Nadie nace con la capacidad de soportar tanto dolor de golpe. Pareciera que nos vamos entrenando con pequeños desalientos, traiciones, heridas, olvidos, renuncias y cuando ya sentimos que no podemos más y que estamos al límite de soportar, cuando nos rendimos y pensamos que todo fue en vano y quedamos sin motivación hacia la vida, sucede la entrega.
Vamos dejando el ego de lado, nos volvemos humildes hacia lo más grande y comenzamos a mirar el cielo. Momentos únicos de entrega total hacia la existencia en donde podemos aprender a decir: “¡Sí a todo como es!”.
De igual manera pasa con lo contrario: el éxito. Nadie está capacitado para soportar tanto éxito o reconocimiento de golpe, tanta bienaventuranza, luminosidad, desborde de plenitud y expansión sostenida durante mucho tiempo. Sentimos que vamos a explotar sin poder llegar a contenerlo.
Al igual que con el dolor nos vamos acostumbrando de a poco y cuando es demasiado pensamos si verdaderamente lo merecemos, es ahí cuando miramos el cielo y decimos: “¡Gracias por tanto!”.
Así en ambos casos nos damos cuenta que sólo hay una porción de destino que podemos modificar, el resto ya viene trazado.
Lo importante no es lo que ya viene con nosotros sino lo que hagamos con eso. La manera de enfrentarlo, de transformarlo, la forma de ir trazando perfección cada día en cada acto. Poder transformarnos, expandir nuestra mirada en amor e inclusión nos va volviendo incorruptibles, transparentes, inquebrantables, éticos, comprometidos impecables.
¡Nos convertimos en piedras preciosas! Y así ya nada importa, ni el éxito ni el fracaso porque ambos son el camino que necesitamos recorrer para llegar a nuestro interno y sólo allí en nuestro centro podemos darnos cuenta que nada nos pertenece y que al final del camino todos vamos a tener que renunciar a lo adquirido.
Renunciar a nuestros enojos y alegrías, a nuestra familia, a nuestra profesión, a nuestros conocimientos, a nuestro nombre, situación social, raza, país… ¡A nuestra vida! Sólo nos llevamos el amor que fuimos capaces de dar porque es lo único que nos abre camino en este y en otros planos.
No importa lo que sucede. Si estás muy arriba o muy abajo, si estás solo o acompañado, la fuente ilimitada siempre está adentro. Sonríe.
Estamos en todo lo que nos rodea, en la sonrisa de un niño, en el cansancio del anciano, en la entrega de los animales, en las flores de tu jardín. En las pequeñas cosas de cada día ¡está lo más grande!
Levantarse sin condicionamiento, sin pasado, sin futuro, sin expectativas. Sólo abriéndose día a día como algo nuevo a construir porque lo que verdaderamente estamos construyendo es el puente entre adentro y afuera, arriba y abajo.
Sé amable, ten paciencia, agradece, cede el paso no seas el primero, abre una puerta, regala una sonrisa, da una palabra de aliento.
No siempre sabemos las luchas internas del otro así como no todos conocen las nuestras.
Todo pasa y lo único que queda es la sonrisa, el gesto de amabilidad, el amor que damos y nos damos y eso a modo de micro ondas va generando un aire tibio en cada uno de nosotros que abre la puerta al corazón.