Por: Dr. Pablo Mario Narvaja
Director de la Licenciatura en
Ciencia de la Educación de la
Universidad Católica de Misiones (UCAMI)
La educación es, hoy, un valor principal para sostener un Modelo de País que, basado en políticas activas y en el desarrollo científico-tecnológico, se oriente al futuro a partir de la producción de bienes y servicios, y genere y proteja el trabajo de calidad con una distribución justa de la riqueza, todas ellas condiciones básicas de la justicia social.
Las estadísticas muestran que los mayores niveles de educación alcanzados se correlacionan positivamente con el empleo, con mayores ingresos, el acceso a la salud y la vivienda, entre otras dimensiones centrales para el goce de una vida digna, lo que permite, a su vez, que cada persona ocupe un espacio social y participe en la construcción del bien común a partir de su intervención en los procesos sociales y políticos.
Sin embargo, y a pesar del impacto en términos de cohesión social que produce la escolarización (con dificultades que no escapan a la conciencia de quien escribe) aun persisten altas tasas de deserción escolar, especialmente en los alumnos procedentes de los sectores populares, golpeados por una pobreza estructural que lejos de ceder se observa en crecimiento.
La exclusión de una gran proporción de alumnos y alumnas procedentes de estos sectores es resultado de una combinación de factores tanto escolares como extra escolares.
Los alumnos y las alumnas que tienen más posibilidad de fracasar en sus estudios o de abandonar la escuela, por bajo rendimiento, resistencia, ingreso tardío, ausentismo reiterado, períodos prolongados de no concurrencia, deserción temporaria, sobre-edad pertenecen a los sectores sociales más expuestos a las consecuencias históricas de la injusticia social.
Estudios de la Conferencia Económica para América Latina y el Caribe-CEPAL- (2000) plantean que entre los factores externos a la escuela que influyen en esta problemática se encuentran las carencias socio económicas, el ingreso temprano al mundo del trabajo, la incertidumbre con la que viven los y las jóvenes en relación con su perspectiva de futuro, la familia que no puede apoyar la experiencia escolar de sus hijos e hijas.
Diversas investigaciones en el campo socio educativo ponen de manifiesto la influencia de la educación de los padres y madres en el rendimiento escolar de sus hijos. Aquellos que tienen niveles educacionales altos tienden a entregar a sus hijos modelos de lectura, códigos lingüísticos más elaborados, mayor uso de nociones aritméticas y de cultura general, todos elementos, entre otros, que son consagrados por la cultura escolar y que favorecen la integración de quienes participan de ella, y se convierten en un obstáculo para aquellos que proceden de otros medios culturales.
Como se ha mencionado anteriormente, la problemática de la exclusión no es exclusivamente atribuible a factores externos a la escuela. Hay una red de elementos del sistema escolar que son generadores de fracaso, como la perspectiva de abordaje de los contenidos escolares, el funcionamiento escolar, el rol docente, el curriculum inflacionario de temas que no permiten desarrollo de procesos de aprendizaje eficaces, entre otros.
La cultura de la escuela secundaria es característica de la clase media urbana que tiene en el uso del lenguaje y la relación con la cultura universal dos elementos distintivos, entre muchos que la configuran.
La apropiación de los códigos culturales de la escuela resulta una de las dificultades mayores para aquellos que no los comparten, e incide significativamente en un conjunto de percepciones que internalizan, como sentirse extraños o extranjeros en la escuela, que no es un lugar para ellos, debilitamiento de la autoestima, personal y en relación con los desafíos de la educación escolar, atribución del fracaso a sus propias características o déficits.
Para que la escuela secundaria integre a los y las jóvenes en edad escolar es necesario abandonar el criterio de homogeniedad/uniformidad como criterio para la toma de decisiones político-educativas. Se requiere un reemplazo de ese criterio de verdad por el criterio de la equivalencia. Es decir, recorridos educativos diversos, adaptados a diferentes realidades sociales, culturales, geográficas, pero que sean equivalentes en términos de calidad de los resultados que promueven. La homogeneidad uniformizadora pone en desventaja a quienes requieren, por diversas razones, prácticas escolares diferentes.
Para ello es importante rescatar las experiencias educativas de una diversidad de instituciones escolares dispersas en todo el país que basan los aprendizajes del nivel secundario en el dominio de capacidades, conocimientos, destrezas y actitudes requeridas para el mundo del trabajo en perfiles profesionales específicos.
Es decir, mientras aprenden un oficio, los y las jóvenes aprenden los conocimientos obligatorios del nivel pero a partir de una visión del conocimiento como una herramienta que les permite operar sobre la realidad, más que como un discurso que hay que repetir para aprobar.
Estas experiencias muestran haber invertido procesos de indiferencia y hasta violencia por parte de los y las jóvenes que ingresaron a ellas, en una motivación intrínseca hacia los procesos de aprendizaje.
Muchos hasta eligen la matemática como una de las materias que más les gusta, cosa impensada en la secundaria tradicional. Es que cuando el conocimiento se aplica, se comprende y se gusta. Muestra que el trabajo, más que la palabra, es la fuente fundamental para aprendizajes de calidad e integrador de las diferencias.