Su silueta era la estampa del poeta, su guitarra el instrumento del folclore. Atahualpa Yupanqui: un trovador, una esencia, un palpitar paisano y disconforme. Un artista eterno.
El autor de “El canto del viento” nació en 1908 en Pergamino, Provincia de Buenos Aires. Se llamaba Héctor Roberto Chavero y en la adolescencia adoptó para siempre su verdadero nombre.
A partir de allí, se hizo dueño de la guitarra, cultor de la palabra y sobre todo, descubridor de los silencios. Su obra, monumental, inabarcable, es un tributo al paisaje, un glorioso rescate del paisano pobre y austero.
Sus temas son descripciones del campo, con sus personajes y sus injusticias, fotos de la amarga realidad de muchos, contadas como sólo muy pocos pueden hacerlo.
Sus antepasados son indios, su infancia transcurre en Roca, donde su padre trabajaba en el ferrocarril y él tenía los primeros contactos con la más fiel de sus compañeras. Conoció la guitarra por el canto de los paisanos, al caer la tarde en el monte, cuando el andar de los caballos se fundía con el sonido de las cuerdas, una sinfonía que llevaría adentro para siempre.
Aprendió a tratar bien a su instrumento con el maestro Bautista Almirón, uno de los espejos en los que de chico se miró. Debió separarse de él por falta de dinero y porque a los 9 años inició su vida nómade, la misma que luego lo llevó por todas partes. Porque su arte no se puede separar de los caminos, su enseñanza es producto de un viaje que duró toda su existencia.
Largo deambular
Su padre murió temprano y eso lo hizo madurar de golpe. A partir de los 18 deambuló por Buenos Aires, Entre Ríos, Uruguay, Santa Fe, Rosario, Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Salta, Jujuy, la puna, La Rioja. Cada lugar era una copla, una milonga, un sentimiento. Su obra es el
único rastro de su trayecto.
Temas compuestos mientras trabajaba en otros oficios: fue hachero, cargador de carbón, arriero, oficial de escribanía, corrector de pruebas y periodista. En este último oficio debió cubrir una triste noticia: la muerte de su maestro Almirón. Lo despidió con gran dolor, pero sabiendo que estaba llevando a cabo su legado.
A los 22 grabó su primer disco y dio comienzo oficial a los frutos de su gran pasión. La música popular argentina ingresaba en su etapa más promisoria, unida a este cantautor sin imitadores, a este cantor de verdades sobrio y universal.
De su primera etapa provienen muchas de las piezas que componen su extenso cancionero, como “La Zamba Del Cañaveral”, “La Andariega”, “La Arribeña”, “La Churqueña” o “Tierra Jujeña”, por ejemplo.
El payador perseguido
En 1945 se afilia al Partido Comunista y esto, sumado a sus criticas al gobierno peronista, le trae grandes problemas. Se prohíben sus actuaciones y sus obras no pueden ser interpretadas por otros artistas. Las grabaciones de Atahualpa sufren un impasse absurdo y obligado hasta 1953. Es encarcelado en ocho ocasiones.
Este malestar le hace viajar y cantar por toda Europa, por países comunistas como Hungría, Checoslovaquia, Rumania y Bulgaria. Toca en París, donde conoce a Edith Piaf, que lo invita a presentarse con ella ante los parisinos.
En 1950 le otorgan el premio de la Academia Charles Cross de París al mejor disco folklórico del año. Era como una revancha del desarraigo, pero él quería volver.
Arrasa en Cosquín y el escenario del festival de folclore más importante del país es bautizado con su nombre en 1968, en el mayor reconocimiento que un payador de estas tierras puede soñar.
Es que Atahualpa es el corazón de nuestra música. Sus canciones dan a estos pagos su poder de expresión, realizan el sueño de trascendencia del medio rural que las vio nacer.
Atahualpa Yupanqui murió en Nimes, Francia, a pocos kilómetros del Mediterráneo, el 23 de mayo de 1992. Sus canciones, que nunca tuvieron dueño, se siguen cantando por todo el país.