Por
Saxa Stefani
Psicólogo, investigador y docente.
Director ceideps.org
La política y la psicología parecieran tener un fin común, contribuir al entendimiento y al alcance de un mayor nivel de bienestar del individuo, grupo o sociedad.
Sin embargo, más allá del carácter interminable de esta tarea, la política se centra en la circulación, distribución y gestión del poder entre los diversos actores sociales, mientras que la psicología se focaliza en la investigación y la aplicación de los mecanismos que permitirían lograr una vida más saludable.
Una de las tareas de la psicología -especialmente de la psicología social- es analizar qué comportamientos individuales y grupales son saludables, por ejemplo, qué mecanismos pueden activar las personas para facilitar un mayor bienestar.
Si bien siempre existen factores psicológicos personales actuando, gran parte de nuestro malestar y sufrimiento viene dado por las condiciones ambientales o sociales de nuestro entorno. Por ejemplo, en un contexto de guerra o de crisis económica o política profunda, nuestras herramientas para afrontar la realidad probablemente no serán suficientes para responder adecuadamente a esas necesidades. Está ampliamente demostrado como este tipo de eventos tienen una repercusión estadística directa con los niveles de salud psicológica y disfuncionalidad familiar.
Uno de los principales motivos en la generación de ansiedad está relacionado con la diferencia entre la realidad y las expectativas (puedes consultar el anterior artículo en el que hablamos de ello). La forma en la que la sociedad se organiza, toma decisiones y las ejerce, influye crucialmente en las condiciones sociales, que cada uno de los integrantes va a tener que soportar o disfrutar. Y siendo esto tan importante para nuestra salud psicosocial, ¿cómo es que llevamos a cabo esta tarea en nuestras sociedades? Acompáñenos a indagar este tema.
La política se aplica a cualquier relación histórica o actual, y actúa bajo cualquier régimen o contrato social, desde monarquías hasta repúblicas. Aunque tenemos muy diversos sistemas de organización gubernamental, la mayoría de estados en el mundo actual, se guían por la división de poderes y sistemas «democráticos».
Nada más empezar, nos encontramos con el primer escollo: en sentido estricto no se trata de sistemas de gobierno (mal llamados) democráticos sino de sistemas de gobierno representativos. No son democracias, como veremos, sino que sólo es democrático el hecho de considerar con iguales derechos a los diferentes votantes (recuerde por ejemplo, que las mujeres no votaron hasta la segunda mitad del siglo XX en la mayoría de países).
Los sistemas representativos suponen que los ciudadanos mayores de edad eligen a sus representantes a través de elecciones. Los candidatos elegidos toman decisiones desde los lugares definidos por las instituciones que cada estado tiene organizados.
Piénselo de esta manera, nuestra única acción política ciudadana es depositar mediante el voto la confianza de nuestras decisiones a una persona desconocida, en plataformas o partidos, más o menos afines a nuestra ideología, ¡cada cuatro años! Es bastante evidente que las personas no permitirían este tipo de delegación pasiva en otros órdenes, como la familia o el trabajo. Lo político parece situarnos en un plano de no-responsabilidad (más típico de la etapa infantil) y sin embargo, tienen un impacto directo en nuestro bienestar individual, grupal y social, como hemos visto.
En sentido estricto, democracia (dḗmos: pueblo; krátos: poder) significa que los sujetos participan de forma directa en las decisiones. En la democracia ateniense de la Grecia clásica (alrededor del siglo V a.C.), los cargos eran realmente «públicos», es decir, ocupados alternativamente por todos los ciudadanos (no podían ejercerlo sino una única vez). El sistema estaba compuesto por dos organizaciones: la Asamblea (ekklesia) y el Consejo (boule) de 500 personas elegidas por un período máximo de un año, con distintos cargos y funciones, encargados de administrar el gobierno y de preparar las agendas de las asambleas que reunían a los ciudadanos para escuchar y expresar su voz y voto cada diez días. No existía la representación, la participación debía ser ejercida directamente por los sujetos políticos.
Los atenienses conocían el daño que la corrupción causaba socialmente, y se esforzaron por controlar sus efectos. De hecho, diseñaron un sistema de votación para la elección de los cargos de responsabilidad (especialmente los jueces) mediante la utilización de un artefacto mecánico llamado kleroterion que tenía por finalidad que el proceso de elección fuera completamente aleatorio.
Dicho artilugio, consistía en un bloque de piedra con ranuras donde cada persona colocaba una placa de bronce o madera con su nombre inscripto o pinakion, una suerte de «documento de identidad». Luego de que todos los pinakion fueran colocados, un conducto mecánico tallado en la piedra y activado con una palanca, conducía aleatoriamente una bola blanca o negra, determinando qué pinakion o ciudadanos resultaban elegidos.
De esta manera, el sistema ateniense quedaba protegido de la manipulación, dado que los cargos eran randomizados, por un lado, y por otro y más importante, el poder estaba descentralizado: cualquier persona, en cualquier momento, podía ocupar un cargo (consejo) o expresar su opinión -de mayor o menor reputación- (asamblea), sin injerencia de qué rol o posición ocupaba en la sociedad.
Una de las críticas sostenidas a los sistemas de democracia directa es que sólo podrían ejercerse en pequeñas comunidades, exclusivamente; dada la dificultad de procesar múltiple información. Pensemos además que los anfiteatros donde se oficiaban las asambleas y las votaciones estaban dispuestas en forma circular y permitían a todos los asistentes la observación de las intervenciones. Un ejemplo de este tipo de configuraciones, las encontramos hoy en día, en los parlamentos o cámaras donde los bloques y los representantes disertan, modifican, aprueban o rechazan, por ejemplo, las leyes que tendrán alcance a la población en su conjunto.
El concepto “calidad democrática”, utilizado frecuentemente, es en realidad muy acertado pues nos indica la existencia de facto de un gradiente de menor a mayor democracia. Por ejemplo, la exigencia en muchos países de la transparencia y exposición pública de los bienes económicos de los representantes políticos, sería un indicativo de mayor calidad democrática, ya que imponen obstáculos a la corruptibilidad y el enriquecimiento ilícito de esos funcionarios.
Otro parámetro de “calidad democrática” es la alternancia de las personas en cargos públicos al establecer límites en los sistemas de reelección.
Pensar los alcances de las estructuras políticas colectivas que creamos o mantenemos es un excelente punto de partida crítico para analizar qué mejoras psicosociales implementar. Sin duda ello puede arrojar desarrollos sustantivos en el aumento de la mencionada calidad democrática.
En el próximo artículo hablaremos sobre como las nuevas tecnologías pueden beneficiar exponencialmente los sistemas representativos hacia diseños verdaderamente democráticos.