupos (el hecho gregario).
Las posibilidades de supervivencia y la adaptabilidad de las especies se multiplican exponencialmente cuando sus miembros son capaces de comunicarse eficazmente para resolver tareas complejas.
Además, las especies de mamíferos presentan crías muy inmaduras y dependientes que permiten una forma especial de comunicación: ¡la emocional! El ser humano, en particular, es el más inteligente gracias a su inigualable vulnerabilidad y dependencia: debe pasar años cerca de los adultos para alcanzar una autonomía que le permita crecer progresivamente en el plano emocional, cognitivo y físico.
Más allá del género, todos transitamos por igual esta misma vulnerabilidad que nos determina como especie.
Estamos inmersos en un cambio de paradigma, en el que comenzamos a tomarnos en serio el componente emocional del comportamiento (de hecho, nosotros llevamos años dedicándonos a estudiar la psicología de las emociones).
Hemos sido negligentes transmitiendo de generación en generación, creando una cultura donde, por ejemplo, a los hombres no se les permitiría expresar ciertas emociones ni en su relación íntima ni en sus grupos sociales.
No deberíamos sorprendernos que reprimir la elaboración de las emociones en los hombres ha llevado a que la tasa de suicidios en este género sea, al menos, 3 veces superior a la de las mujeres, o que el maltrato y la violencia doméstica sea ejercida por hombres en más del 90% de los casos, según algunos estudios.
En este punto, tal vez nos preguntemos ¿por qué, finalmente, nos enfrentamos socialmente con los problemas de género? y ¿qué aspectos pueden ser claves para una resolución?
La cuestión de género es, en última instancia, una cuestión de conflicto y emocionalidad humana, y por lo tanto en cómo se dirime la cuestión del poder, donde el género y sus diferencias se utilizan como munición para afirmar una posición de sobreestimación o subestimación del prójimo.
A menudo, entendemos mal cómo funciona el poder: tendemos a pensar en él como un efecto maquiavélico o maligno en el que una persona obtiene satisfacción a partir del sometimiento de la otra.
Con algo de pena por decepcionar a los partidarios de la polarización dramática, la verdad es mucho más sencilla: luchar por una posición de poder es algo independiente del género, es un lugar común para cualquier ser humano. Si entendemos el poder como la posibilidad de dar curso a nuestra satisfacción individual o social -por la vía que sea- estaremos “humanizando” esta tensión necesaria en la búsqueda y el mantenimiento del poder.
Pensemos juntos, todo ser humano buscará alcanzar un mayor grado de satisfacción y reducir su insatisfacción, primero expresada en lo corporal (que es nuestro primer lenguaje), pero inmediatamente estará ligada a un vínculo con el “otro”, como efector de cuidados y atenciones que luego desplazaremos como ‘amor’: la entrega del ‘otro’ hacia mí, que pasa por la aceptación que ese ‘otro’ hace de mí.
Típicamente, en las relaciones amorosas tenemos una fase de enamoramiento en la que se suele renunciar a ejercer este poder, para luego volver a negociarlo y eventualmente, persuadir consciente e inconscientemente al otro.
Siempre se está ejerciendo y negociando “poder”, o sea, la exploración en las interacciones sociales del difícil equilibrio entre dar rienda suelta a mi propia satisfacción sin implicar que el otro no retire su aceptación, cuidado y atención, es decir, su amor hacia mí.
Es en esta relación de búsqueda de poder donde se situarán todas las construcciones sociales y culturales, que se ofrecerán como atajos para mediar en estas relaciones. Obviamente, las interacciones no se generan en el vacío; dependen de las necesidades emocionales y de las formas de satisfacer esas necesidades que son específicas de nuestra especie.
A lo largo de los tiempos y las culturas, encontraremos normas, más o menos fijas, más o menos estereotipadas, que regulan estas relaciones. Además, tienen un sentido muy pragmático y suelen estar vinculadas a intereses sociales, económicos, culturales, religiosos y/o políticos, lo que hace que esta interdependencia sea compleja.
Por estas mismas razones, las desviaciones de las conductas y relaciones establecidas suelen ser evitadas o castigadas, y las que van en sentido contrario, son favorecidas o premiadas, por lo que tenemos un cierto grado de conservadurismo social en el sentido de que estas normas no se modifican mucho o habitualmente, y que son aceptadas pasiva o activamente por los miembros de una comunidad.
A modo de conclusión. Pensar y reivindicar nuevas masculinidades, es decir, formas diferentes de concebir lo que es ser hombre, es reivindicar una libertad individual y social más amplia, es nuestro derecho de ser creativos -respetando el derecho de los demás a elegir sus expresiones- creando un despliegue más eficiente y satisfactorio de los elementos para construir los acuerdos individuales, de pareja, familiares y sociales que consideremos necesarios para vivir una vida más feliz y significativa.
Personalmente, prefiero promocionar hablar de un nuevo humanismo en lugar de exclusivamente las nuevas masculinidades y feminidades, como una forma de superar las diferencias de género por elevación, ya que cuando sobreponemos estas diferenciaciones podemos ver “personas” y no meramente “mujeres”, “hombres”, u otros subtipos.
Nos habilitamos así para buscar formas de comportamiento más empáticas, que no estigmaticen y compartimenten, y sí nos acerquen interaccional y emocionalmente como seres humanos.
Pasar de vernos como un género para hacerlo en tanto especie que busca desarrollar una vida con sentido, que desea ser aceptada y querida por otros individuos, de múltiples formas posibles, desde sus necesidades, personalidades y habilidades particulares.