Por: Esteban Abad
Platinadamente cano en los espacios de la cabeza donde aún poseía orgulloso algunos islotes de cabellos, el septuagenario al que antes todos los vecinos llamaban el “abuelito”, estaba sentado en la vereda de su casa sobre un tronco caído hacía varios años tras una tormenta.
El viejo tenía por ese madero un entrañable afecto, de manera que nunca quiso que lo quitaran del lugar, junto a la puerta de su casa. Sobre él y en una improvisada mesa había desarrollado largas y silenciosas partidas de ajedrez con el maestro que vivía al lado; partidos de truco con tres de los vecinos de la manzana y hasta acunó a varios de sus nietos cuando las madres (sus hijas y nueras), debían salir de compras. Y no puede olvidarse de largas y amistosas mateadas, donde como un ritual especial, a la mañana y al atardecer tomaba mate con “la vieja” y de viudo, solito.
“Abuelo te dejamos los niños… no hay otro que los cuide como vos” le lisonjeaban al anciano y a los gurises más grandecitos les ordenaban portarse bien con el abuelo pues “ya es viejito”.
Tres niñas y dos varones habían alegrado la casa del decano y fundador de la familia; siguiendo el devenir lógico de la vida los hijos y las hijas se casaron o acompañaron y sumaron a la vivienda la alegría de las voces infantiles, las que a pesar de los decibeles con que surgían no lograron tapar la pena del abuelo cuando la esposa, la abuela, falleció tras una corta pero criminal dolencia que la abatió, dejando solo al patriarca de esa pequeña tribu urbana.
Algunos hijos dejaron la casa y con su descendencia fueron en busca de “una mejora”, casi siempre a otras ciudades. Y el viejo fue quedando sólo con el afecto de algunos vecinos, y con sus recuerdos. Se proyectaron en su antiguo pero sano cerebro las imágenes de su padre cuando en plena epidemia (nadie sabía -añares ha-, la palabra pandemia ni siquiera endemia), de viruela que suspendió las clases pues afectaba a cualquiera, pero en especial a los niños. Y veía a su padre preparando una pócima que le enseñaron en el hospital para darles a los vecinos enfermos y sin cargo, para mitigar el dolor y las molestias de las horribles ampollas que brotaban en la piel de los infectados. En el barrio, donde para entonces sintonizaban las radios a todo volumen para escuchar los radioteatros de la mañana a la noche o, los sábados y domingos, los partidos de futbol, ahora… sólo se oían llantos y gritos de dolor de grandes y chicos.
Y como complemento del azote inclemente quienes no eran receptores de una de las enfermedades más feas que se pueda suponer, sufrían por ver sus gallineros -infaltables en los hogares de los barrios de esa época- diezmados por la peste atacando también a las aves que morían “como moscas”. Y de ahí que el abuelo no quería -una de sus ñañas- comer pollo o gallina. Juraba sentir el mismo feo olor de los animales muertos que eran juntados en un baldío para ser quemados, tratando de evitar nuevos brotes.
También surgen a la memoria del anciano esas época de segundo grado en la primaria cuando todos, chicos y grandes no salían de la casa si no llevaban prendido con alfileres o cosidos a la ropa bolsitas con pastillas de alcanfor -una suerte de escapulario-, y se frotaban las manos con alcohol alcanforado para no contagiarse la poliomielitis, dolencia también conocida como parálisis infantil. Y después, la de sarampión, la única que lo volteó, con sus manchas rojas y la fiebre altísima.
El abuelo está inserto en la franja de los septuagenarios que van camino a ser octogenarios, así que no puede salir a la calle sin barbijo y sin permiso de las autoridades sanitarias por el brote de coronavirus, microbios que parecen adictos a los mayores de sesenta años. “Y sí – sonríe el atribulado “viejito” – epidemias eran las de antes cuando se combatía la viruela con vinagre y la “polio” con alcanfor”. Y se ve atrapado en una no muy querible situación: la aparición de una “pandemia” cuyas características han cambiado la vida en el mundo y convertido al ajedrecista, abuelito querido, en un peligroso e inútil casi octogenario, integrante de la franja etaria más comprometida con el virus COD-19.
No puede salir ni a sentarse en su apreciado tronco ni para llegarse al almacén a comprar sus víveres, pero eso sí, con una mascarilla llamada “tapabocas” o “barbijo”, lavándose las manos a cada rato y con un frasco de alcohol en el bolsillo, lo puede hacer y quitándose el barbijo puede continuar la ceremonia del mate vespertino sentado en el tronco de sus amores.
Tiempos pasaron en que al pasar lo saludaban chicos y grandes, mujeres y hombres. Ayer a la tarde un policía lo saludó diciendo… “eh viejo, vaya adentro, que se puede infectar y contagiar a todo el barrio”, casi como para recordar aquella frase televisiva… “fulano, ¡estás nominado…!”. Dicen sus nietos que esa situación le hace derramar lágrimas como sólo lo hizo cuando murió la abuela…”.
“¿No será a causa del virus?”, se preguntan.
Sobre el autor
Periodista. Escritor. Extitular de la Sociedad Argentina de Escritores filial Misiones (SADeM). Santafesino pero misionero por adopción, integra la comisión de la Sociedad Argentina de Escritores filial Misiones; periodista jubilado, dedica su tiempo a su familia, a escribir ficción y a su colección de mates. Cuenta en su CV con premios del orden municipal (Posadas), provincial y nacional por su producción literaria.