El otro día pasé caminando, era una linda mañana de sol y escuché unas risas, miré y vi a un papá junto a su hijo de unos 6 años jugando a las carreras, me encantó y pensé son esos momentos los que hacen que nuestros niños cuando sean adolescentes o ya hombres grandes sepan que siempre pueden contar con nosotros, que es posible encontrar puntos de encuentro sin importar la edad que tengamos.
Otra mañana, siempre en la plaza, pasé junto a un árbol que estaba casi pegado a un auto estacionado y me sobresaltó una voz inesperada que dijo: “entonces el oso lo miró y le contestó”, giré y vi a un papá que tenía un gran libro de cuentos apoyado sobre el volante del auto y su nena estaba recostada en el asiento de atrás escuchando atentamente cada palabra del cuento que su papá le leía. Maravilloso pensé, qué instante mágico.
Otro día, de tardecita bordeando la plaza veo a un papá con su hijo de unos 9 años enseñándole cómo patear penales, al principio me encantó, luego me puse un poco incómoda porque el papá le pedía perfección en el ángulo y cómo mirar al arquero para despistarlo, sentí que ya dejaba de ser un juego divertido y relajado para ser algo que debía salir perfecto.
Al instante pensé ¿quién soy yo para pensar así? y comprendí que a todos nos pasa, a los papás y a las mamás, muchas veces tanto queremos que ellos aprendan, que sean buenos en lo que hacen, progresen, que por momentos olvidamos el sabor del disfrute, que la técnica se adquiere y que para que la puedan incorporar primero deben divertirse.
Leí en Internet una frase que me encantó: “Ser padre es la única profesión en la que primero se otorga el título y luego se cursa la carrera”. No importa cuántos libros se lean son nuestros niños los que nos enseñan.
Los papás son muy importantes para sus hijos, ellos tienen ese ingrediente de aventura, riesgo, juegos bruscos pero medidos que las mamás por proteger muchas veces no tenemos, su palabra es autoridad y sus juegos complicidad.