LA HABANA, Cuba (Agencias). Durante la semana, Antonio se para frente a los alumnos de una escuela primaria de La Habana. Los fines de semana, sube a un bicitaxi y pedalea por el centro transportando por un peso convertible o CUC a turistas y cubanos. Tiene tres hijos y su trabajo extra como cuentapropista le permite “pagar la comida de cada día”, necesidad básica que su sueldo de maestro no puede satisfacer. Antonio viste chancletas, pantalón corto y una camiseta raída sin mangas. Es evidente que vive con lo justo. Cuando se le pregunta cuales son los cambios que ambiciona para la isla, apenas se refiere a la cuestión política. “¿Sabe lo que quiero? Poder viajar, que nadie me impida subirme a un avión y conocer gente de otros países”. Hoy, cumplir con ese deseo no es una tarea fácil, y no sólo porque alguien como Antonio necesitaría destinar durante 35 meses, casi tres años, la totalidad de sus ingresos mensuales a la compra de un pasaje de avión. La obsesión del Gobierno por controlar una sangría de población lo llevó a crear un “Permiso de Salida al Exterior” o “Tarjeta Blanca”, como se la conoce vulgarmente. Su otorgamiento depende de múltiples factores, como demostrar el origen del dinero que posibilitará la salida, el comportamiento político del interesado y pruebas ciertas de que habrá retorno. La activista Yoani Sánchez, por poner un ejemplo, ha visto denegada la Tarjeta Blanca más de quince veces. El aeropuerto de La Habana es la única salida legal posible desde la isla. Y la necesidad de romper la muralla imaginaria que separa a los cubanos del resto del mundo, Océano Atlántico mediante, explica la existencia de gente capaz de enfrentar a los tiburones montada sobre una rueda de camión y dos remos rudimentarios.Para los cubanos tampoco es fácil desplazarse dentro de su propio país, ya que se exigen permisos para residir en ciudades distintas a las de origen. Hay también regiones que están totalmente vedadas. “Tú puedes visitar a un familiar en otro pueblo, pero por la noche debes volver al tuyo”, explica Antonio. ¿Pero no es evidente que hay cubanos del interior viviendo en La Habana, y viceversa? Por supuesto que sí, y eso forma parte de las lógicas de supervivencia de un país plagado de normas que de tan absurdas se tornan incumplibles. Algo cambióYa pasó -en teoría al menos, ya que los precios son inalcanzables- el tiempo en que los cubanos no podían ingresar a los hoteles internacionales, bañarse en las playas destinadas a turistas o cenar en un restaurante con tarifas en dólares. El “apartheid” turístico ha caído por su propio peso con el crecimiento de un grupo de privilegiados con acceso a los CUC. Esos mismos cubanos pueden también, desde hace poco más de un año, comprar una casa, tener un celular o poner un pequeño negocio. Sin embargo, la lista de actividades prohibidas es todavía larga y variada y la transgresión será penada.





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