Era época de campaña cuando los entonces candidatos Alberto Fernández y Mauricio Macri se trenzaban en un debate televisivo. “Nos debe avergonzar que, en este país que produce alimentos para 400 millones de habitantes, no seamos capaces de alimentar a quince millones de argentinos”, espetaba el peronista al entonces mandatario que ya se sabía derrotado por el propio resultado de su fracasada gestión.
De hecho, meses antes y en un arranque de triunfalismo en el medio de la nada, Macri había pedido que su gestión fuera juzgada por el dato final de la pobreza. La respuesta fue abrumadora… en el dato y en las urnas.
Con las elecciones consumadas y cuando quedaba menos de un mes para que asumiera la presidencia de Argentina, Fernández subrayó su compromiso en atacar la desigualdad social, la pobreza y el hambre. “No hay nada más urgente”, había expresado en una entrevista anticipando que la primera etapa de su gestión estaría dedicada a reducir la pobreza y el hambre que habían crecido exponencialmente para ese entonces.
Hoy, a la vuelta de casi treinta meses de mandato, con una pandemia de por medio y un sinfín de medidas inconexas con fracasos aplastantes, la pobreza no sólo creció, sino que la integridad alimentaria y nutricional de millones de familias se fue viendo comprometida de la mano de la inflación de, justamente, los alimentos.
El rigor y la crudeza de la realidad es tal que quien haya apostado a stockearse de alimentos y bebidas no alcohólicas en vez de activos financieros o productos tecnológicos, tuvo un mejor rendimiento frente a la inflación.
La escalada de precios que el Gobierno no sabe, no puede y/o no quiere controlar no sólo recorta las chances de los sectores más humildes. Las distorsiones son tan fuertes que las decisiones que toman los consumidores parten de fundamentos deformados del sistema de precios.