Desde que se fue a estudiar al Colegio Santa María, de Posadas, cuando tenía ocho años, supo que quería ser maestra. Y a pesar de que al principio le costó adaptarse a la vida de pupila siendo una niña, rescata el hecho de que sus padres hayan querido lo mejor para ella. Las noches de llanto se hacían eternas y sólo encontraba un poco de consuelo cuando en los recreos o a la hora de la comida se encontraba con una prima que ya estaba estudiando allá. Mirando para atrás recuerda los viajes realizados en barco para recorrer el trayecto entre Posadas e Iguazú, navegando por el río mientras transportaba sus sueños.
Se recibió en 1968, por lo que este año se cumplen 50 desde que abrazó una actividad a la que prácticamente le dedicó su vida. Tan es así que todavía hoy sus hijas y su esposo le reprochan haberle dedicado tantas horas a la docencia. Su padre quería que siguiera en la Escuela de Comercio, pero ella eligió la docencia, tal vez influenciada por el modelo que le transmitieron las Siervas del Espíritu Santo en el Santa María.
Si hubo algo que la hizo feliz fue el deporte. Se destacó en todos: pelota al cesto; atletismo, donde hacía carrera de postas; salto en alto; salto en largo, carrera de resistencia, y estuvo en todos los seleccionados de Misiones. “Claro, tenía 42 kilos… era delgadita”, recuerda hoy con una sonrisa franca.
En la misma cuadra donde todavía vive, sus padres, Celestino Rolón y Josefina García, tenían hotel, kiosco, tienda y perfumería. No eran los únicos Rolón de la zona: en la misma manzana también estaban Ramón Rolón, el padre de su primo Luis Honorio, y Macedonio Rolón.
Apenas se recibió quiso volver a su tierra. Iguazú la recibió con los brazos abiertos, y con apenas 19 años comenzó a dar clases en la Escuela Nº 462. Cuenta que al principio volvía bastante mal de la escuela y su papá le machacaba que se había equivocado de profesión. “Lo que pasa es que me tocó un sexto grado y eran chicos de 16 años y más, chicos grandes. Yo recién había cumplido 19, tenía casi la misma edad que ellos… y además no me adaptaba a los varones, porque siempre había ido a colegios de mujeres. Entonces pedí hablar con el director y le dije si existía la posibilidad que me cambiara de grado. Y fue ahí que una colega, llamada Elsa Dalagata, que tenía a su cargo el cuarto grado, accedió a cambiarme de curso”.
De esa primera camada de alumnos nunca se olvidó. Fueron sus primeros alumnos; y se le viene a la memoria el nombre de Silvia Elena Gutiérrez Allou entre los que estaban en aquel grupo. “Cada vez que voy a la farmacia ella sale del fondo para saludarme con mucho afecto”, menciona, mientras clava la vista en el vacío y evoca, casi en un susurro, “tantos apellidos que pasaron…”. En su paso por la Escuela Nº 462 ocurrieron cosas importantes y ahí tuvo su primer acercamiento con la historia. Por ese entonces ya trataba de plasmar la historia de Iguazú en un libro. Le preocupaba mucho la penetración de la cultura extranjera, porque ella lo había vivido en carne propia cuando era niña: las radios de Brasil y Paraguay eran prácticamente lo único que había, por lo que sentía que era necesario comenzar a forjar una identidad local. “Siempre estuve preocupada por eso, y en esa época en la que trabajamos con el proyecto del libro, lo hicimos primero entre maestros y todos se involucraron. El libro se llamó “Cataratas de Historia” y lo hicimos en base a un concurso que organizó el Ministerio de Educación de la Nación. Ganamos el concurso, nos aprobaron el proyecto y vino el subsidio para hacer tres ediciones, durante tres años seguidos”, narró. Lo notable es que después se involucraron los alumnos, que salían de sus casas para entrevistar a sus abuelos para que les contaran sus historias. Sin dudas, fue el primer trabajo para dejar plasmado en un libro todo lo que hasta ese momento se conocía solamente a través del registro oral. Más recientemente, esa afición por la historia, la llevó a escribir dos libros, uno sobre “el Vasco de la Carretilla” y otro sobre la historia de Iguazú.
Consultada María Esther sobre el porqué de esa afición suya de indagar en el pasado, responde: siempre sentí que se iba perdiendo la identidad, es algo muy ligado a mi historia personal porque recuerdo que de chica había una fuerte identidad con esta tierra, porque nosotros en Iguazú éramos como una familia… entre todos hacían las cosas, entre todos forjábamos la identidad nuestra, la defendíamos todo el tiempo. Si, por ejemplo, al caminar pasábamos frente a la policía y estaban izando la bandera, era pararse, nadie se movía… y eso era muy fuerte, y es lo que necesita, a mi entender, un lugar donde tenemos frontera”.
Su relación con su primo
María Esther y Luis Honorio Rolón tenían una diferencia de unos cinco años más o menos. A pesar de que Luis era más grande, dice que siempre fueron muy compinches. “Para mí Luis era un ídolo… Luis era todo lo que yo quería ser. Por eso siempre me reprocho a mí misma, porque cuando él se enfermó, muchas veces me llamaba para conversar -vivía en frente de mi casa- a veces de madrugada, porque ya no tenía noción del tiempo. Pienso que yo nunca pude hacer lo que él quería, con el tema de los hermanos guaraníes. Él vivía con ellos, era prácticamente uno de ellos, y no es que a mí me cueste relacionarme con ellos, pero al no hablar el idioma se me hace más difícil. Cuando él montó lo del museo y todo aquello tuvo un tremendo valor, porque en esa época era como que daba vergüenza mostrar lo verdadero, lo auténtico, lo original nuestro. Lamentablemente, sobre todo su familia directa, no le dio el valor real que tenía todo aquello, sobre todo su hija, porque se fue de Iguazú cuando era muy chiquita, ella no mamó nada de su padre. Todavía vienen turistas preguntando por el museo Mbororé, porque sigue figurando en algunas guías de viaje.