Al orgullo muchas veces se lo confunde con la dignidad, pero no tienen nada que ver. El orgullo nace del ego, que quiere tener la razón siempre y le cuesta reconocer sus errores.
La dignidad nace del amor a uno mismo que impide que aceptemos lo que no nos merecemos.
El orgullo es algo que al final de cuentas nos deja vacíos, encerrados en nosotros mismos, sufriendo por empecinarnos en tener la razón; mientras que la dignidad nos hace sentir vivos, valiosos y, cada vez que actuamos con ella, nos quedamos con el corazón lleno.
Puede pasar que en una relación “no demos el brazo a torcer” como se dice, por orgullo o por dignidad.
Lo curioso es que, en ambos casos, el amor siempre está mezclado jugando con uno y otro.
En el caso de la dignidad, es inseparable del amor. Van abrazados todo el tiempo. Cuanto más amor nos tengamos a nosotros mismos, más fuerte será nuestra actitud de obrar, siempre respetando nuestra dignidad, y no estaremos dispuestos a aguantar nada que la dañe.
La dignidad es el respeto que nos tenemos, y es la relación más importante a cuidar, la que tenemos con nosotros mismos. Nos guía por el camino que nos hará felices, porque ninguna amistad, amor, trabajo que la dañe o no la valore, podrá darnos lo que esperamos. Solo aceptando las cosas que tienen que ver con lo que somos y queremos para nosotros, hará sentirnos plenos.
Cuando no cedemos por orgullo, estamos librando una batalla con el amor. Si dejamos que sea el orgullo quien gane, nunca podremos sentirnos plenamente felices. Esa situación no resuelta nos va a acompañar siempre, y va a salir a escena en el momento menos pensado, afectando la manera en que nos relacionamos con los demás.
Por el contrario, si en esa batalla dejamos que sea el amor quien triunfe, al instante sentiremos llenito el corazón, y ya no importará quién dijo primero perdón, o quién dio el primer paso, porque lo verdaderamente valioso ya lo habremos conquistado.
Y mientras escribo esto, se me viene a la mente una poesía de Gustavo A. Bécquer:
“Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugó su llanto
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino, ella por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún: ¿Por qué callé aquel día?
Y ella dirá: ¿Por qué no lloré yo?.”