El abandono más común es aquel donde deja de existir una autenticidad emocional, ahí donde aparece el desinterés, la apatía y la frialdad. La percepción de este vacío no tiene edad es algo que todo niño va a percibir y que por supuesto llega a devastar a cualquier adulto.
Cuando digo abandonar, no me refiero sólo a un acto extraordinario, traumático, no. Es más simple, pero duele igual.
A todos nos abandonaron en el medio de una necesidad, de una separación, en el inicio de un proyecto. Aún en la felicidad, en el placer de una meta cumplida, en el momento menos pensado. En el momento más esperado.
¿A quién no le pasó de estar solos y necesitar que nos hagan un tecito, una sopita. Nos alcance una caja de pañuelos descartables o una aspirina? ¿Quien nos guiñe un ojo cuando algo te salió bien y quien nos acaricie una mejilla o nos de un beso en la frente?
Todos sabemos de la soledad y el vacío que se siente cuando nos sentimos solos porque todos fuimos abandonados un día. Vemos a mucha gente con los dedos amarillos de nicotina, con la nariz enrojecida y los ojos vacíos, gente que camina furiosamente y se pasea o se mece en un banco de la plaza; gente que desespera por una sonrisa o un abrazo. Abandonados de la vida que ruegan por ser recogidos como un perro de la calle. Mimado y amado. Un plato caliente.
Veo chicos que no solo se perforan la nariz y las venas, con alguna que otra cosa que lo pase a otra realidad por un par de horas, veo gente que se juega todo y se queda sin nada, gente que vende su alma por una noche en compañía.
Otros y otras que compran compulsivamente cosas que no necesitan, para sentirse un poco vivos por un instante.
Y quien no busca desesperadamente una tarde, una película para que me habilite disimuladamente a llorar mirando afuera, lo que no tengo ganas de mirar adentro.
Los abandonos, de nuestra pareja, de nuestros padres en la infancia o incluso de la propia sociedad, genera una herida que no se ve, pero que uno siente latir y doler cada día; es una raíz arrancada, un vínculo roto por donde antes se nutrían nuestras emociones y nuestra seguridad.
El abandono nos resta. Tapamos. Escondemos. Escondemos debajo de la alfombra. Cerramos los ojos, el barbijo nos viene bárbaro como bozal y ese par de auriculares que está sobre la mesa de luz, para no escuchar nuestro corazón.