“Tataré”, una especie vegetal arbórea que se dejó ver por primera vez cuando, remando por el Paraná, aparecieron un grupo de ellas en las costas de Santa Ana, Misiones.
Imponentes, de unos 25 o 30 metros de altura, de corteza blanquecina, robustas, anchas en la base y tortuosas en la copa aovada, siempre verdes, perennes, implacables, buenas y medicinales.
“Tataré”, que luego viera en la provincia de Corrientes; siempre en grupos chicos, acotados, circunscriptos a pequeños manchones asociados a los cuerpos de agua, silentes, poco habitados, como sobrevivientes, pacientes, sabiendo algo que no pueden contar.
Serán los tataré de las costas, gigantes que guardan secretos que en el agua se confiesan.
Cuando pasaba sobre remansos y remolinos y veía a los camalotes a la deriva o a la curiyú en el barranco barroso del Paraná, no me imaginaba que eran parte de ese continuo de vida tan efímero.
Años después el embalsado Paraná no pudo sostener a tan breve pasaje de corte fornido que en deslices y matices era posible ver, mientras remaba por el Paraná.
Amores que pasan y dejan huellas tan profundas como el fondo de uno de los ríos más grandes de Sudamérica. Amores sobre el agua, en un bote o piragua, de a ratos movilizados por el viento.
Se mezcla la nostalgia, el recuerdo, el pudo haber sido, el no aguanté y finalmente, “tataré” para seguir, como eso, el mejor recuerdo. Para seguir.
Ahí se desprende del tratar, el tratado, el tratamiento, el tirar para adelante, avanzar, procesualmente comprender que es necesario profundizar, ya que los recuerdos tienen algo de traición también, donde acomodan a conveniencia los hechos.
Por ello, revisar, reevaluar, reconsiderar y habiendo hecho eso, ahí sí, seguir.