Por: Raúl Novau
Tenía un pálpito: la providencia la ayudaría. El éxito todavía no había derramado sus glamoures sobre ella. Estaba segura de que el espinoso camino era un elemento necesario para merecer un mejor destino. Las ilusiones de desfilar en pasarelas cimbreando su talle ante miradas asombradas se redujeron a un puesto de copera. Cuando no consintió en un servicio extra para los clientes la echaron.
Pero ella persistía en el berrinche de la alta costura. Era un mandato de su padre sastre ambulante: no solamente de remiendos vive el hombre. Habría que elevarse a las vestiduras que dignifican. Y ella absorbía los consejos en un deambular por villorrios y fondas. Y cuando el padre dio la última puntada a una bocamanga y expiró, ella lo enterró con su traje de gabardina en un pueblo desconocido.
Buscó trabajo y la destinaron a un taller de hilvanados. Apuntaron que para modelo su cuerpo no condecía con la premisa: delgadez y rostro. Su andar era de vaquero de películas y sonreía mucho a los hombres. Debía agradecer a los patrones que se ocuparan de ella, le reconvenían En las frías madrugadas Romualda se encorvaba sobre piqués y satenes con un tesón como de labriega asida a las estevas del arado por una magro sueldo.
Hasta que el lustre, el sonido frufrú de una seda escarlata, el aroma de un perdido perfume tal vez soñado, la envolvieron en probarse en secreto ante el espejo, en deleitarse en vaivén con el vestido en volandas. Después fue una noche de jolgorio al compás de cumbias villeras en el club, donde conoció a Cirilo, él prendado a sus combas de brillante y ajeno vestido, bailarín seductor con olor a alcohol y lavanda. Y rendida en sus brazos conoció el amor en una retahíla de gallos lejanos.
Los patrones la descubrieron. Atreverse a tanta desfachatez era propio de una negra motosa y revoltosa como ella, gritaban. Con la denuncia en ciernes, Cirilo entregó su reloj pulsera.
-No pongas más penas a tu tristeza. Venite conmigo –dijo Cirilo.
Cirilo vivía en el basural. Un enclenque armazón de cartones prensados y latas oxidadas era su casucha, una más del rosario que circundaba el basurero. Entre el mosquerío y la humazón persistente, Romualda lo ayudaba a recuperar algo útil. La ciudad volcaba sus desechos de abundancia en montañas de bolsitas plásticas.
Romualda al fin tenía un lugar. Aprovechó el mar disperso de pilas usadas para reparar su hogar. Algo que distinguiera el habitáculo del resto. Paciente unió baterías de pilas sujetas con alambres. Con ellas apuntaló el tugurio, reforzó el camastro, emparedó chapas, alfombró el piso, revistió el techo, en un multicolor despliegue cuyo colorido destacaba desde lejos el ranchito de la pareja. Una casita de pilas usadas.
La fatalidad llegó una noche con la tempestad. Con un estruendo tremendo un rayo electrificó la flamante vivienda, produjo un chisperío descomunal que asustó a los vecinos y un chisporroteo de fuegos artificiales consumió el hogar.
Fue funesto para Cirilo quien murió con la piel atigrada por la descarga.
En cambio a Romualda le cambió la vida. Ella se despojó los últimos mechones de cabello chamuscados mientras sus ojos irradiaban una luz verdosa intermitente como las luciérnagas, su vientre era traslúcido al cambio de tonos como semáforos y cuando hablaba las palabras salían como estrellitas fugaces.
Cuando le llegó el primer contrato de la ciudad para animar un desfile de modas, supo que su desnudez coloreada deslumbraría la pasarela.