Por Paco del Pino
Pocas veces en la historia del pensamiento surgieron tratados que diseccionen el concepto de poder. Sí se invirtieron litros de tinta, páginas y más páginas, para analizar su uso o instrumentación, pero raramente se accede a un buceo aunque más no sea superficial sobre el origen, la naturaleza y -en fin- la esencia misma del poder.
Parece que sólo necesitamos explicarnos un número delimitado de las cuestiones políticas que nos rodean, y suelen ser aquellas que no tenemos incorporadas en lo más profundo de nosotros mismos como individuos o como sociedad.
Por ahí nos resulta inevitable hacer un análisis exhaustivo de lo que significa la izquierda, cuando ni siquiera llegamos a plantearnos qué es la derecha. “Nadie sabe qué cosa es el comunismo”, cantaba (o canta) Silvio Rodríguez, pero a nadie se le ocurre profundizar en qué es el capitalismo, y simplemente nos dedicamos a estudiar sus aplicaciones más cercanas o generalizadas.
Hacen falta completos tratados para hacer entender (y ni aún así) el concepto de anarquía, y sin embargo nadie se cuestiona la esencia de la dictadura (a lo sumo, se la critica) o de la democracia.
Acá en la Argentina a nadie se le ocurre plantearse en qué consiste en puridad la república, pero nos devanamos los sesos para tratar de entender la monarquía, mientras en España o Inglaterra sucede a la inversa.
Parece que, al fin y al cabo, unas cosas se piensan y otras se ejercen. Y entre éstas últimas figura el poder. Si nos atenemos a los pocos tratados filosóficos que lo tienen como objeto, la coincidencia general es que el poder viene dado, no se aprende, ni se asume, ni se construye.
Este determinismo, contra el que muchos pretenden luchar, apenas se araña superficialmente con la consecución de instrumentos de poder, que -de la misma forma que unas buenas herramientas de cocina no garantizan determinadas cualidades culinarias o la mejor maquinaria agrícola no es sinónimo de mejor producción- apenas generan una ilusión (interior) o una sensación (exterior) de poder.
Al principio, todo era un caos
Para cuando el hombre empezó a pensarse a sí mismo, ya hacía mucho tiempo que ejercía el poder sin siquiera plantearse qué era, cómo funcionaba, para qué servía o -sobre todo- por qué lo tenía.
La imagen de esas mujeres arrastradas por los pelos hasta la caverna por los machos prehistóricos constituye un simple reflejo instintivo, casi más de autodefensa que de dominación. Apenas tenían una intuición del poder en términos prácticos, al ver que las mismas barbaridades de que eran víctimas cuando salían a cazar a esos peligrosos animales primitivos, las podían reproducir sobre sus compañeras de tribu.
El machismo nació mucho más tarde, probablemente cuando apareció el feminismo. Es el mismo proceso dialéctico que determinó el ejercicio del poder partiendo de la conciencia de la debilidad del otro, o la defensa frente al poder del otro en función de la debilidad de uno.
Algunos empezaron a preguntarse acerca del poder cuando vieron ejercerlo a los poderosos. Y así llegamos a Aristóteles, que descubrió todo aquello de la auctoritas y la potestas como un mecanismo de autodefensa: frente a los que ejercen el poder, hay que pensar el poder y en lo posible repensarlo para tener una cuota de él a nuestro favor.
Según el filósofo griego, existe un poder nominal (potestas) que, por decirlo de alguna manera, asume unilateralmente el sujeto que se considera capacitado para dirigir, y un poder real (auctoritas) que el pueblo -o, en términos más actuales, la opinión pública- le otorga en función de sus méritos y capacidades.
Es la primera noción de democracia que aparece explicitada en el pensamiento humano, aunque aún sin ese nombre, y surge justamente para contrarrestar el poder del hasta entonces poderoso, diciendo “yo también lo soy, aunque de otra forma”.
El poder está allá afuera
Sin embargo, la edad antigua no era tiempo para filósofos y, mucho menos, aristotélicos. El poder seguía amparándose en la fuerza bruta (tanto física como mental) y en dinastías con ínfulas de eternización pero que antes o después se veían truncas por otras que las sucedían con ese mismo objetivo y, a su vez, eran desplazadas por la siguiente, y así hasta la eternidad.
Desde la decadencia griega, pasando por los imperios romano y turco y el más poderoso aún forjado por la Iglesia católica, hasta los herederos de este último que fueron los principados y monarquías que se sucedieron hasta fines del siglo XVIII, todos los sistemas políticos se basaron en dicho esquema de poder.
El eclesiástico fue tal vez el más llamativo, por cuanto fue el primero que situó al poder lejos de los márgenes de la humanidad -en un estadío superior, como es Dios- y en base a éste y su intangibilidad (los enemigos invisibles suelen ser inexpugnables) pervivió hasta hoy e influenció hasta la raíz a los poderosos Estados-Nación que extendieron en el tiempo la síntesis antinatural entre el Gobierno y la religión.
Muchas veces antes se habían adoptado sistemas políticos basados en fuerzas ultraterrenas como la magia o las divinidades, pero en esos casos (faraones egipcios, jefes tribales centroeuropeos o africanos, sultanes árabes o emperadores del extremo oriente) se explicaba a través de lo sobrenatural el origen y naturaleza del poder del que esos gobernantes eran no sólo depositarios sino directamente herederos.
El giro copernicano (valga el oxímoron) que provocó la Iglesia con su nueva concepción fue despojar al hombre del atributo del poder, que emana exclusivamente de Dios y del que los “dirigentes” terrenales no son más que delegados, y no participes.
Esa deshumanización del poder fue, posteriormente, la que dio lugar a un nuevo esquema de aplicación/asunción/justificación de este atributo.
Para el pueblo…
Entre otras cosas, el hecho de que el poder quede situado fuera de la esfera humana y esté dotado de una superioridad inalcanzable permitió avanzar de forma práctica en el concepto de democracia que había esbozado Aristóteles con su distinción entre auctoritas y potestas, en el sentido de que es la sociedad la que se dota a sí misma de sus gobernantes, sin que éstos se impongan por la vía expeditiva que más les guste.
Por primera vez se intuye un acercamiento entre legalidad y legitimidad.
Pero, técnicamente, se utilizó una falsa premisa. Se suele traducir la democracia como el “poder del pueblo”, cuando la etimología -que suele ser sabia- debió imponer “el gobierno del pueblo”.
Y ni aún así, porque el pueblo no gobierna “sino a través de sus representantes”.
En el confundido sistema político actual, el ciudadano elige quién debe hacerse cargo del gobierno, pero no gobierna. De la misma forma que no delega el poder en dichos gobernantes, porque el poder no emana ni reside en él: los ciudadanos son depositarios de un atributo superior como es el poder y en último extremo -y con viento a favor- pueden llegar a administrarlo, de la misma forma que un gobernante sólo puede llegar a administrar el mandato otorgado por el pueblo.
Débiles del mundo, uníos
En medio de esta ola de relativismo bautizada como “posverdad”, no es extraño que el eje del poder se haya corrido unos centímetros e incluso se haya atomizado en pequeños poderes que se contraponen, se yuxtaponen o en los menos casos, se compatibilizan.
Hoy, el poder del débil es tan o más importante que el del poderoso. El poder real, se entiende. Las minorías postergadas no ejercen este atributo, pero sí lo influyen a veces hasta el punto de redirigirlo.
Las élites gobernantes y las mayorías son las que mandan nominalmente, igual que nominalmente desprecian a las minorías. Pero justamente las desprecian porque saben que de hecho dependen de ellas.
Tantas minorías individuales existen hoy que oponerse a todas ellas sería un suicidio para los poderosos. Es una especie de vuelta de tuerca a la auctoritas y la potestas aristotélicas.
Por eso hoy tiene tanto valor el papel de víctima. Por eso es tan atractivo para muchos poderosos echarse sobre los hombros la piel de cordero (que previamente consiguieron esquilando al verdadero excluido, al verdadero desposeído, a la verdadera víctima) y autovictimizarse en busca de algún rédito político o una patente de corso para hacer y deshacer a su antojo sin que nadie se lo reproche (¿cuántas injusticias han quedado impunes por haberlas cometido quienes en el pasado fueron víctimas de injusticias?); y de paso, consiguen diluir los reclamos genuinos de las verdaderas víctimas o minorías (a las que ellos reinvisibilizan apropiándose de sus discursos y usándolos a su antojo) o incluso pervertirlos para que el pueblo/opinión pública deje de verlos como víctimas.