“Hasta siempre”. Era lo único que decía la nota que René Favaloro pegó en el espejo de su baño antes del suicidio. Se disparó directo al corazón, el 29 de julio del año 2000, para emborrachar con su propia sangre la desesperación financiera de deudas propias y ajenas – el PAMI y IOMA, entre otros organismos- que habían acorralado a la prestigiosa Fundación Favaloro para la Docencia e Investigación Médica.
Fernando de la Rúa era por entonces el Presidente de la nación, el radical Héctor Lombardo, el Ministro de Salud y Acción Social, Horacio Rodríguez Larreta, interventor del PAMI por el peronismo, y el ex médico veterano de la Guerra de Malvinas, Julio Municoy, presidente de IOMA.
Así de rápido se fue para siempre el doctor René Favaloro, el padre del bypass coronario con la arteria mamaria interna, un avance científico que aun hoy salva innumerables vidas en todo el mundo.
Ese día triste, hace 22 años, la sociedad argentina no salía del shock y el desconcierto de haber perdido a un genio de buen corazón.
René Favaloro, activista social
Hijo de un carpintero y de una modista, había nacido 78 años antes, un 12 de julio, pero las ideas socialistas bullían en la casa humilde del barrio platense El Mondongo, y lo anotaron un 14 de julio, pequeño homenaje al ideario de la Revolución Francesa.
Como uno más, hizo el primario en la modesta Escuela 45, los fines de semana se abrazaba a la pasión futbolera por Gimnasia y Esgrima. En verano, trabajaba en la carpintería de su padre, para que de grande tuviera un oficio, mientras su abuela “le enseñaba a ver poesía hasta en una rama seca”.
Su ingreso al Colegio Nacional Rafael Hernández, que pertenecía a la Universidad Nacional de La Plata cambió su mirada del mundo. Comenzó a tratar con profesores de la talla de Ezequiel Martínez Estrada o Pedro Henríquez Ureña y otros chicos que provenían de familias diferentes a la suya.
Se entusiasmó con la militancia reformista y al ingresar a la Facultad de Ciencias Médicas lo eligieron delegado estudiantil.
Abrazado a la vanguardia opositora a los gobiernos de facto de los generales Pedro Ramírez y Edelmiro Farrell y, luego, al naciente peronismo, concurría a cuanta manifestación callejera se convocara y más de una vez sufrió en carne propia las cachiporras de la represión policial y el frío de alguna noche en el calabozo.
Su espíritu de hierro sorprendía a todos. “Cuando escuchaba al profesor Federico Christmann decir que para ser un buen cirujano había que ser un buen carpintero, yo pensaba que había realizado mi aprendizaje en aquel viejo taller”, escribiría tiempos después.
En tercer año, comenzó la residencia médica de dos años en el Policlínico San Martín de La Plata, que recibía los casos más complejos de toda la provincia de Buenos Aires. Para no perderse ningún caso, todo ese tiempo se quedó a vivir en el hospital.
Favaloro, médico rural
En 1949, con diploma en mano dedicado a su abuela, se presentó a concurso en el Policlínico San Martín. Lo ganó, claro, pero cuando estaba completando los trámites administrativos, al pie de la última página, le pedían que firmara su adhesión al primer gobierno peronista.
Dejó todo sobre el escritorio y se fue a estrenar su título médico en un caserío cerca de la estación Hipólito Vieytes, partido de Magdalena, 45 kilómetros al sur de La Plata.
Apenas días más tarde, recibió una carta inesperada de su propio tío médico, Arturo Cándido Favaloro. En la misma, le preguntaba si quería ir a Jacinto Aráuz para reemplazar al único médico del pueblo que tenía cáncer y debía iniciar un tratamiento.
René Favaloro tenía 26 años y fue por dos meses, pero se quedó doce años en ese paraje inhóspito de 10 manzanas alrededor de la vía del tren, a la vera de la Ruta Nacional 35, en La Pampa.
“La vida de los pobladores era muy dura. Los caminos eran intransitables los días de lluvia; el calor, el viento y la arenisca eran insoportables en verano y el frío de las noches de invierno no perdonaba ni al cuerpo más resistente (…) Una zona difícil, donde todo había sido conseguido con esfuerzo. Servía para demostrar cómo el hombre, con esfuerzo, puede desarrollarse y contribuir al engrandecimiento de nuestra patria”, contaría él mismo en su libro “Recuerdos de un médico rural”.
Tanta miseria contada en primera persona hizo latir aun más su vena social y terminó haciéndosele carne el hábito de no auscultar a un paciente antes de que desahogara sus males con “su amigo el doctor”.
Enseguida se le unió su hermano Juan José, también médico, y se propusieron mejorar el nivel asistencial y social de la gente del pago.
“Convocaron a maestros, empleados, madres, padres y representantes de las iglesias para promover un cambio de paradigma en conciencia sanitaria: enseñaron pautas de salud y prevención.
La sala de primeros auxilios inaugurada en 1940 se transformó en una clínica con 23 camas, una sala de cirugía y un banco de sangre viviente con donantes a disposición. El resultado: una reducción notable de la mortalidad infantil, la desnutrición y las infecciones en los partos”, resume el homenaje que la Fundación Favaloro le tributó luego del último adiós.
En 1962, decidió que había llegado el momento de seguir su camino y con la misma convicción que aterrizó en Jacinto Aráuz, partió a Cleveland Clinic, en Ohio, para perfeccionarse en cirugía cardiotorácica y protagonizar la “revolución de la medicina cardiovascular”.
Y sin conocer más que diez palabras en inglés, pero con su orgullosa credencial de médico rural, enseguida mostró la hilacha también en Estados Unidos. “El acto médico debe estar rodeado de dignidad, igualdad, piedad cristiana, sacrificio, abnegación y renunciamiento”, solía decirle a sus colegas.
De Estados Unidos a Buenos Aires
Tras cinco años de investigación en cirugía cardiotorácica en Cleveland Clinic, el 9 de mayo de 1967 René Favaloro operó a una mujer de 51 años con su propia técnica de bypass, que utilizaba la arteria mamaria interna, una bisagra en la historia de la cardiología mundial. Un año más tarde -1968-, el método Favaloro era una técnica cardioquirúrgica universal.
En 1971 desoyó varias propuestas internacionales envidiables y quiso regresar al país para crear un centro de excelencia en cirugía cardiovascular que combinara la asistencia médica, la docencia y la investigación, tal como vio que se hacía en Cleveland Clinic. Y quería, además, que fuera la punta de lanza de su especialidad en América Latina.
Para dar el gran paso, aceptó primero ser director del Departamento de Diagnóstico y Tratamiento de Enfermedades Torácicas y Cardiovasculares del Sanatorio Güemes, un centro hospitalario porteño sobre la calle Córdoba que por entonces apuntaba alto y también quería liderar en el ámbito cardiovascular.
La Argentina de la década del 70 no era la que había conocido veinte años antes en La Pampa cuando fundaba su salita médica en Jacinto Arauz, atendiendo viejitos humildes a cambio de gallinas.
Después de golpear muchas puertas democráticas y militares, pudo finalmente comenzar a dar forma a la Fundación en 1975, gracias a un combo de donaciones, subsidios y créditos privados, pero sobre todo públicos.
En junio de 1992, el gobierno de Carlos Menem le dio el espaldarazo que precisaba para cortar las cintas del Instituto de Cardiología y Cirugía Cardiovascular de la Fundación. La ayuda a la Fundación Favaloro estaba incluida en el presupuesto nacional.
En 1998, el mismo Carlos Menem que le había dado una mano se la quitaba, apremiado por una economía de pompas de jabón en la que el estado debió imponerse un recorte fiscal que también alcanzó a la prestigiosa Fundación Favaloro.
Ese mismo año, falleció la esposa de Favaloro y el cirujano se refugió en el trabajo.
Tarde o temprano, aparecieron cartas nuevas sobre la mesa. Un reciente comité de crisis interpeló al alma mater de la Fundación Favaloro y le dio un ultimátum: para que el organismo siguiera funcionando, debían despedir centenares de personas, ajustar sueldos, cancelar prestaciones y reducir servicios. En el nuevo esquema empresarial, Favaloro también quedaría desplazado de la toma de ciertas decisiones.
En un manotón desesperado, Favaloro escribió unas líneas al presidente Fernando De la Rúa y a varios funcionarios, pidiendo una “ayuda excepcional”. Pensaba que si pudieran cobrar la deuda estatal, la mayor, llegaría un alivio.
Sin embargo Horacio Rodríguez Larreta, como quienes lo precedieron en el mismo cargo, sostenía que no se podía convalidar la deuda que reclamaba la Fundación porque no había en PAMI suficientes asientos contables para legitimarla.
La respuesta no llegó con la velocidad que él esperaba; tal vez nunca hubiera llegado transformada en billetes.
Recordó lo mejor que se había llevado de sus doce años de médico rural en La Pampa: “el profundo sentido social de la vida”. Un año antes se lo había dicho incluso a la Revista Gente: “Sin compromiso social, mejor no vivir”.
En 1994, René Favaloro había contraído hepatitis B y por primera vez había visto la muerte muy cerca. Sin embargo, se recuperó y tiempo después diría que durante esos días negros lo que más lamentaba era que, si se moría, no podría escuchar más las calandrias ni ver los atardeceres del campo.
El 29 de julio del año 2000, se acordó de las calandrias y los lapachos. Escribió de puño y letra siete cartas para los más próximos, explicando su decisión. Dejó sobre la mesita de luz, Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, y dentro de un cajón, una cajita de terciopelo rojo con dos alianzas de oro.
Tiempo antes Favaloro se casaría con Diana Truden, su secretaria en la Fundación. Un año antes, habían iniciado a escondidas un romance, a pesar de los 46 años de edad que los separaban. El 29 de julio habían almorzado juntos.
La carta para su prometida decía: “Diana: ha llegado el momento de la gran decisión. Tú no eres culpable de nada. Mis proyectos se han hecho pedazos. No puedo cambiar los principios que siempre me acompañaron. Creo que la Fundación se derrumba. No podría aguantar como testigo lo que construí, con tanta fuerza, ahora su destrucción. Estoy cansado de luchar y luchar. Remando contra la corriente en un país que está corrompido hasta el tuétano. Tú eres testigo de mi sufrimiento diario. Te agradezco todo lo que me has brindado. Particularmente en este último año. Nunca podrás imaginar cuánto te he amado. Nunca tuve nada igual. No se puede comparar con nada semejante de mi pasado. Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia. Y no te pude brindar hijos. Rezá un poco por mí. Sé que te recuperarás porque eres fuerte. El tiempo lo arregla todo”.
Fuente: perfil.com
(Publicado originalmente el 29 de julio de 2022)