Nacida en Encarnación, Paraguay, Lidubina López (89), heredó de su mamá el oficio de partera cuanto tenía apenas 14 años. Mientras hacía las veces de ayudante, Melitona Rotela enseñó a su hija -la mayor de once hermanos- las primeras nociones sobre esta práctica con la que había aprendido a traer niños al mundo desde muy joven. Llegó a la Argentina con apenas tres años, en compañía de su madre y su abuelo, y por esas cosas de la vida recaló en la incipiente Capital de la Madera.
Daniela, la menor de las hijas de Lidubina, contó que su madre realizaba esta noble tarea con escasos recursos materiales. Un poco de agua caliente, algo de alcohol, unas gotas de aceite y un té con hierbas de conocimiento ancestral, eran suficientes para llevar adelante un oficio claramente artesanal, solidario y con mucho amor por los niños. Ella misma dio a luz a nueve hijos, seis mujeres y tres varones, varios de ellos sin la ayuda de un tercero.
Férrea defensora de la vida, la partera recorría grandes distancias para lograr su cometido, sin importar las condiciones climáticas. En la década del 70, la localidad de San Vicente “contaba con los recursos de un pueblo chico, donde las distancias a las chacras próximas se medían en varios kilómetros. Los caminos de tierra y las picadas estrechas unían las casas o los ranchos que por aquel entonces habitaban los colonos, y ella llegaba hasta ellos sorteando cualquier obstáculo”, agregó.
Recordó al San Vicente de aquel entonces como “un pueblo chico, con olor a madera fresca de los aserraderos que se estaban instalando, había una precaria terminal de colectivos, empolvada de color rojo intenso. Era continuo el tráfico de los camiones que transportaban yerba mate y una avenida ancha que indicaba la llegada al centro del poblado. La comisaría y la Iglesia, levantada con paredes de madera, estaban separadas por una plaza, que se conserva en la actualidad”.
La Iglesia era el punto de encuentro y unía a los habitantes de la zona, y el padre Jorge Maniak, un ícono del pueblo, oficiaba las misas y organizaba la catequesis, haciendo cumplir los sagrados sacramentos.
“Los sacerdotes misioneros hacían la evangelización en las colonias como Monte alto, kilómetro 74, Río Victoria. Mamá fue misionera y cofundadora de la Iglesia San Miguel, en el kilómetro 274”, añadió Daniela, quien pudo reconstruir la historia de Lidubina gracias a la prodigiosa memoria de su tía Asunción Rotela.
Se estima que desde los 14 años y hasta los 50, que fue el tiempo en el que ejerció de partera con mayor dedicación, esta mujer corajuda “trajo al mundo a más de 200 niños”. Y ella misma se empeñaba en aclarar “que ninguno de los pequeño falleció en sus manos”.
Al traer a colación, una de las tantas anécdotas, Daniela dijo que una de las más relevantes tiene que ver con un cacique de una aldea guaraní de la zona “que confió en mi mamá el nacimiento de un mita í, fue como la partera, la comadrona, ponderada por la tribu”.
Lidubina tomaba a esta tarea “como un servicio” y aunque para aportar ingresos al hogar se dedicaba a la confección de indumentarias (modista), dejaba todo lo que estaba haciendo cuando era requerida para acudir a un parto. Lamentablemente ninguna de sus hijas se interesó por este oficio, tampoco siguió una carrera afín.
La paga por cada una de estas intervenciones las hacían con algunos animales (gallina, cerdo) o productos alimenticios de la chacra. “Ella aceptaba porque hacía falta para la olla. También recibía telas y en raras ocasiones, algo de dinero. Siempre decía, yo no cobro, pero si me dan, me dan, y lo agradezco”, confió Daniela.
Cuando en 1980 vino a radicarse a la capital provincial, se dedicó de lleno al oficio de modista y al servicio doméstico. Es que a los 40 años había sufrido parálisis en parte del cuerpo “lo que la obligó a abandonar esa actividad, por unos años, y luego para siempre, una vez instalada en la gran ciudad”.
Cada vez que regresaba a San Vicente, debía hacerlo con cierto hermetismo porque si los “pacientes” se enteraban de su visita, la iban a buscar para que recorriera los hogares donde trajo al mundo a alguno de los integrantes. Muchos de los bebés que nacieron gracias a su asistencia, volvieron a buscarla de grandes, para que ayudara a nacer a sus hijos.
Al referirse a la personalidad de su mamá, Daniela la definió como “una mujer de lucha inquebrantable, de carácter firme y muy determinante. Ella es muy divertida, le gusta bailar y disfruta las reuniones familiares”. Durante buena parte de su vida recorrió las picadas de a caballo, en carro y de a pie, “lo que forjó en ella un temple de acero y una rica experiencia de vida”. Contrajo matrimonio siendo apenas una adolescente, y conoció el amor décadas más tarde.
“Fue una adelantada para la época e igualó al hombre al momento de realizar las tareas. Trabajó activamente y socialmente en favor de la democracia. Inspiró respeto, defendiendo sus hijos y su hogar. Cobijó en su casa a muchos desamparados, solidarizándose siempre y compartiendo todo lo que estaba a su alcance. Mi mamá, es el claro ejemplo de mujer abnegada, que dejó todo por sus hijos”, remarcó.
Momentos de miedo
Su hijo Juan, en tanto, señaló que entre las anécdotas que la “Abuela Lilú” aún cuenta con entusiasmo y entremezclan realidad con mitos y leyendas rurales, hay una que se destaca.
Una vez, en una picada, se topó de frente con un yaguareté situación ante la que “quedó petrificada”. Afortunadamente el animal, al notar la presencia de la mujer, dio un salto y se perdió en la selva. “Supone ella que ese mismo yaguareté fue el que días más tarde atacó y arrastró por el monte a un caballo de la familia, con el propósito de devorarlo”, acotó Juan.
Otro de los testimonios daba cuenta que en épocas del gobierno militar, volviendo por la madrugada de asistir un parto, Lidubina fue detenida en un camino rural durante “una recorrida” policial y llevada a la comisaría local por circular sin su documento de identidad.
“Decía también, un tanto en broma, pero no tanto, que cada vez que tenía que andar por las picadas y los montes durante las noches, ella solía notar una presencia, una identidad que la acompañaba y cuidaba, como que era su protector”, dijo, y aseguró que la mayoría de “esa gente que ella ayudó a traer al mundo, hoy la reconoce y la llama: ‘Abuela Lilú’”.
Espíritu intacto
Daniela aseguró que “nos educó bajo sus principios e ideales. La cultura del trabajo fue su baluarte hasta hace pocos años, cuando en 2017 sufrió su primer ACV. Desde allí ya son cinco los episodios que afectaron su vitalidad, pero su espíritu se encuentra intacto. De una fortaleza increíble… hoy nos habla a través de la mirada”.
Eligió el camino del esfuerzo, la sencillez, la honradez y la solidaridad como valores fundamentales en su vida y para la educación de: Ana Lelia, Alba Marina, Norma Isabel, Nilda Graciela, Roque, Víctor Aníbal, Juan Ángel y Daniela Cristina, sus vástagos, dos de ellos ya fallecidos.
Para toda la familia, Lidubina “es el mejor ejemplo de vida, trabajo, unión, resiliencia y amor, que pudiéramos tener sus nueve hijos, 50 nietos, 50 bisnietos y diez tataranietos, que conforman la gran familia de más de 150 integrantes incluyendo a la familia política. Heredamos un amplio y valioso legado de familia bien misionera, que hoy tiene sus integrantes a lo largo de la República Argentina”, celebró.