Por: Marcelo Horacio Dacher (Primera parte)
Se cuenta que había un lugar llamado “El Olimpo Criollo” al que iban todos aquellos personajes argentinos que, habiendo hecho algún tipo de aporte trascendente por nuestro país, ahora gozaban de los beneficios de la inmortalidad.
En “El Olimpo Criollo” no había deidades como en el griego, sino simplemente un puñado de ilustres individuos que, con sus virtudes y defectos, habían pasado a mejor vida, luchando por su patria o a veces en el más injusto de los exilios.
Eso sí, se había puesto como condición para ingresar que por lo menos llevaran muertos más de un siglo, atento a que algunos personajes de dudosa reputación se habían querido colar entre sus filas, esgrimiendo los más variados e insólitos argumentos.
El sitio estaba sujeto a estrictas normas que regulaban su funcionamiento, dado que en el pasado habían surgido ciertos entuertos originados generalmente entre algunas facciones antagónicas, por controversias ideológicas irresueltas. Superadas aquellas viejas antinomias, la armonía reinaba en el lugar gracias a un reglamento que fijaba severas normas de convivencia.
Entre sus múltiples artículos, había uno que establecía para los moradores del lugar, la prohibición expresa de hablar de política, religión o de los logros que habían tenido durante su existencia como mortales. El castigo por infringir este precepto era el destierro y en consecuencia, el olvido.
Pero tan espartano ordenamiento tenía una sola excepción: una vez al año, y por el voto de la mayoría de los próceres residentes, uno solo de ellos podía ser liberado transitoriamente para que pudiese volver a la tierra durante un día.
Como no era de extrañar, tan generoso permiso también tenía sus limitaciones. Durante esa jornada, el beneficiado podía recorrer solamente un lugar a su elección, estándole totalmente prohibido interactuar con los mortales, a los que sólo podía observar sin poder dirigirles la palabra.
Llegó el día de la votación y durante varias horas se escucharon los más floridos discursos y encendidos argumentos. Con gestos grandilocuentes algunos expositores hicieron gala de una retórica impecable, hasta que prevaleció la moción que proponía al General Manuel Belgrano, atento al bicentenario de su fallecimiento.
El prócer elegido, agradeció a sus congéneres por tan honrosa distinción y se dispuso de inmediato a planificar su visita a la tierra, la que estaba acordada, como era de esperarse, para el 20 de junio. Belgrano se fijó como meta buscar un lugar en el que estuviera reflejado el espíritu patriótico de su obra.
Primero pensó en visitar las escuelas que se tendrían que haber construido a partir de su donación por las victorias en las batallas de Salta y Tucumán. Pero decidió no arriesgarse, tomando en cuenta los antecedentes de un Estado incumplidor, que todavía le adeudaba sueldos.
Después se le ocurrió visitar algunos de los lugares en los que había trabajado. Rápidamente se le vinieron a la memoria: el Consulado, el Cabildo y hasta la vieja casona donde se hizo el Congreso de Tucumán. Pero también descartó esa posibilidad porque imaginó que esos espacios hoy simplemente serían antiguos museos donde se atesoraba la memoria.
También tuvo el deseo de visitar el Convento de Santo Domingo, donde descansaban sus restos mortales. Pero inmediatamente le vino un sabor amargo a la boca, debido a la desidia oficial con la cual fue ignorado primero, y hasta ultrajado después.
Finalmente pensó que aquello por lo que más debería recordárselo era por la creación de la Bandera Nacional, que al final de cuentas era uno de los símbolos más importantes en toda nación que se precie de tal.
Emocionado, evocó aquel 27 de febrero de 1812, cuando la izó por primera vez a orillas del Paraná e hizo jurar ante ella a su tropa. Entonces decidió ir hasta ese lugar, para constatar si todavía el espíritu de patriotismo que reinaba otrora entre los suyos, estaba intacto como en aquella fecha…
Continuará el próximo domingo